John Katzenbach - Un Asunto Pendiente

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Megan y Duncan Richards son gente normal. Él es banquero; ella, agente inmobiliaria. Tienen dos hijas adolescentes y un hijo. Viven en una casa preciosa. Todo indica que sus días de activistas políticos, allá por 1968, han quedado muy atrás. Después de todo, cualquiera que fuera joven en 1968 tiene un pasado activista.
Pero Megan y Duncan son distintos. Ellos fueron un poco más lejos. Empujados por una hermosa mujer que se hacía llamar Tania y que dirigía un grupo radical llamado la Brigada de Phoenix, tomaron parte en un robo que, según Tania, sería sencillo y sin derramamiento de sangre, pero no fue así. Desde entonces han pasado 18 años.
Y ahora, cuando los Richards disfrutan de su tranquilidad familiar, Tania está a punto de salir de la cárcel. Lleva 18 años planeando cómo vengarse de las dos personas a las que culpa de lo que ocurrió aquel día. Su venganza será dulce, será perversa. Empezará por su hijo…

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– ¿Qué?

– Tengo cinco minutos para llegar a una cabina de la ciudad.

Karen y Lauren habían entrado en la cocina justo cuando sonaba el teléfono.

– Iremos contigo -dijo Karen.

Sin darse cuenta estaban bloqueando la entrada de la cocina y Duncan las apartó para salir.

– No, no -insistía. Tomó el abrigo del perchero del vestíbulo de la entrada.

– Alguien debería ir contigo -empezó a decir Megan, pero él la interrumpió luchando por meter los brazos por las mangas del abrigo.

– No, no. Iré yo solo.

– Entonces te seguiremos -dijo Karen-. En el coche.

– ¡No! -gritó Duncan-. ¡Yo solo! Me ha dicho que vaya solo.

– Pero ¿y qué hacemos nosotras? -gimió Megan.

– ¡No lo sé! Esperen aquí. Por Dios, déjenme paso -dijo mientras salía a toda prisa.

Las tres se quedaron mirándolo mientras se metía en el coche y salía disparado hacia la carretera.

– ¿Dios! -dijo Megan mientras veía derrapar las ruedas-. ¡Dios! ¿Qué hemos hecho?

– ¿Qué pasa, mamá? -preguntó Karen.

– No lo sé, no lo sé.

Se volvió hacia las gemelas y esbozó una sonrisa de ánimo que sabía no les haría ningún efecto. Entraron en la casa y se prepararon para esperar. Megan sentía ganas de decir muchas cosas, pero calló al darse cuenta de que no serían más que tonterías. Por un horrible instante se preguntó si volvería a ver a alguno de los tres, después se obligó a dejar de lado ese pensamiento, que la enfermaba. Aceptó agradecida la taza de té que le tendía Lauren tratando de que el calor que desprendía combatiera el frío interior que empezaba a atenazarla.

***

Duncan no miró su reloj, pero sabía que probablemente llegaba tarde. Estacionó junto a la parada de autobús rogando que ningún policía lo viera mientras corría por la acera. Cuando se acercaba a la cabina oyó el timbre del teléfono y se lanzó hacia él descolgando el auricular.

– ¡Sí!

– ¡Eh, Duncan! Bien hecho -dijo Olivia-. No pensé que lo lograrías.

Ella y los dos hombres habían entrado en el centro comercial, donde había numerosos teléfonos públicos, que previamente habían localizado.

– Y ahora, ¿qué? -preguntó Duncan-. ¡Maldita sea!

– Estás impaciente, ¿eh?

– Quiero a mi hijo.

– De acuerdo. Al otro lado de la ciudad, frente al Stop and Shop, donde Megan hace la compra. Tienes ocho minutos. Pero, Duncan…

– ¿Sí?

– Primero mira debajo del teléfono y toma lo que hay ahí.

Colgó y miró su reloj.

Duncan palpó debajo del teléfono y encontró algo pegado. Lo arrancó, era una brújula. Se la metió en el bolsillo y corrió al coche. Sin pensar en nada más que en su hijo, arrancó a toda velocidad. Pasó un semáforo en amarillo y se adelantó a un coche por la derecha provocando que su conductor tocara el claxon, indignado. Mientras entraba en el estacionamiento de la tienda de comestibles sentía la frente bañada en sudor. Vio la cabina de teléfono y pisó el freno. Salió del coche y corrió hacia ella. Las luces de la tienda hacían que el exterior pareciera gris y solitario.

El teléfono estaba en silencio.

Miró su reloj. Siete minutos, pensó. Estoy seguro de no haber tardado más que siete minutos. Miró el segundero hasta que llegó al ocho y levantó la mano para descolgar el teléfono.

Pero éste no sonó.

Colgó con mano temblorosa.

Suena, maldita sea, pensó.

Pero nada.

El pánico lo invadió y sentía su corazón latir apresurado. Miró a su alrededor desesperado, tratando de averiguar si se había confundido de teléfono. No veía ningún otro. Miró su reloj fijamente.

Nueve minutos.

Dios mío. ¿Qué pasa?

Era consciente del frío y de la creciente oscuridad. Tenía la sensación de que estaba atrapado en la última luz del día mientras Olivia lo acechaba desde las sombras. Miró alrededor, desesperado. La ciudad se le antojaba borrosa y deforme, como si la viera por primera vez.

Diez minutos.

Tommy, pensó angustiado.

Entonces sonó el teléfono. Lo descolgó y se lo llevó a la oreja.

– Eh, decidí darte algo de tiempo extra, pensando en el tráfico y todo eso – dijo Olivia en tono amable.

Duncan apretó los dientes.

– ¿Crees que te estamos vigilando, Duncan? ¿No te das cuenta de que desde algún lugar estamos controlándote? Ese es el propósito de este juego del perro y el gato. Tenemos que asegurarnos de que sabes cumplir órdenes. Hace dieciocho años no podías.

– ¿Ahora dónde?

– El almacén de repuestos agrícolas Harris, en la carretera nueve. Está a ocho kilómetros y sé que lo conoces, es donde compras las semillas y probablemente también el árbol de Navidad. Te gusta la jardinería ¿no? Así que ya sabes. ¡Ah! Tienes como seis minutos. El teléfono está justo al frente, pero eso ya lo sabes.

Corrió al coche.

Cuando vio el cartel anunciador de la tienda, aceleró y entró en el estacionamiento. Seis minutos, pensó, ya han pasado. Pisó los frenos y saltó del asiento del conductor, entonces se paró en seco y sintió que el corazón se le salía por la boca. Había una mujer usando el teléfono.

Corrió hacia ella, y ésta lo miró.

– Enseguida termino -dijo.

– Es una emergencia -replicó Duncan.

La mujer era de mediana edad y llevaba una campera.

– Escucha, mamá, tengo que colgar. Pasaré a recoger a los niños en cuanto termine aquí y haga la compra.

– Por favor -dijo Duncan mirando su reloj.

La mujer lo miró furiosa.

– Alguien necesita usar el teléfono. Llegaré lo antes que pueda.

Duncan alargó la mano hacia el auricular.

– ¡Cuelgue! -gritó.

– Sí, me acuerdo del brócoli -continuó hablando la mujer.

Duncan le quitó el teléfono y lo colgó de un golpe. La mujer retrocedió.

– ¡Debería llamar a la policía! -dijo-. ¡Es usted un maleducado!

Duncan le dio la espalda y la escuchó alejarse por el camino de grava. Miró el teléfono. Cuando éste sonó, lo descolgó, aliviado.

– ¿Olivia? No ha sido mi culpa, había alguien hablando. Lo siento.

Olivia rio.

– Por poco, matemático. No suponía que alguien pudiera usar ese teléfono. ¿A quién se le ocurre llamar desde ahí con el frío que hace? En fin, sigamos. ¿Cuánto se tarda en llegar a Lewerett?

– Veinte minutos.

– De acuerdo. De camino al centro de la ciudad hay un Seven Eleven, justo al lado de la estación de servicio, el teléfono está enfrente. Tienes veinte minutos.

Duncan condujo deprisa y en pocos segundos había salido de Greenfield y circulaba entre luces intermitentes y sombras de árboles desnudos contra el cielo. Encendió los faros, que pusieron un poco de luz en la creciente oscuridad pero se sentía solo y a la deriva, como en mar abierto. La carretera a Lewerett era secundaria y estaba llena de curvas, Duncan la había recorrido muchas veces, pero en esta ocasión le resultaba inquietantemente extraña. En un par de ocasiones estuvo a punto de salirse de la carretera; aunque giraba el volante éste parecía escapársele de las manos. Bajó la ventanilla y el coche se llenó de un aire gélido, pero aún sentía calor y tenía el cuello empapado en sudor. Sus manos en el volante le parecieron blancas y fantasmales.

Cuando por fin vio la estación de servicio y la tienda le quedaba un minuto de tiempo. Atajó por la zona de surtidores y estacionó frente a la cabina, después salió y corrió hacia el teléfono, esperando a ver qué sería lo siguiente, mientras tocaba la brújula que llevaba en el bolsillo e imaginaba que Olivia lo estaba observando.

El teléfono no sonó.

Estoy aquí, pensó, ya llegué.

El viaje le había aplacado un poco los nervios. Miró su reloj. De acuerdo, maldita sea. Estoy aquí.

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