John Katzenbach - Un Asunto Pendiente

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Megan y Duncan Richards son gente normal. Él es banquero; ella, agente inmobiliaria. Tienen dos hijas adolescentes y un hijo. Viven en una casa preciosa. Todo indica que sus días de activistas políticos, allá por 1968, han quedado muy atrás. Después de todo, cualquiera que fuera joven en 1968 tiene un pasado activista.
Pero Megan y Duncan son distintos. Ellos fueron un poco más lejos. Empujados por una hermosa mujer que se hacía llamar Tania y que dirigía un grupo radical llamado la Brigada de Phoenix, tomaron parte en un robo que, según Tania, sería sencillo y sin derramamiento de sangre, pero no fue así. Desde entonces han pasado 18 años.
Y ahora, cuando los Richards disfrutan de su tranquilidad familiar, Tania está a punto de salir de la cárcel. Lleva 18 años planeando cómo vengarse de las dos personas a las que culpa de lo que ocurrió aquel día. Su venganza será dulce, será perversa. Empezará por su hijo…

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– ¿Cuándo habrá terminado con nosotros? -preguntó con voz queda, tratando de no sonar exigente.

– Pronto, en cuestión de horas, probablemente. Mañana como muy tarde, así que no pierdan la esperanza. Tal vez no lo estropeen todo en el último momento. Hasta ahora han obedecido todas mis órdenes como los buenos soldaditos que son.

Le revolvió el pelo a Tommy.

– Traten de pensar en positivo -dijo, y tras hacer un gesto de despedida con la mano, se marchó dejando a los dos Tommys en el ático. El niño esperó hasta que corrió el cerrojo y escuchó atento el ruido quedo de sus pasos alejándose del rellano.

– Abuelo -dijo con voz temblorosa y mordiéndose el labio para no llorar-. Está mintiendo, no piensa hacer nada de lo que dice. Nos odia y odia demasiado a papá y mamá. Nunca nos dejará marcharnos.

El juez atrajo al niño hacia sí.

– Eso no es lo que ha dicho -le recordó.

– Nunca hace lo que dice, sólo quiere asustarnos. Y cuando dice que nos va soltar, no le creo. Quiero creerle pero no puedo -Tommy se liberó del abrazo de su abuelo secándose las lágrimas-. No podría soportar vernos en casa todos juntos y felices otra vez. ¿Es que no te das cuenta?

Volvió a apoyar la cabeza en el pecho de su abuelo, sollozando. Al cabo de unos instantes se enderezó otra vez.

– No me quiero morir, abuelo. No me da miedo, pero no quiero.

El juez sintió un nudo en la garganta. Acarició el pelo de su nieto mirándolo a los ojos, más allá del dolor y de las preocupaciones de tantos años y viendo sólo la intensidad de la luz que despedían. Después dijo lo primero que se le vino a la cabeza.

– Tommy, no vas a morir, yo no lo permitiré. Vamos a salir de ésta, te lo prometo.

– Pero ¿cómo? ¿Cómo puedes prometerlo?

– Porque somos más fuertes que ellos.

– Pero tienen pistolas.

– Seguimos siendo más fuertes.

– ¿Y qué vamos a hacer?

El juez se levantó y paseó la mirada por el ático, como había hecho el día que los encerraron. Después alargó el brazo y acarició la suave mejilla de Tommy, esbozando una sonrisa y tratando de transmitirle confianza. Recordó un pensamiento que había tenido en los primeros minutos de su encierro, que tal vez aquel no era un glorioso campo de batalla, pero sí un sitio lo suficientemente bueno para morir.

Respiró hondo y se sentó en uno de los catres acercando a Tommy hacia sí.

– ¿Te conté alguna vez cuando el vigésimo regimiento de Maine tomó la colina de Little Round Top en el segundo día de la batalla de Gettysburg? Salvaron la Unión, ¿te lo he contado?

Tommy negó con la cabeza.

– ¿Y la de cómo la División 101 Aerotransportada repelió el ataque alemán en Bastogne?

Tommy volvió a negar, pero sonrió y sabía que su abuelo estaba contestando a la pregunta que acababa de hacerle.

– ¿O de cómo los marines se retiraron de Yalu?

– Ésa sí me la contaste -dijo Tommy-. Unas cuantas veces.

El juez levantó a su nieto del catre y lo abrazó.

– Hablemos de valentía, Tommy, y después te explicaré lo que vamos a hacer.

***

– ¡Megan! ¿Dónde has estado? -gritó Duncan corriendo hacia la puerta.

En cuestión de segundos estaba junto a ella, en el vestíbulo de entrada. Megan podía leer la preocupación en sus ojos, difusa y apenas controlada.

– Nos tenías muertos de miedo -dijo-. No sabíamos qué te había pasado. ¡Maldita sea, no vuelvas a hacer algo así!

Megan lo tomó por los hombros apretándolo fuerte. Ella también estaba pálida y por un instante se sintió incapaz de decir palabra.

– ¿Estás bien? -preguntó Duncan ya más calmado.

Megan asintió.

– ¿Qué ha pasado?

Megan respiró hondo.

– Los encontré -dijo con voz queda.

Duncan se quedó mirándola con los ojos abiertos de par en par.

– ¿Dónde?

– En una de las casas de alquiler de las que te hablé.

– ¿Estás segura?

– Vi a Bill Lewis.

– ¿Dónde está?

– No muy lejos, a unos veinte kilómetros de la ciudad.

– ¡Dios mío!

– Lo sé.

– Dios mío -repitió Duncan.

Esta vez Megan se limitó a asentir.

– He estado tan preocupado desde que llamaste por teléfono esta tarde que pensé… No sé lo que pensé. No podía hacer otra cosa que preocuparme.

– Estoy bien -dijo Megan sin ninguna convicción.

Duncan se apartó de ella y golpeó con el puño cerrado en la otra palma de la mano.

– ¡Maldita sea, tenemos una oportunidad!

Se volvió hacia Megan.

– Llamó -dijo escuetamente.

– ¿Y?

– Dice que nos los devolverá, pero que seguimos estando en deuda con ella. Que no era suficiente dinero y que volverá por más, algún día. Que esto no acabará nunca.

Megan se quedó petrificada, sintiendo por un momento que no era capaz de soportar más dolor. Entonces trató de respirar con normalidad y serenarse.

– ¿Que no acabará nunca? -preguntó.

– Eso mismo -contestó Duncan, y el peso de aquellas palabras lo hizo encorvarse un momento, aunque enseguida se irguió.

– Vamos, tenemos que hablar.

Y condujo a Megan hasta el cuarto de estar donde los esperaban las gemelas, cosa extraña, en silencio. Han tenido que demostrar una resistencia y una valentía que ni siquiera sabían que tenían, pensó Megan con tristeza. Es duro hacerse adulto de repente. Se dirigió hacia ellas y las abrazó.

– Creo que es hora de que esto termine -les dijo.

– Pero ¿cómo? -preguntó Lauren-. ¿Qué alternativa tenemos?

– Una -contestó Duncan-. Una alternativa, ir a rescatar a los Tommys.

– Pero ¿cómo lo hacemos? -inquirió Karen.

– No lo sé -contestó Duncan-. Pero lo que sí sabemos es dónde los tienen, así que iremos. Tenemos una pistola. No es mucho pero ya pensaremos…

Se interrumpió al ver a Megan levantarse, salir del cuarto de estar y cruzar el vestíbulo de entrada hacia su coche. Tomó uno de los paquetes de la tienda de deportes y, ajena al viento y al frío, caminó de vuelta a la casa. Duncan la miraba:

– Megan, ¿qué pasa?

Antes de que pudiera seguir hablando ésta había sacado el rifle semiautomático y le estaba quitando el envoltorio. El arma pareció brillar en la luz del cuarto de estar.

– Fui de compras -anunció.

***

Olivia Barrow caminó hasta la ventana del dormitorio y miró hacia lo oscuridad. Oía a Bill en la cocina recogiendo los platos de papel y cubiertos baratos que habían acumulado durante su estancia allí y sabía que Ramón estaba en otra habitación limpiando las armas, nervioso. Se preguntó si tendría el valor de hacer lo que había dicho y frunció el ceño, incómoda ante la idea de no poder predecir si sus cómplices la obedecerían o no.

Pensó: Mañana todo habrá terminado.

Se alejó de la ventana y miró el montón de dinero sobre su cama. Tomó un puñado de billetes. Se sentía extrañamente frustrada, como si la visión y el tacto del dinero no consiguieran satisfacerla, igual que un mal amante.

Metódicamente empezó a meter el dinero en una bolsa roja mientras lo contaba. Pensó en Duncan y Megan y se preguntó si dormirían esa noche. Rio ligeramente: Lo dudo.

Cuando terminó de guardar el dinero en la bolsa colocó encima un revólver, cerró la bolsa y regresó a la ventana. El cielo estaba negro como el azabache y salpicado de estrellas. Se extendía hacia el infinito y pensó: Las estrellas nocturnas están conmigo.

Se imaginó que la noche interminable engullía a Duncan y a Megan. ¿Qué voy a hacer con ellos?, se preguntó.

Puedo matarlos. Puedo herirlos. Puedo arruinarles la vida. Como hicieron ellos conmigo.

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