– No entiendo.
– ¿Qué detalle recuerda que yo no le haya preguntado? Alicia Kent pensó un momento y luego negó con la cabeza.
– No lo sé. Creo que le he dicho todo lo que consigo recordar.
Bosch no estaba convencido. Empezó a repasar la historia con ella otra vez, abordando la misma información desde ángulos nuevos. Era una técnica de interrogatorio clásica para obtener más detalles y no le falló. El elemento de información nueva más interesante que emergió en el segundo relato fue que el hombre que hablaba inglés también le había preguntado cuál era la contraseña de su cuenta de correo de Internet.
– ¿Por qué querría eso? -preguntó Bosch.
– No lo sé -dijo Alicia Kent-. No se lo pregunté. Sólo le dije lo que quería.
Cerca del final del segundo relato de su terrible experiencia llegó el equipo forense y Bosch decidió hacer una pausa en el interrogatorio. Mientras Alicia Kent seguía en el sofá, él condujo al equipo de técnicos hasta el dormitorio principal para que pudieran empezar desde allí. Se quedó en un rincón de la habitación y llamó a su compañero. Ferras le informó de que todavía no había encontrado a nadie que hubiera visto u oído nada en el mirador. Bosch le dijo que cuando quisiera tomarse un descanso podía comprobar la licencia de armas de Stanley Kent. Necesitaban conocer la marca de la pistola y el modelo, pues parecía probable que su propia pistola fuera el arma con la cual le habían asesinado.
Al cerrar el teléfono, Walling lo llamó desde el despacho que había en la vivienda. Harry la encontró a ella y a Brenner de pie detrás del escritorio y mirando una pantalla de ordenador.
– Mira esto -dijo Walling.
– Te he dicho que no deberías tocar nada todavía.
– Ya no disponemos del lujo del tiempo -dijo Brenner-. Mira esto.
Bosch rodeó el escritorio para mirar en el ordenador.
– Su cuenta de correo estaba abierta -dijo Walling-. He ido a sus mensajes enviados. Y éste se envió a la dirección de correo de su marido a las seis y veintiuno de ayer tarde.
Walling hizo clic en un botón y abrió el mensaje de correo que se había enviado desde la cuenta de correo de Alicia Kent a la de su marido. El asunto era:
EMERGENCIA EN CASA: ¡LEE INMEDIATAMENTE!
Incrustado en el cuerpo del mensaje había una fotografía de Alicia Kent desnuda, atada y amordazada en la cama. El impacto de la foto sería obvio para cualquiera, no sólo para un marido.
Debajo de la fotografía había un mensaje:
Tenemos a su esposa. Consiga para nosotros todas las fuentes de cesio que tenga disponibles. Llévelas en contenedor seguro al mirador de Mulholland cerca de su casa a las ocho en punto. Estaríamos vigilando. Si lo dice a alguien o hace una llamada, lo sabríamos. La consecuencia es que su mujer será violada, torturada y dejada en más piezas de las que se pueden contar. Use todas las precauciones al manejar las fuentes. No llega tarde o la mataremos.
Bosch leyó el mensaje dos veces y creyó que sentía el mismo terror que debía haber sentido Stanley Kent.
– Usa mal los verbos, creo que lo ha escrito un extranjero -comento Walling.
Bosch lo vio y supo que ella tenía razón.
– Enviaron el mensaje desde aquí mismo -dijo Brenner-. El marido debió de recibirlo en la oficina o en su PDA, ¿tiene un PDA?
Bosch no era un experto en esas cosas. Vaciló. -Un asistente personal digital -le aclaró Walling-, como un PalmPilot o un teléfono con todos los chirimbolos. Bosch asintió con la cabeza.
– Creo que sí -dijo-. Se ha recuperado un móvil Black-Berry. Parece que tiene un miniteclado.
– Eso es -dijo Brenner-. O sea que, estuviera donde estuviese, recibió el mensaje y probablemente también pudo ver la foto.
Los tres permanecieron en silencio al asimilar el impacto del mensaje de correo. Finalmente, Bosch habló, sintiéndose culpable por haberse guardado información antes.
– Acabo de recordar algo: la víctima llevaba una tarjeta de identificación. De St. Aggy's en el valle de San Fernando.
Brenner registró la información y sus ojos adoptaron una expresión de dureza.
– ¿Acabas de recordar una información clave como ésta? -preguntó enfadado.
– Sí, por…
– Ahora no importa -intervino Walling-. St. Aggy's es una clínica oncológica para mujeres. El cesio se usa casi exclusivamente en el tratamiento del cáncer de cuello uterino.
Bosch asintió.
– Entonces será mejor que nos pongamos en marcha.
La clínica para mujeres Saint Agatha estaba en Sylmar, en el norte del valle de San Fernando. Como era noche cerrada circulaban rápido por la autovía 170. Bosch iba al volante de su Mustang, con un ojo en la aguja de la gasolina; sabía que iba a tener que llenar el depósito antes de volver a la ciudad. Iba con Brenner en el coche. Se había decidido -Brenner lo había hecho- que Walling se quedara con Alicia Kent para continuar interrogándola y calmándola. Walling no parecía contenta con su co-54 metido, pero Brenner, haciendo valer su veteranía en la pareja, no dio chance para el debate.
Brenner pasó el trayecto haciendo y recibiendo una serie de llamadas al móvil con sus superiores y compañeros agentes. Por lo que pudo oír de la conversación, a Bosch le quedó claro que la gran maquinaria federal estaba preparándose para la batalla. Había sonado una alarma mayor. El mensaje de correo enviado a Stanley Kent ponía las cosas más claras y lo que antes constituía una curiosidad federal se había convertido en algo absolutamente excepcional.
Brenner colgó finalmente el teléfono y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta. Se rebulló ligeramente en su asiento y miró a Bosch.
– Tengo un EAR de camino a St. Aggy's -dijo-. Entrarán en la cámara de materiales peligrosos para comprobarlo.
– ¿Un EAR?
– Equipo de Ataque Radiológico.
– ¿Tiempo de llegada?
– No he preguntado, pero puede que lleguen antes que nosotros. Tienen un helicóptero.
Bosch estaba impresionado. Significaba que en algún lugar existía un equipo de respuesta rápida de guardia en plena noche. Pensó en que él había estado despierto y esperando la llamada esa noche. Los miembros del EAR debían de esperar una llamada que confiaban que no se produjera. Recordó que había oído que la brigada propia del Departamento de Policía de Los Ángeles, la OSN, se estaba entrenando en tácticas de asalto urbano. Se preguntó si el capitán Badly también tenía un EAR.
– Van a emplearse a fondo -dijo Brenner-. El Departamento de Seguridad Nacional supervisa desde Washington. Esta mañana a las nueve habrá reuniones en ambas costas para poner a todos manos a la obra.
– ¿Quiénes son «todos»?
– Hay un protocolo. Participará Seguridad Nacional, la JTTF, todo el mundo. La sopa de letras completa: NRC, DOE, RAP… quién sabe, antes de que contengamos esto incluso podríamos tener a la FEMA montando una tienda. Va a ser un pandemonio federal.
Bosch no conocía el significado de todas las siglas, pero todas se pronunciaban igual: federales.
– ¿Quién dirigirá el cotarro?
Brenner miró a Bosch.
– Todos y nadie. Como he dicho, será un pandemonio. Si abrimos esa cámara de seguridad en St. Aggy´s y el cesio ha desaparecido, entonces nuestra mejor opción de seguirle el rastro y recuperarlo será hacerlo antes de que se arme la gorda a las nueve y estemos teledirigidos desde Washington.
Bosch asintió con la cabeza. Pensó que quizás había juzgado mal a Brenner. El agente parecía deseoso de hacer su trabajo sin revolcarse en el fango burocrático.
– ¿Y cuál va a ser el estatus del departamento en la investigación?
– Ya te lo he dicho, el departamento participa. Nada cambia en eso; te quedas, Harry. Apuesto a que ya se están tendiendo puentes entre nuestra gente y la tuya. Sé que la policía de Los Ángeles tiene su propia Oficina de Seguridad Nacional y estoy seguro de que los llamarán. Obviamente, vamos a necesitar todos los palos de la baraja en esto.
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