– Bueno, sólo hay una forma de contestar a eso -dijo.
– ¿Cuál? -preguntó Karen.
– Ser aún peor que ellos.
***
Megan conducía como electrizada por la oscuridad, dejando atrás carreteras secundarias y caminos de tierra, después la ciudad. Flotaba en un vacío y ante ella sólo veía la casa blanca de madera surgiendo entre las sombras. Conducía ajena a cuanto la rodeaba, los coches, la escasa gente que caminaba por las aceras arrebujada en sus abrigos para protegerse del viento. Avanzaba deprisa hacia la noche con un firme propósito y el corazón a punto de reventar de ansiedad. Hizo un giro ilegal para acceder antes a la autopista desde una calle lateral y aceleró hasta que vio las luces brillantes de los estacionamientos de los centros comerciales. Faltaban quince minutos para la hora de cierre.
Musitó una breve e hipócrita plegaria de gracias porque existiera el centro comercial, el de Duncan. Cuando se construyó se había burlado de él todo el tiempo con un toque de maldad, cantándole la canción de Joni Mitchell, «Pavimentaron el paraíso y lo cubrieron con un estacionamiento…». Ahora, en cambio, las luces brillantes le daban la bienvenida, hospitalarias. Había tomado la decisión mientras se alejaba de la granja. Le molestó no poder telefonear a Duncan y contarle lo que había encontrado y lo que pensaba hacer, pero no podía retrasarse ni un minuto y él lo entendería.
Dejó el coche y corrió por el suelo de losetas. Empujó las puertas de entrada esquivando a los últimos compradores cargados con sus bolsas camino del estacionamiento y escuchando el sonido de sus pisadas en el suelo pulido. Jadeaba como un nadador venciendo las olas. Las luces de las tiendas parecían perseguirla, como si buscaran iluminar su pánico y su desesperación. Tengo que controlarme, pensó, pero una voz en su interior le decía que en realidad debería estar entonando una plegaria por la salvación de su alma. Lo que voy a hacer no está mal, se repetía. Veía los ojos vacíos de los maniquíes en los escaparates, fijos y sin expresión y se preguntaba cómo serían los ojos de los muertos. Apartó este pensamiento y siguió corriendo.
Cuando entró en la tienda de deportes se sintió aliviada al comprobar que estaba sola, a excepción de un empleado haciendo cuentas detrás de la caja registradora. Era un hombre joven que miró a Megan y después el reloj de la pared. Al comprobar que aún faltaba doce minutos para cerrar se volvió de nuevo hacia ella. Salió de detrás de la caja y Megan vio que vestía vaqueros, camisa blanca y corbata, además de un pendiente en la oreja. No tenía aspecto de deportista.
Aunque, tuvo que admitir, ella tampoco.
– Hola -dijo el joven con voz amable-. Justo a tiempo antes de que cerremos. ¿En qué puedo ayudarla?
– Me gustaría ver sus artículos de caza -contestó Megan tratando de disimular su nerviosismo.
El empleado asintió.
– Muy bien -dijo y condujo a Megan al fondo de la tienda, una de cuyas paredes estaba cubierta de armamento de todo tipo: arcos y flechas de colores que parecían armas futuristas, así como una variedad de pistolas, rifles y ballestas. De los estantes colgaban anoraks y pantalones de cazar en colores que iban desde el naranja fluorescente al verde camuflaje. En la vitrina estaban expuestos cuchillos que brillaban amenazadores. También había revistas: Caza y pesca, Armas y munición y Soldado de fortuna. Por un momento Megan se sintió perdida mientras paseaba la vista por aquel arsenal, pero entonces la urgencia de su misión se impuso y recuperó la concentración.
– ¿Y qué buscaba exactamente? -le preguntó el empleado-. ¿Es para regalar o para usted?
Megan respiró hondo.
– Para mi familia -contestó.
– Regalos entonces. ¿En qué había pensado?
– En cazar.
– ¿Y qué van a cazar? -preguntó el dependiente. Parecía paciente y ligeramente divertido.
– Fieras -contestó Megan en voz baja.
– ¿Perdón? -El dependiente la miraba extrañado, pero Megan lo ignoró y volvió a pensar en la casa de Lodi. Se recordó sentada en el oscuro cuarto de estar, en una atmósfera cargada de humo y entusiasmo, escuchando a Olivia discutir sobre armas con Kwanzi y Sundiata. Éstos tenían un conocimiento de las armas propio de quien ha crecido en un gueto entre tiroteos y luchas callejeras entre bandas. En cambio, los de Olivia eran más sofisticados: hablaba de velocidad de impacto y de alcance, mencionando marcas y calibres, presumiendo de experta. Emily se había unido al grupo y les había enseñado cómo pensaba esconder su escopeta bajo la gabardina, entonces recordó la escopeta en manos de Emily; podía ver el cañón y la culata de madera. Levantó la vista hacia la hilera de armas en la estantería y señaló una.
– Una como ésa -dijo.
– Ésa no es realmente una escopeta de caza -contestó el dependiente examinándola-. Es un rifle calibre 12, del tipo de los que llevan los policías en sus coches. Los granjeros los usan para matar marmotas y otros animales que les destrozan los cultivos. ¿Ve? El cañón es mucho más corto, lo que dificulta la puntería cuando se dispara de lejos. Aunque también hay quien los compra como protección, para su casa.
– ¿Podría verlo?
El dependiente se encogió de hombros.
– Claro, pero los cazadores normalmente suelen buscar algo más…
La expresión de los ojos de Megan lo hizo callar.
– Ahora mismo se lo bajo.
Buscó una llave y abrió el mueble donde se guardaban las armas, a continuación sacó el rifle y se lo entregó a Megan.
Ésta lo sostuvo unos instantes preguntándose qué se suponía que tenía que hacer con él, intentando recordar las prácticas en el manejo de armas al anochecer y con las persianas bajas en la casa de Lodi. Accionó el mecanismo de corredera en la parte posterior del cañón y escuchó el fuerte chasquido.
– Muy bien -dijo el dependiente-. Pero más suavemente, no hace falta que lo haga con tanta fuerza.
Tomó el rifle y apuntó hacia la parte trasera de la tienda, después simuló disparar.
– Fíjese -dijo-. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis. Después tiene que recargar, aquí -indicó señalando una ranura en uno de los lados del cargador.
Megan tomó el arma y repitió los movimientos del dependiente. Se sentía cómoda con él y no le resultaba tan pesado como había supuesto. La sensación de la culata de madera apoyada contra su hombro era casi seductora, aunque era consciente de que aquello era sólo era una ilusión. Cuando disparara sería algo salvaje y horrible, y se preguntaba si sería capaz de soportarlo.
Exhaló aire con fuerza y pensó: Me llevaré dos.
– Estupendo -dijo apoyando el rifle en el mostrador-. Me llevo ésta y otra exactamente igual.
– ¿Quiere dos? -El dependiente se mostró sorprendido, pero después calló y se encogió de hombros.- Muy bien, señora, lo que usted diga. -Levantó un brazo y sacó otro rifle igual.- ¿Munición?
Megan intentó de nuevo hacer memoria y recordó una de las lecciones de Olivia: «Siempre deben usar lo mismo que usan lo cerdos, o mejor. Que sus armas nunca sean mejores que las suyas». Sonrió con amargura y, en la voz más amable que fue capaz de articular, preguntó:
– Dos cajas de balas de 33 milímetros, por favor.
El dependiente abrió los ojos ligeramente y negó con la cabeza.
– Señora, espero que vaya a cazar elefantes o rinocerontes o ballenas. -Buscó debajo del mostrador y sacó dos cajas de cartuchos.- Por favor, señora, estas balas son capaces de volar una pared de una casa. Lléveselas a un campo de tiro y practique un poco antes de usarlas, por favor, para que sepa de qué se trata.
Megan asintió sonriendo. Miró de nuevo a la estantería y vio otra arma que le resultaba familiar de haberla visto en la televisión.
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