John Katzenbach - Un Asunto Pendiente

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Megan y Duncan Richards son gente normal. Él es banquero; ella, agente inmobiliaria. Tienen dos hijas adolescentes y un hijo. Viven en una casa preciosa. Todo indica que sus días de activistas políticos, allá por 1968, han quedado muy atrás. Después de todo, cualquiera que fuera joven en 1968 tiene un pasado activista.
Pero Megan y Duncan son distintos. Ellos fueron un poco más lejos. Empujados por una hermosa mujer que se hacía llamar Tania y que dirigía un grupo radical llamado la Brigada de Phoenix, tomaron parte en un robo que, según Tania, sería sencillo y sin derramamiento de sangre, pero no fue así. Desde entonces han pasado 18 años.
Y ahora, cuando los Richards disfrutan de su tranquilidad familiar, Tania está a punto de salir de la cárcel. Lleva 18 años planeando cómo vengarse de las dos personas a las que culpa de lo que ocurrió aquel día. Su venganza será dulce, será perversa. Empezará por su hijo…

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– ¿Qué vas a hacer ahora?

Megan tomó la pistola y la metió en su maletín.

– ¿No estarás pensando en hacer alguna tontería tú sola? Voy a despertar a papá -dijo Karen-. Estamos juntos en esto.

Megan negó con la cabeza.

– No, no. No se preocupen, lo único que voy a hacer es visitar una propiedad -dijo-. Eso es lo que los agentes hacen los domingos, inspeccionar fincas.

– ¡Mamá!

– Mamá, no puedes irte por ahí sola. A papá le dará algo. -Ya lo sé -atajó Megan-. Ya lo sé, pero esto tengo que hacerlo sola.

– ¿Por qué? ¿Qué piensas hacer?

– En realidad, tantear el terreno -contestó Megan despacio-. He localizado algunas casas que creo que pueden haber alquilado. Tal vez tenga suerte y encuentre a los Tommys.

– Sí, claro. Y también puede que te metas en un buen lío -musitó Karen.

Megan asintió lentamente.

– Sí, supongo que sí, pero al menos es mejor que estar aquí sin hacer nada.

– Sigo pensando que deberías esperar a papá -insistió Karen.

– No. Él ha hecho lo que tenía que hacer. Solo, y ahora yo voy a hacer lo mismo, también sola.

Miró despacio a las chicas preguntándose por qué era tan dogmática, pero sabía que tenía que salir antes de que Duncan se despertara. Él se mostraría práctico y razonable, pensó, y se preocuparía por ella, le impediría asumir ese riesgo, y eso sería peor que todos los peligros a los que podría enfrentarse. La impaciencia la consumía. No he hecho nada hasta ahora, se dijo, y ha llegado el momento.

– Mamá, ¿estás segura de lo que haces? -preguntó Lauren.

– Sí-contestó Megan-. O no. ¿Qué más da?

Se puso la chaqueta, un gorro y una bufanda.

– Cuando se despierte su padre díganle que lo llamaré en un par de horas y que no hay motivo para preocuparse.

Dejó a las gemelas, ninguna de las cuales le creyó, vigilando a su padre, que dormía aún, exhausto. Una vez que hubo cruzado la puerta inspiró una profunda bocanada de aire dejando que el frío húmedo le despejara la cabeza. Por un momento se permitió sentir una punzada de culpa al pensar en lo furioso que se pondría Duncan cuando despertara. Después ahuyentó ese pensamiento y siguió adelante, caminando decidida hasta su coche y buscando indicios de Olivia o sus compinches en la calle. Miró en ambas direcciones y no vio a nadie excepto a algunos vecinos. Se fijó en una familia mientras se acomodaba en su ranchera y salía lentamente de la rampa de entrada a su casa marcha atrás. Llevaban el coche lleno de palos de hockey y patines y vestían alegres suéteres rojos y azules. Vio a otro vecino barriendo hojas delante de su casa y, calle arriba, a una pareja ya mayor llenando su jardín de abono en previsión de la nieve que pronto llegaría. Por un instante la normalidad de todo aquello la abrumó. Cuando un coche pasó delante de ella, reconoció a otro de los agentes de su oficina, que vivía al final de la cuadra, y lo saludó con un gesto despreocupado que le revolvió el estómago. Cuando se aseguró de que no había nadie vigilándola entró en el coche, pero antes de arrancar comprobó que llevaba todo lo necesario: un mapa, direcciones, lápiz y papel, prismáticos, cámara de fotos y rollos. La pistola. Se había puesto botas altas de agua y uno de los gorros de esquiar de Duncan, que podría cubrirle prácticamente la cara en caso necesario. Giró la llave de contacto, tomó aire y se puso en camino.

Condujo deprisa a través de Greenfield comprobando continuamente el espejo retrovisor para asegurarse de que nadie la seguía y preguntándose todo el tiempo si el Sedan negro o el coche deportivo o el camión de reparto que la adelantó iban en realidad detrás de ella. Debo asegurarme, pensó, y detuvo el coche en dos ocasiones permaneciendo unos minutos en la banquina antes de incorporarse de nuevo al tráfico. Sin embargo no estaba convencida de que aquella fuera una táctica fiable en caso de que alguien la estuviera realmente siguiendo, así que optó por otra mejor y condujo hasta la entrada de la universidad, a las afueras de la ciudad. Frente al edificio de admisión había una rotonda. Entró y condujo rápidamente hasta salir en dirección contraria, a continuación frenó y miró el espejo para comprobar si algún otro vehículo hacía el mismo giro. Cuando no vio ninguno siguió, sin estar segura aún de cómo iba a acometer su tarea, pero convencida de que al menos lo intentaría.

***

En la granja, los secuestradores estaban discutiendo.

La noche anterior la euforia causada por el reparto del dinero había dado paso a una discusión sobre lo que harían a continuación. Olivia, arrellanada en una amplia butaca, había escuchado atentamente a Ramón y a Bill mientras éstos le explicaban sus planes. Era curioso cómo un poco de dinero cambiaba a la gente, qué rápido les hacía olvidarse de lo que realmente importaba. Al escucharlos sentía ganas de reír. Veinticuatro horas antes habían estado temblorosos e indecisos, abrumados por la tensión. Ahora, en cambio, con el éxito al alcance de su mano, eran todo optimismo y fanfarronería. Sentía un gran desprecio por los dos, pero se cuidó de demostrarlo; había llegado el momento de poner en práctica la segunda parte del plan.

– No lo entiendo -decía Ramón-. ¿Por qué no nos largamos de aquí ahora mismo? ¿Qué nos retiene? Hemos cumplido con nuestra misión y cada minuto de más que permanezcamos aquí será un error.

– ¿Ah, sí? -le preguntó Olivia fríamente-. ¿De verdad crees que hemos cumplido nuestra misión?

– Yo sí-contestó Ramón, pero después se quedó callado.

– Ramón tiene razón, Olivia. ¿Por qué quedarnos? ¿Por qué no tomamos el coche y nos largamos?

– ¿Crees que ya han pagado bastante? -Ahora tenía que ser cuidadosa, hacerles creer una cosa mientras ella hacía otra distinta.

– Hay casi cincuenta de los grandes para cada uno; más de lo que hemos tenido nunca y suficiente para empezar de nuevo en algún otro sitio.

– ¿Crees que no tienen más?

– ¿Dónde? Robó el banco. ¿Qué le queda?

– ¿Y qué hay del dinero que consiguió reunir? Acciones, bonos, fondos de pensiones, propiedades y toda esa mierda que tiene y que ahora está vendiendo como loco. ¿Es que no lo ven? Probablemente piensa usarlo para devolver al banco lo que ha robado, estoy segura de que cree que podrá hacerlo. Pues, ese dinero debería ser nuestro.

Los dos hombres se quedaron pensando mientras Olivia los observaba atentamente.

– ¿Y cómo lo conseguimos?

Olivia sonrió. ¡Los tengo!, se dijo.

– Podemos volver por él.

– ¿Y cómo?

– Simplemente haciéndolo. Nos vamos y dejamos que pase un tiempo. Cuando se nos acabe el dinero volvemos por más. Es así de fácil.

– ¿Cómo podemos estar seguros de que cooperará?

– Porque no tiene elección, nunca la tendrá. Cooperar con nosotros siempre le resultará la alternativa más segura.

Lewis asintió.

– No lo sé -dijo Ramón-. ¿Hasta qué punto podemos presionarlos?

– Hasta donde yo quiera -replicó Olivia.

– Estás loca -escupió-. ¿Y qué pasa si se harta y llama a la policía?

– No lo hará.

– Ya, claro. ¿Y si lo hace?

– No lo hará, lo conozco. No lo hará.

– No me gusta, no quiero volver aquí nunca. Quiero tomar mi dinero, borrar nuestro rastro y largarme. Deberíamos haberlo matado allí mismo, como yo dije. Entonces ahora quizás estarías satisfecha.

Olivia asintió.

– Ya lo pensé, pero no era el momento.

– ¿Y qué hay de nuestros invitados? -preguntó Bill señalando al piso de arriba-. Se están poniendo bastante nerviosos y me pregunto cuánto más podrán aguantar, especialmente el niño. No me parece justo.

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