John Katzenbach - Un Asunto Pendiente

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Megan y Duncan Richards son gente normal. Él es banquero; ella, agente inmobiliaria. Tienen dos hijas adolescentes y un hijo. Viven en una casa preciosa. Todo indica que sus días de activistas políticos, allá por 1968, han quedado muy atrás. Después de todo, cualquiera que fuera joven en 1968 tiene un pasado activista.
Pero Megan y Duncan son distintos. Ellos fueron un poco más lejos. Empujados por una hermosa mujer que se hacía llamar Tania y que dirigía un grupo radical llamado la Brigada de Phoenix, tomaron parte en un robo que, según Tania, sería sencillo y sin derramamiento de sangre, pero no fue así. Desde entonces han pasado 18 años.
Y ahora, cuando los Richards disfrutan de su tranquilidad familiar, Tania está a punto de salir de la cárcel. Lleva 18 años planeando cómo vengarse de las dos personas a las que culpa de lo que ocurrió aquel día. Su venganza será dulce, será perversa. Empezará por su hijo…

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Si me vieron, pensó, es el fin. Apretó los dientes e intentó calmarse. Después tomó la pistola mientras mantenía los ojos fijos en el espejo retrovisor, esperando en cualquier momento ver a Olivia apuntándole con una pistola. Pero en lugar de eso vio un Sedan gris doblar por el camino de entrada detrás de ella. No acertaba a ver a sus ocupantes.

Se giró tratando de distinguir algo, pero no podía, así que arrancó, metió la marcha atrás y enfiló por el camino de entrada, derrapando en la grava. Cuando estuvo frente a la casa pisó el freno. Enseguida se dio cuenta de que se había equivocado.

Lo primero que vio fue a dos mujeres con bolsas de la compra y a dos hombres sacando bultos del maletero. Los cuatro reían, completamente ajenos a su presencia. Estudiantes, pensó, probablemente dos parejas de alumnos de doctorado que comparten la casa.

Se dio cuenta de que le temblaban las manos e hizo un esfuerzo por serenarse mirando la casa y después el coche, que llevaba una gran oblea de la Universidad de Massachusetts en el parabrisas trasero.

Respiró, aliviada y frustrada al mismo tiempo. Vamos con la siguiente, se dijo, y procura controlarte y evitar que te vean.

Pero la casa siguiente estaba junto a la carretera y enseguida vio que la ocupaba otra familia. El jardín delantero estaba sembrado de juguetes, todos rotos en mayor o menor medida. En cierto sentido, pensó, es una suerte. Detuvo el coche en un camino rural y esperó unos minutos hasta que recuperó la compostura.

Continuó conduciendo, consciente de que se le acababan las horas de luz, le quedaban sólo dos. La pálida luz del sol que se colaba entre los árboles parecía despojada de su fuerza y la temperatura descendía, anticipando el frío de la noche. Adelante, se dijo, adelante.

Comprobó las direcciones y su localización en el mapa, sólo le quedaban dos. Condujo hasta la más cercana girando por un camino rural y luego por otro hasta llegar a un cruce, y entonces siguió las indicaciones de un borroso letrero. Pronto se encontró avanzando por un camino de grava, lleno de curvas y baches. Aquí no han gastado dinero de nuestros impuestos, pensó, y enseguida se dio cuenta de que era una observación propia de un agente inmobiliario. Entonces vio el lugar con otros ojos: nada de tráfico ni de testigos, aislamiento rural, sin vecinos. Nadie alrededor. Redujo la marcha y empezó a comprobar los números en los buzones. El pulso se le aceleró conforme se acercaba al número que estaba buscando. Vio el camino de grava que se internaba en el bosque antes de comprobar el número del buzón y entonces supo que la había encontrado. Esta vez condujo rápidamente hasta dejar atrás la entrada sin atreverse a mirar siquiera hacia el bosque, donde suponía que estaría la casa. Unos cincuenta metros más adelante vio un segundo camino de tierra que conducía de vuelta al bosque. Un antiguo cortafuegos, pensó, o quizás el sendero para los tractores. Contuvo el deseo de parar allí mismo diciéndose que era demasiado cerca, así que continuó conduciendo y, un kilómetro y medio más adelante, vio otro camino desierto en dirección opuesta. Estacionó allí, donde quedaba fuera de la vista desde la carretera.

Tragó saliva y caminó hacia la carretera. Se caló más la gorra y echó a correr. Cuando llegó a la carretera secundaria se agachó y se internó en el bosque. Veía salir su aliento y se detuvo un instante, dejándose envolver por la oscuridad. Avanzó entre los árboles pegada al camino de tierra confiando en que la condujera hasta la casa. No podía estar segura, pero era lo que le dictaba su sentido de la orientación y notaba cómo el corazón le latía con fuerza bajo la ropa. Las ramas bajas se engancharon en su anorak pero se liberó, moviéndose lo más silenciosamente posible, aunque tenía la sensación de estar haciendo mucho ruido. Cada rama que se partía le sonaba como un disparo, cada pisada en el barro, como un misil despegando. Siguió avanzando abriéndose paso entre los pinos, buscando la casa.

Al ver luz se detuvo, después se agachó y avanzó en cuclillas. De repente se asustó pensando que podría haber un perro, pero enseguida pensó: Ésta no es, seguro que terminaré pidiendo disculpas a algún granjero solitario. Pero siguió avanzando hasta que vio un viejo muro de piedra bordeando el límite del bosque y trepó por él. Apoyó la mejilla en una piedra cubierta de musgo dejando que el frío la serenara un poco. Después, muy despacio, levantó la cabeza.

Vio la vieja casa de madera blanca que parecía envuelta en la niebla de la tarde. No se percibía movimiento alguno y por un instante maldijo la creciente oscuridad, consciente de que era una aliada y al mismo tiempo una enemiga, al esconderla a ella pero también lo que estaba buscando.

Sacó los prismáticos y enfocó la casa, que era la típica casa de granja. Como muchas otras, tenía tres plantas a distintas alturas, cada una con vista a las otras dos. Pensó: cuarto de estar y comedor en la parte de abajo. Los dormitorios en el segundo piso y arriba un ático, seguro. Bajó los prismáticos y dibujó un mapa aproximado del lugar. Se encontraba en línea recta a uno de los costados de la casa y, por tanto, podía ver la fachada y la parte trasera. Detrás de ésta se extendía una pradera ondulante que llegaba hasta la línea del bosque. Se preguntó, y estaba casi segura, si por allí discurría el segundo camino que había encontrado. Podía ver que el camino delantero conducía hasta la entrada de la casa, donde había un porche y también una pequeña extensión de césped, de modo que cualquiera que se acercara a la casa no tuviera que atravesar cincuenta metros de camino de tierra. Tomó la cámara y sacó varias fotos. Eran oscuras y borrosas, pero servirían para enseñarle la casa a Duncan.

Guardó la cámara y la libreta y se quitó los anteojos de sol. Se estaba haciendo de noche y por un instante le preocupó perderse de vuelta al bosque. Después ahuyentó el miedo y se centró en observar la casa. ¿Estás ahí, Tommy? Trató de concentrarse, de ver a través de las paredes, de sentir la presencia de su hijo. ¡Hazme una señal, maldita sea!, pensó. Quería llamarlo por su nombre pero se contuvo mordiéndose el labio con fuerza hasta que notó que sangraba. Entonces detectó movimiento en una de las habitaciones y escudriñó en aquella dirección. Dentro de la casa alguien había encendido una luz y, durante una milésima de segundo, vio la silueta de una persona.

Inmediatamente supo que se trataba de Bill Lewis, reconoció su forma de caminar desgarbado y arrastrando los pies. Y después, tan pronto como había aparecido, la silueta se desvaneció.

Megan sentía deseos de gritar.

Tiró los anteojos, tomó la pistola y se dirigió al muro de piedra, ajena a todo salvo al convencimiento de que su hijo estaba en el interior de aquella casa.

Ya estoy aquí, gritaba interiormente, ¡ya estoy aquí!

Pero justo cuando levantaba la pierna para treparse se detuvo, desgarrada entre el deseo y lo que le dictaba el sentido común. Entonces retrocedió y volvió a ocultarse detrás del muro. Estaba hiperventilando, así que se detuvo un momento para intentar calmarse. Trató de sopesar racionalmente las posibilidades que tenía frente a los tres secuestradores y se dio cuenta de que, incluso contando con el elemento sorpresa, serían mínimas.

Cerró los ojos un instante tratando de reunir fuerzas para marcharse. Buscaba desesperadamente la manera de hacer llegar a su hijo el mensaje de que volvería a buscarlo, pero sabía que era imposible.

Abrió los ojos, miró sus bocetos y tomó el lápiz. Mantén la calma, se dijo. Aprovecha tu tiempo, pronto volverás aquí. Levantó la cabeza y dibujó cada detalle del lugar, un mapa lo más fiel posible del emplazamiento. Después enfocó de nuevo la casa con los prismáticos. No podía ver movimiento alguno, pero eso no quería decir nada. Sé que están ahí, pensó.

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