John Katzenbach - Un Asunto Pendiente

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Megan y Duncan Richards son gente normal. Él es banquero; ella, agente inmobiliaria. Tienen dos hijas adolescentes y un hijo. Viven en una casa preciosa. Todo indica que sus días de activistas políticos, allá por 1968, han quedado muy atrás. Después de todo, cualquiera que fuera joven en 1968 tiene un pasado activista.
Pero Megan y Duncan son distintos. Ellos fueron un poco más lejos. Empujados por una hermosa mujer que se hacía llamar Tania y que dirigía un grupo radical llamado la Brigada de Phoenix, tomaron parte en un robo que, según Tania, sería sencillo y sin derramamiento de sangre, pero no fue así. Desde entonces han pasado 18 años.
Y ahora, cuando los Richards disfrutan de su tranquilidad familiar, Tania está a punto de salir de la cárcel. Lleva 18 años planeando cómo vengarse de las dos personas a las que culpa de lo que ocurrió aquel día. Su venganza será dulce, será perversa. Empezará por su hijo…

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Megan apartó de su camino unas zarzas y las sostuvo en alto para que pasara Lauren. Ésta hizo lo mismo con Karen, quien a su vez esperó a Duncan. Megan avanzó unos cuantos metros más y después esperó en cuclillas a que los demás se reunieran con ella. Cuando lo hicieron señaló a través de la pálida luz, rodeada de árboles, la silueta de la casa a unos cien metros de distancia. Luego hizo un gesto hacia el muro de piedra. Las gemelas asintieron y Duncan susurró:

– Acompáñalas y déjalas en sus puestos. Yo te esperaré un poco más adelante, desde donde pueda ver la casa. Estaré junto al muro, ¿de acuerdo?

Megan alargó la mano y tomó la de Duncan.

– No hagas ruido -dijo-. Sólo tardaré unos minutos.

Duncan se volvió hacia las gemelas y lo único que acertó a decir fue:

– Por favor. -Sentía que le temblaban los labios y confiaba en que fuera por el frío de la madrugada.

– No te preocupes, papá -susurró Karen en respuesta.

– Tú eres el que debe tener cuidado -añadió Lauren sonriendo. Después se acercó y lo besó en la mejilla.

A Duncan lo asaltaban un centenar de miedos y pensamientos. Trató de hablar, pero se interrumpió y, mirando a los ojos de las gemelas, las recordó cuando aún eran unas niñas indefensas a las que había que tomar en brazos y proteger.

– Dile a Tommy que lo estamos esperando -susurró Lauren.

– Y dile también que no vuelva a darnos tantos problemas -añadió Karen sonriendo.

Duncan asintió y se volvió hacia Megan. Sus ojos se encontraron y, por un instante, ambos se sintieron indefensos. Después Duncan consiguió esbozar una sonrisa que era casi invisible en la penumbra. Se volvió y miró a la casa.

– De acuerdo -dijo con voz queda pero firme-. Vamos por ellos.

Se arrastró entre los árboles. Megan esperó hasta que hubiera desaparecido y entonces hizo un gesto a las gemelas para que la siguieran. Se llevó un dedo a los labios para que estuvieran calladas y Karen susurró:

– Ya sabemos que tenemos que estar en silencio. ¡Vamos!

En pocos minutos habían rodeado el prado que estaba detrás de la casa y avanzaban paralelas a la parte trasera. El muro estaba en mal estado, algunas piedras se habían caído y cada pocos pasos tenían que ocultarse entre los árboles para evitar ser vistas. Avanzaban prácticamente en cuatro patas, de un árbol a otro, mientras Megan miraba constantemente en dirección a la casa para no desorientarse. Maldijo interiormente tratando de encontrar algún tipo de barricada, un hueco donde las gemelas pudieran esconderse y estar protegidas. De pronto sintió que le tocaban el hombro y se giró bruscamente.

Era Karen señalando hacia el bosque. Lauren también miraba en aquella dirección.

– ¿Qué? -preguntó Megan repentinamente asustada.

– ¡Mira! -dijo Lauren con voz de apremio.

– Es un coche -dijo Karen-. Ahí, detrás de esos árboles.

Megan escudriñó hacia donde le indicaban las gemelas y distinguió un brillo metálico bajo los rayos de sol de la mañana.

– Es verdad -dijo-. Vengan, sigamos.

Hizo ademán de continuar andando pero la mano de Karen la detuvo.

– ¿Qué? -preguntó.

– ¿No te das cuenta?

Megan miró otra vez y entonces comprendió.

– Es el coche del abuelo -dijo Lauren.

Megan se giró despacio y condujo a las gemelas a través del bosque y hasta el coche, que estaba estacionado en el borde de lo que había sido un camino de tierra. La hierba había crecido, cubriéndolo, pero aún se distinguía una senda de barro que atravesaba los árboles.

Lauren pasó la mano por el coche tocando los arañazos en la pintura.

– ¡Pobre abuelo! -dijo-. Estaba tan orgulloso de él. ¿Por qué lo habrán estacionado aquí?

– Para esconderlo, tonta -susurró Karen-. No iban a dejarlo donde alguien pudiera verlo.

– ¡Ah! -exclamó su hermana por toda respuesta.

Megan se fijó en las marcas del suelo que delataban por donde había maniobrado el coche; apuntaban hacia la carretera principal y la salida del bosque. Miró por la ventana y vio que las llaves estaban puestas y que había una bolsa en el asiento del pasajero. Por un momento consideró la posibilidad de abrir el coche e inspeccionar su interior, pero se dio cuenta de que no lo podría hacer en silencio.

– Creo -dijo en voz baja- que será mejor que lo vigilen.

– ¿Quedarnos aquí? -preguntó Karen.

– Desde aquí no veremos nada.

Megan se volvió en dirección a la casa.

– De acuerdo -dijo con un suspiro-. Allí, junto al último montón de piedras. Pero estén alertas, ¿de acuerdo? Y cubran también el coche.

Las gemelas asintieron con la cabeza y Megan pensó en lo ridículas que sonaban sus instrucciones, cubran el coche, y sintió ganas de reír. Como si alguno de nosotros supiera lo que estaba haciendo, pero ahuyentó este repentino ataque de sentido común y condujo a las gemelas hasta el lugar desde el que podían vigilar la casa. Las miró y se aseguró de que estuvieran bien ocultas detrás de las piedras.

– ¡La cabeza agachada! -las apremió en un susurro.

Entonces dirigió la vista hacia la casa de madera blanca. El prado escarchado parecía una ola de plata rompiéndose en la orilla y después retrocediendo, alejándose de donde estaban ellas.

– De acuerdo -dijo-. Esperen aquí, y nada de tonterías, ¿eh?

– Vamos, mamá, es hora de ponerse en marcha. Está amaneciendo y papá te espera.

– Nada de riesgos.

– Sí, mamá.

Quería decirles cuánto las quería pero pensó que les daría vergüenza, así que se lo dijo a sí misma: Las quiero a las dos, por favor, manténganse a salvo.

Después tragó saliva y, repentinamente paralizada, tuvo que ordenar a sus músculos que la obedecieran. Cerró los ojos durante un segundo y después se volvió arrastrándose como un reptil entre los árboles y los matorrales. No miró atrás ni una sola vez, pues sabía que, por muy valientes que supiera que eran, si se volvía a mirarlas no sería capaz de dejar a sus hijas allí, en medio del bosque, a tan escasa distancia del peligro y del mal.

***

Duncan estaba abrazado al muro esperando a que Megan hiciera su aparición entre las brumas de la mañana y vigilando la casa, atento a cualquier signo de actividad. Intentaba poner la mente en blanco, pues no quería pensar en lo que estaban a punto de hacer. Trató de segmentar su vida en los segundos que le llevaba tomar aire y a continuación expulsarlo. Cuando le pareció oír a un animal en el bosque se volvió y vio a Megan reptando hasta él.

– ¿Todo bien? -preguntó.

– Hemos encontrado el coche de mi padre escondido junto a un camino, cerca de donde dejé a las gemelas. -¿Estarán…? No sé… -Supongo que sí. Sí, seguro.

Megan miró a Duncan y por un instante su voluntad flaqueó. También él estaba atenazado por la duda. Ambos abrieron la boca para decir algo pero después callaron. Megan siguió avanzando y se abrazó a su marido, hundiendo la cabeza en su pecho. Permaneció un rato así, escuchando los latidos de su corazón, mientras él seguía su respiración. Pasado el momento, ambos tomaron fuerzas.

– Es la hora -dijo Duncan-. Si esperamos más alguno podría levantarse temprano y… -No se molestó en terminar la frase.

Megan se separó de él y miró hacia el cielo. A lo lejos aparecían ya rayos de luz violeta colándose entre la masa de nubes.

– El cielo rojo de la aurora -dijo.

– Aviso para marineros -dijo Duncan asintiendo-. Probablemente habrá tormenta. Quizás hasta nieve.

Megan se volvió y le apretó la mano.

– ¿Has estado pensando en Tommy?

– Un poco.

– Yo también. Vamos por él.

A pesar de su preocupación, Duncan forzó una sonrisa.

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