John Katzenbach - Un Asunto Pendiente

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Megan y Duncan Richards son gente normal. Él es banquero; ella, agente inmobiliaria. Tienen dos hijas adolescentes y un hijo. Viven en una casa preciosa. Todo indica que sus días de activistas políticos, allá por 1968, han quedado muy atrás. Después de todo, cualquiera que fuera joven en 1968 tiene un pasado activista.
Pero Megan y Duncan son distintos. Ellos fueron un poco más lejos. Empujados por una hermosa mujer que se hacía llamar Tania y que dirigía un grupo radical llamado la Brigada de Phoenix, tomaron parte en un robo que, según Tania, sería sencillo y sin derramamiento de sangre, pero no fue así. Desde entonces han pasado 18 años.
Y ahora, cuando los Richards disfrutan de su tranquilidad familiar, Tania está a punto de salir de la cárcel. Lleva 18 años planeando cómo vengarse de las dos personas a las que culpa de lo que ocurrió aquel día. Su venganza será dulce, será perversa. Empezará por su hijo…

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– ¿Qué es eso? -preguntó.

El dependiente se volvió lentamente y miró donde Megan señalaba.

– Ése es un Cok del 16, un rifle semiautomático de disparo extremadamente potente. Es una versión de la que usan en el ejército. No es una escopeta de caza tampoco, el otro día le vendí uno a una pareja que planeaba navegar en velero por el Caribe este invierno. Es una buena arma para llevar a bordo como defensa.

– ¿Por qué?

– Bueno, tiene una gran puntería a una distancia de hasta casi un kilómetro y es capaz de acertar un blanco a casi dos kilómetros. Dispara rápidamente y viene con un cargador extra de veintiún balas.

– ¿Pero por qué para el Caribe?

– Por allí abundan los contrabandistas y los atracadores, a menudo a la caza de yates de lujo. Con este rifle es más fácil disuadirlos de acercarse que con una pistola.

Levantó el arma y demostró cómo se disparaba.

– Así es como funciona. Y no tiene mucho retroceso.

Miró a Megan mientras seguía con la escopeta apoyada en el hombro.

– También quiere ésta, ¿no es así?

– Sí -asintió Megan-. Es mejor no tener que acercarse demasiado al peligro.

– ¿Cuando se caza?

– Sí.

– Muy bien -se encogió de hombros de nuevo-. Lo que usted diga. ¿Algo más?

– ¿Munición?

– Claro.

– Y un cargador extra.

– Aquí tiene.

– Y una caja de balas del 45 para pistola.

Miró a Megan y sonrió.

– Ahora mismo.

– Otro cargador extra.

– Por supuesto.

Megan giró e inspeccionó los estantes.

– ¿Esos trajes de camuflaje vienen en tallas para hombre y mujer?

– Sí.

– Pues quiero uno para hombre de la talla L y tres de mujer, talla M.

El dependiente se dirigió al fondo de la tienda y enseguida volvió con ellos.

– Son de muy buena calidad -explicó-. Con forro polar y aislante, para no pasar frío en los puestos de tiro. ¿Necesita gorros o guantes?

– No, gracias. De eso tenemos.

– ¿Granadas de mano? ¿Morteros? ¿Lanzallamas?

– ¿Cómo dice?

– Estaba bromeando.

Megan no le devolvió la sonrisa.

– Envuélvamelo, por favor -dijo-. ¡Ah! Y también me llevo uno de ésos -añadió señalando la vitrina.

El dependiente sacó un cuchillo de caza de mango negro.

– Muy afilado -comentó-. Con filo de acero de carbón. Atravesaría el capó de un coche… -Movió la cabeza.- Pero no van a cazar coches, ¿verdad?

– No.

El dependiente empezó a sacar la cuenta, cuando terminó, Megan le tendió una American Express Oro.

– ¿Va a pagar con tarjeta? -preguntó el dependiente sorprendido.

– Sí, ¿hay algún problema?

– No -dijo sonriendo y moviendo la cabeza una vez más-. Es sólo que… bueno, cuando la gente… quiero decir… compra este tipo de artículos suele pagar al contado.

– ¿Y por qué?

– Es más difícil seguirles la pista.

– ¡Oh! -dijo Megan-. Supongo que eso tiene sentido -por un instante se sintió azorada, pero enseguida negó con la cabeza. No le importaba. Alargó la tarjeta de crédito al dependiente.

– Me imagino que tiendas como ésta serán por lo general discretas.

– Desde luego -replicó aquél-. Además somos una gran cadena y las ventas se reflejan todas juntas en las computadoras. Aunque la discreción no sirve de mucho cuando hay una orden judicial.

Megan asintió.

– No tiene por qué preocuparse -dijo-. Son para fines recreativos.

– Ya me imagino -contestó el dependiente con una pequeña carcajada-. Fines recreativos en Nicaragua o Afganistán.

Tomó la tarjeta y la pasó por el terminal y empezó a colocar la ropa y la munición en una bolsa.

– Las armas deberían ir en sus cajas.

– No se moleste -dijo Megan-. Basta con que me las envuelva.

– Por favor -dijo el dependiente-. Por favor, señora, ya sé que no es asunto mío, pero sea lo que sea lo que va a cazar, por favor, tenga cuidado.

Megan forzó una sonrisa.

– Ha sido usted muy amable -dijo-. Tendré que hacer dos viajes hasta el coche.

– ¿Quiere que la ayude?

Megan negó con la cabeza.

***

Tommy escuchó descorrerse el cerrojo y corrió junto a su abuelo.

– Tal vez nos van a soltar ya -susurró.

– No lo sé -contestó el juez-. Pero no te hagas demasiadas ilusiones.

Sabía que los secuestradores habían recibido el dinero de Duncan, los había oído reír satisfechos y después Bill Lewis les había dicho que todo había acabado casi y que iban a organizar el intercambio. Pero desde entonces habían pasado horas sin que nada ocurriese, excepto que con cada minuto sus esperanzas crecían y se derrumbaban alternativamente.

El juez se había devanado los sesos tratando de encontrar alguna explicación plausible y que no fuera siniestra para ese retraso, pero no se le ocurría ninguna. Lo que sí sabía era que Olivia seguía usándolos a Tommy y a él para conseguir algo, lo que significaba que, aunque tuvieran el dinero, la deuda continuaba pendiente.

En los escasos segundos que le llevó a Olivia subir las escaleras se sintió más nervioso que en toda su estancia allí. Temía que le temblaran las manos, o la voz, y que cualquiera de esos detalles asustara a su nieto, pero sobre todo odiaba a Olivia por hacerlo sentirse viejo e inseguro.

– Hola, chicos -dijo ésta en tono alegre.

– ¿Qué estamos esperando? -preguntó el juez.

– Tenemos que rematar algo. Atar algunos cabos sueltos, eso es todo.

– ¿De verdad cree que se van a salir con la suya? -inquirió el juez. La energía de su voz lo sorprendió.

En cambio Olivia se echó a reír.

– Ya lo hemos hecho, juez. Siempre supimos que lo conseguiríamos. No sé de qué se sorprende, debería saber mejor que nadie que la mayoría de los crímenes quedan sin resolverse. Aunque éste no sería exactamente sin resolver. Sin solucionar sería una expresión más exacta.

Caminó hasta Tommy y lo sujetó por la barbilla. Aunque seguía hablando al juez, sus ojos estaban fijos en los del niño, como si buscara algo en ellos.

– Los mejores delitos, juez, son los que no tienen fin, aquellos en los que siempre quedan amenazas pendientes, posibilidades. Son crímenes, digamos, con vida propia y que acaban por dominar la vida de las personas. Y éste es uno de ellos.

– Está loca -replicó el juez.

Olivia río de nuevo.

– Tal vez, en la cárcel muchas de las mujeres se volvían locas, de estar encerradas o de aburrimiento, o de la tensión o el miedo. Tal vez yo también, pero será mejor que se acostumbre, porque a partir de ahora voy a ser parte de la familia.

¿Qué opinas, Tommy? Como una tía excéntrica, quizá, ya sabes, sin hijos, un poco rara. De esas a las que invitan a todas las reuniones familiares confiando siempre en que no irán.

Tommy no contestó y Olivia le soltó la barbilla y se apartó de él.

– Aquí arriba no han visto nada. Imaginen lo que ha pasado: a ustedes los he metido en una cárcel y a ellos en otra. ¿Qué pensaban, que los iba a dejar salir a todos bajo fianza después de una semana? Así no es como funciona el sistema, juez. Aún les queda sentencia por cumplir.

– ¿Se supone que eso es lo que les tengo que decir?

– No -negó Olivia moviendo la cabeza-. No necesito ningún mensajero.

– Entonces, ¿para qué nos lo cuenta?

– Para él, juez -dijo señalando a Tommy-. Para que nunca se olvide. -Miró de nuevo al niño.- Ya te dije al principio lo importante que eras en esta historia -continuó-. Serás una especie de recordatorio, para que nunca olviden.

Al juez lo asaltó un pensamiento terrible: ¿Un recordatorio vivo? ¿O muerto?

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