John Katzenbach - Un Asunto Pendiente

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Megan y Duncan Richards son gente normal. Él es banquero; ella, agente inmobiliaria. Tienen dos hijas adolescentes y un hijo. Viven en una casa preciosa. Todo indica que sus días de activistas políticos, allá por 1968, han quedado muy atrás. Después de todo, cualquiera que fuera joven en 1968 tiene un pasado activista.
Pero Megan y Duncan son distintos. Ellos fueron un poco más lejos. Empujados por una hermosa mujer que se hacía llamar Tania y que dirigía un grupo radical llamado la Brigada de Phoenix, tomaron parte en un robo que, según Tania, sería sencillo y sin derramamiento de sangre, pero no fue así. Desde entonces han pasado 18 años.
Y ahora, cuando los Richards disfrutan de su tranquilidad familiar, Tania está a punto de salir de la cárcel. Lleva 18 años planeando cómo vengarse de las dos personas a las que culpa de lo que ocurrió aquel día. Su venganza será dulce, será perversa. Empezará por su hijo…

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Poco después se detuvo en seco. Miró la estaca y vio que no tenía ninguna señal, ningún mensaje escrito, nada que indicara que no era más que una estaca plantada en mitad de un prado. Se sintió confuso y consternado. Después respiró hondo. Los pies empapados le producían escalofríos y mientras temblaba sentía que el escaso calor de los rayos del sol desaparecía por completo en el cielo nublado.

Se decía a sí mismo: Me dijo que esperara aquí sus instrucciones. De acuerdo, Olivia, instrúyeme.

Lo rodeaba un gran silencio. Se inclinó hacia la estaca respirando despacio. ¿Qué me pasa?, se preguntó, pero era incapaz de controlar la oleada de malestar que lo invadía. Soy fuerte y estoy preparado, se decía, pero las palabras no lo consolaban. Las tinieblas que poco a poco lo envolvían lo hacían sentirse aun más aterrado y sus esperanzas se esfumaban. Apretó el maletín contra su pecho en un gesto infantil y se meció atrás y adelante tratando de entrar en calor y de imaginar qué podría haber pasado, qué pasaba y qué se suponía que tenía que hacer él. La cabeza se le llenó de imágenes de su hijo y el dolor se le hizo insoportable. Entonces rompió en sollozos, pero permaneció junto a la estaca al darse cuenta de que no tenía un plan alternativo, de que no sabía qué otra cosa podía hacer.

***

A poco más de cien metros de allí, oculta entre los árboles, Olivia observaba por sus prismáticos, llena de satisfacción y se estremecía, pero no de frío.

Bien, bien, Duncan. ¿Cuánto tiempo piensas esperar ahí parado, en mitad de ninguna parte? ¿Sólo unos minutos? ¿Cuánta paciencia te queda todavía? ¿Podrás aguantar el frío y el dolor tú solito? ¿Cuánto tiempo, Duncan? ¿Dieciocho años?, susurraba. Dieciocho años.

Siguió mirando y esperando.

Pasada una hora, Duncan se dio cuenta de que Olivia no iba a venir, pero se sentía incapaz de moverse. Esperó otra hora más hasta que tuvo los pies completamente entumecidos y sintió miedo de no ser capaz de encontrar el camino de vuelta al coche en aquella oscuridad espesa como la tinta.

Por fin se levantó y por un momento la cabeza le dio vueltas, como si estuviera borracho. Las lágrimas de sus mejillas se habían secado y sentía un inmenso vacío interior. La desesperación le impedía pensar y avanzó como un autómata por el prado hasta donde, confiaba, había dejado el coche. Era como si el tiempo que había dedicado a correr de un lado a otro de la ciudad fuera algo muy lejano, sucedido hacía años y no sólo unas pocas horas antes.

Resbaló y cayó de frente, y permaneció unos segundos con la cabeza hundida en el barro. Después se levantó e intentó limpiarse un poco, sentía sabor a sangre en el labio. Avanzó como pudo hasta el murete de piedra, que al principio le pareció una ola que se dirigía hacia él. Con el maletín fuertemente sujeto trepó sobre el muro y vio su coche a unos metros, en la carretera.

Mientras caminaba hacia él pensó en qué diría cuando llegara a casa. Abrió la puerta y se sentó al volante mientras continuaba pensando. Esto es típico de ella, ponerme a prueba, a ver cómo reacciono. Estaba tan furioso que no sentía ira, sólo un inmenso vacío.

Arrancó el coche y metió la marcha. No tenía ni idea de qué les diría a Megan y a las gemelas. Las ruedas del coche derraparon ligeramente mientras giraba y pensó: Lo que me faltaba, quedarme aquí tirado. Condujo despacio de vuelta a la carretera.

Se preguntaba si llamaría esa noche, o mañana, y trató de imaginar qué nuevo plan propondría, pero era incapaz de imaginar nada. Esta vez insistiré, pensó, exigiré el intercambio: los Tommys por el dinero. Tal vez ésa haya sido su intención desde el principio, pero lo dudo.

Redujo la velocidad conforme se aproximaba a la bifurcación y pensó en la decepción de Megan y en algo que pudiera decirle para disimular la desesperación que él mismo sentía. Se preguntó también qué pensarían Karen y Lauren; lo están pasando también fatal, se dijo, tengo que hacer algo para que se sientan mejor. Respiró despacio y comenzó a echarse a la izquierda, concentrándose en recordar el camino de vuelta a casa.

Entonces gritó.

Unos faros lo deslumbraron y tuvo que dar un volantazo para evitar chocar con un coche que había salido de la oscuridad como un espectro y se dirigía hacia él. Escuchó el sonido del motor y de las ruedas patinando en la grava mientras trataba de frenar. Por fin se detuvo con un fuerte chirrido.

Levantó la mano para protegerse de la luz y entonces notó que alguien le abría la puerta del coche. Se volvió y vio a Olivia, quien le puso un revólver en la cara y retiró el seguro con un chasquido que lo llenó de pánico.

– El dinero, Duncan, dámelo.

Él casi no podía hablar, al final graznó:

– Mi hijo…

– Dame el dinero, Duncan, o te mato aquí mismo.

– Quiero a mi hijo -repitió con voz temblorosa.

– ¡Mátalo! -dijo una voz salida de la oscuridad-. ¡Mata a ese cerdo ahora mismo!

Duncan agarró el maletín. La voz de Olivia sonaba perfectamente tranquila.

– Piensa, Duncan, sobreponte. Podrías morir aquí y entonces esto no tendría fin y ellos nunca volverían a casa. Puedes negarte y luchar, pero todo sería en vano. Dame el dinero y vive. Es tu única oportunidad, y la de tu hijo.

Entonces se oyó otra voz:

– ¡Vamos, Olivia, date prisa!

Duncan conocía esa voz. Era la de Bill Lewis y miró hacia la oscuridad tratando de verlo.

– ¡Mata a ese hijo de puta! -gritó la primera voz.

– Duncan, usa la cabeza -continuó Olivia con voz serena. No hizo ademán de tomar el maletín, pero lo señaló con la pistola-. Dámelo. ¿No ves que puedo quitártelo si quiero?

Duncan le entregó el maletín y Oliva lo dejó en el suelo detrás de ella y continuó empuñando el arma.

– Bien -dijo-. Buen chico, Duncan.

Después le quitó las llaves del contacto.

– Las dejaré cincuenta metros más adelante, en la carretera -dijo-. La señal será la luz de freno de mi coche. Estarán en el centro de la carretera, las encontrarás si buscas con cuidado.

– Tommy… -gimió Duncan.

– Contaré el dinero y me pondré en contacto. Estate tranquilo, Duncan, casi lo has conseguido. Nadie ha muerto todavía y nadie tiene por qué morir, piénsalo. Piénsalo muy bien, nadie tiene por qué morir… -Subrayó la palabra «tiene».- Pero podría -susurró.

Luego dio un paso atrás y agarró el maletín del suelo. Duncan casi se cayó del coche al tratar de sujetarla, pero Olivia se giró y le apuntó con la pistola en el pecho.

– Sígueme el juego, Duncan -dijo.

Éste se detuvo con las manos extendidas en un gesto de súplica pero también de desesperación. Olivia le dio la espalda bruscamente con una carcajada cruel y él la miró mientras se metía en el coche. Los faros que antes lo habían deslumbrado ahora se habían apagado, pero el motor rugió y Duncan retrocedió sobresaltado mientras el coche pasaba junto a él. Lo siguió con la mirada y lo vio detenerse a unos cincuenta metros.

Como le había dicho, se encendieron las luces de freno, que además le impedían identificar la matrícula o el modelo de coche. Después éste aceleró y se perdió en la oscuridad. Duncan echó a correr detrás de él, jadeando y atragantándose, pero pronto desapareció detrás de una curva. Duncan permaneció quieto un instante mirando la noche negra e infinita.

Y después, puesto que no tenía absolutamente otra cosa que hacer, se arrodilló y empezó a buscar las llaves.

PARTE 10. Domingo

Era ya pasada la medianoche cuando Duncan seguía revolviendo el sótano, musitando para sí mientras buscaba entre los montones polvorientos de cajas, declaraciones de la renta, revistas y muebles viejos que cubrían la habitación en penumbra. Megan estaba sentada en las escaleras bajo una bombilla desnuda mirando a su marido sin saber muy bien qué era lo que buscaba. Se sentía exhausta y destrozada; las horas desde que Duncan regresó cubierto de barro, casi congelado y solo, habían transcurrido entre llantos, gritos y reproches seguidos de un pesado silencio que Duncan había interrumpido bruscamente al levantarse y decir:

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