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John Katzenbach: Un Asunto Pendiente

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Megan y Duncan Richards son gente normal. Él es banquero; ella, agente inmobiliaria. Tienen dos hijas adolescentes y un hijo. Viven en una casa preciosa. Todo indica que sus días de activistas políticos, allá por 1968, han quedado muy atrás. Después de todo, cualquiera que fuera joven en 1968 tiene un pasado activista. Pero Megan y Duncan son distintos. Ellos fueron un poco más lejos. Empujados por una hermosa mujer que se hacía llamar Tania y que dirigía un grupo radical llamado la Brigada de Phoenix, tomaron parte en un robo que, según Tania, sería sencillo y sin derramamiento de sangre, pero no fue así. Desde entonces han pasado 18 años. Y ahora, cuando los Richards disfrutan de su tranquilidad familiar, Tania está a punto de salir de la cárcel. Lleva 18 años planeando cómo vengarse de las dos personas a las que culpa de lo que ocurrió aquel día. Su venganza será dulce, será perversa. Empezará por su hijo…

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Sintió un escalofrío. Seguramente no ha sido nada, insistió para sí. Tal vez haya sido el viento. Sin embargo los árboles estaban quietos, sus ramas desnudas contra el cielo cubierto de nubes.

No quería abandonar el calor escaso de la casa, pero sabía que tenía que asegurarse. Giró despacio el pomo y abrió la puerta. Sintió un golpe de aire helado y se detuvo, dudando si salir.

Pero lo hizo.

Temblando de frío, y tal vez de miedo, salió despacio al porche con la pistola en la mano y mirando en todas direcciones.

***

Lauren miró hacia la parte trasera de la casa y preguntó:

– ¿Crees que estarán bien?

El silencio había empezado a minar su confianza y en los últimos minutos había tenido que ahuyentar de su pensamiento una docena de imágenes espeluznantes. Karen le pasó un brazo por los hombros.

– Desde luego -le contestó suavemente-. ¿Por qué no iban a estarlo?

– No hemos oído nada.

– Eso quiere decir que todo está saliendo según lo planeado.

– Ojalá oyéramos algo.

– ¿Estás asustada?

– Sí. ¿Tú no?

– Sólo un poco. Y enfadada, supongo.

– Sí. ¿Crees que Tommy y el abuelo…?

– Estarán bien, lo sé. Probablemente dormidos. Ya conoces a Tommy, en cuanto está cansado cae como un tronco. -Ojalá mamá estuviera aquí.

– Ya.

– Saben lo que hacen.

– Desde luego.

– Acércate un poco, tengo frío.

– No es el frío -contestó Karen, tan práctica como siempre. Pero de todas maneras se acercó a su hermana. Después miró su escopeta.

– ¿Cuando se ve un puntito rojo quiere decir que está puesto el seguro o no?

– No.

– ¡Ah! Bien.

Karen puso el seguro.

– ¿Por qué haces eso? -preguntó Lauren.

– Bueno, papá dijo…

– Dijo que tuviéramos cuidado, no que fuéramos estúpidas.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó la hermana mayor, algo molesta.

– Pues que no creo que nos acordemos de quitar el seguro del arma si tenemos que usarla. Creo que debemos estar preparadas en caso de que tengamos que entrar a ayudarles.

– Nos han dicho que nos quedemos aquí.

– Sí, pero ¿tú qué crees?

Karen pensó durante un momento. Quería ser responsable y portarse bien, que sus padres estuvieran orgullosos de ella. Lauren la miró fijamente.

– Sé lo que estás pensando -susurró-. Y lo que nos han dicho, pero estamos aquí para ayudar. Es nuestro hermano.

Karen asintió.

– Supongo que tienes razón.

Ambas quitaron el seguro de sus escopetas y se inclinaron de nuevo sobre el muro mirando en dirección a la casa. -¿Lo notas? -preguntó Lauren de pronto.

– ¿Qué?

– No sé, es como si el viento soplara más fuerte o hubiera pasado una nube, algo así.

Karen asintió y sonrió.

– En el colegio no creerían lo que estamos haciendo.

Lauren casi rio.

– ¡Desde luego!

Pero ese pequeño instante de humor pronto se disipó en la quietud de la mañana y el silencio las envolvió una vez más y con él, un inquietante miedo a lo desconocido. Permanecían pegadas hombro con hombro vigilando la casa. Lauren tomó la mano de su hermana y fue como si una descarga eléctrica las recorriera a ambas; podían oír los latidos del corazón de la otra, sentir su aliento.

– Todo saldrá bien -dijo Lauren en voz baja.

– Lo sé, sólo que me gustaría que pasara algo.

Esperaron, combatiendo la angustia con la confianza.

***

Cuando Megan resbaló en el primer peldaño cubierto de hielo de las escaleras del porche la pistola se le cayó al suelo con un golpe seco. El ruido, que en sus oídos sonó como una explosión, la hizo detenerse en seco. En lugar de seguir hacia la puerta retrocedió y se ocultó esperando ver si alguien la había oído.

El crujido de la puerta abriéndose la puso en guardia. Se quedó inmóvil sosteniendo la pistola y tratando de pegarse al porche, de manera que no la vieran desde arriba.

No tenía ni idea de qué hacer.

Cuando oyó el crujido del primer peldaño, prácticamente encima de ella, empezó a temblar, pero aun así empuñó la pistola y continuó inmóvil. Esto no acaba aquí, pensó.

Luchó contra el miedo que amenazaba con paralizarle los brazos y todos sus músculos y articulaciones, conjurando la imagen de Tommy. El corazón se le aceleró y sintió que aumentaba la adrenalina. Ya voy, se dijo, voy a sacarte de aquí.

Oyó los pasos que se acercaban y se preparó.

Duncan la había visto resbalar, escuchado el golpe y maldijo por lo bajo. Él también esperó, los ojos fijos en Megan, que parecía un animal agazapado y temblando de miedo.

Cuando vio abrirse la puerta que daba al porche el corazón casi se le paralizó de miedo.

– Oh, Dios mío -susurró-. La oyeron.

Por un momento sintió que las fuerzas le fallaban y se sintió ligero, casi etéreo. Entonces vio a Gutiérrez en el porche.

– ¡Oh, Dios mío! -repitió-. ¡Megan, Megan, cuidado! -Su voz era apenas un susurro.

Vio el arma en la mano de Ramón y después que se dirigía, paso a paso, hacia donde estaba escondida su mujer. Trató de controlar el corazón, que amenazaba con salírsele del pecho. Pensó: No hay elección.

Quería tragar saliva pero tenía la boca completamente seca. De pronto tuvo un recuerdo fugaz: estaba en aquella calle, en Lodi, dudando, esperando junto a la furgoneta como al borde de un oscuro océano, temiendo ser engullido por sus aguas. Los años le gritaban que no esperara, que no dudara, arriesgándose a perderlo todo.

– No te muevas, Megan -susurró.

Inspiró profundamente y apoyó el rifle contra su mejilla. De pronto el mundo pareció encogerse, su visión atravesó el prado, pasó sobre la cabeza de su mujer y se centró en el pecho de Ramón Gutiérrez. Vio como éste daba otro paso y se detenía a escasos metros del borde del porche, donde estaba escondida Megan.

Soltó aire despacio.

– Lo siento -susurró.

La presión que sentía en su dedo apoyado en el gatillo le pareció inmensa, casi dolorosa. Apretó despacio y disparó. El estruendo pareció hacer añicos el aire como si fuera de porcelana.

Olivia estaba soñando con la cárcel. Estaba de nuevo en la celda de máxima seguridad, sólo que esta vez la puerta no cerraba bien y había podido abrirla. Sentía en sueños el frío pegajoso de los barrotes de acero y escuchaba el sonido áspero de la puerta cerrándose. Se había visto a sí misma salir al corredor, libre por fin de ir adonde quisiera, invadida de felicidad y sintiéndose ligera, como si tuviera alas en los pies. En el sueño se alejaba deprisa de la celda cuando escuchó un ruido atronador, y por una milésima de segundo pensó que había estallado una tormenta.

Entonces se despertó y se sentó en la cama ignorando el frío de la mañana y aguzando el oído.

– ¿Qué demonios ha sido eso? -preguntó en voz alta y aguda.

A su lado, Bill también se había despertado. En la tenue luz de la mañana su rostro aparecía pálido, casi translúcido. Tenía los ojos abiertos de par en par y su voz denotaba un ligero pánico.

– No lo sé. ¿Qué pudo ser? Estaba dormido.

– Sonó como un disparo.

– ¿Dónde está Ramón?

– Ni idea. ¿En su habitación?

– ¿Ramón? ¿Ramón? ¿Dónde diablos estás? -gritó Olivia.

No hubo respuesta y pensó: Subió y los está matando. Salió de la cama y se quedó de pie, desnuda, junto a ésta. Tendría que haber otro disparo, y gritos, alguna reacción. ¿Qué es todo esto?

– ¿Qué está haciendo? -preguntó Bill de pronto, en tono asustado-. ¿Está…? Mierda, ¿adónde fue? No lo entiendo, esto no era parte del plan -dijo mirando a Olivia con la cara desencajada. Después añadió-: El disparo no vino de arriba, sino de afuera. ¡Ramón!

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