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John Katzenbach: Un Asunto Pendiente

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Megan y Duncan Richards son gente normal. Él es banquero; ella, agente inmobiliaria. Tienen dos hijas adolescentes y un hijo. Viven en una casa preciosa. Todo indica que sus días de activistas políticos, allá por 1968, han quedado muy atrás. Después de todo, cualquiera que fuera joven en 1968 tiene un pasado activista. Pero Megan y Duncan son distintos. Ellos fueron un poco más lejos. Empujados por una hermosa mujer que se hacía llamar Tania y que dirigía un grupo radical llamado la Brigada de Phoenix, tomaron parte en un robo que, según Tania, sería sencillo y sin derramamiento de sangre, pero no fue así. Desde entonces han pasado 18 años. Y ahora, cuando los Richards disfrutan de su tranquilidad familiar, Tania está a punto de salir de la cárcel. Lleva 18 años planeando cómo vengarse de las dos personas a las que culpa de lo que ocurrió aquel día. Su venganza será dulce, será perversa. Empezará por su hijo…

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Olivia estaba totalmente confundida y se gritaba órdenes a sí misma: ¡Piensa! ¡Haz algo! Entonces tomó una ametralladora que estaba apoyada en la mesita de luz y de pronto sintió una gran calma, maravillosa, casi infantil, como si estuviera de nuevo en el sueño. Tenía la sensación de que su cuerpo desnudo se ruborizaba y brillaba con un repentino calor.

– ¿Qué está pasando? -chilló Bill.

– Vamos -contestó Olivia con voz serena-. Esto está a punto de acabar.

Cruzó el cuarto de baño hasta la ventana y miró afuera, mientras Bill tropezaba detrás de ella luchando por ponerse los pantalones vaqueros entre maldiciones y pensó en lo estúpido, lo absurdo que resultaba todo aquello y rio en voz alta.

***

El ruido del disparo también arrancó al juez de un sueño. Estaba en una playa rodeado de sus nietos y jugando en la arena. El sol lo calentaba y parpadeaba por la luz mientras veía a Megan y a Duncan saltando las olas de un mar azul verdoso. Después se había girado y hablado a su mujer, que estaba sentada a su lado. «Pero… estás muerta», le había dicho, «y yo estoy solo». Ella le había sonreído negando con la cabeza y le había contestado: «Nadie muere realmente y nadie está verdaderamente solo». Sin embargo, al darse la vuelta de nuevo su familia había desaparecido y la playa era ahora de tierra roja de Tarawa y él era de nuevo un muchacho asustado. Escuchó un solo disparo sobre su cabeza y enterró la cara en la arena mientras la bala silbaba en el aire. Entonces se irguió y dijo, aún en sueños: «Eso ha sido real».

Se despertó y se giró inmediatamente hacia Tommy, que estaba sentado muy tieso en el catre.

– ¡Abuelo!

– ¡Tommy, ha llegado el momento! ¡Dios mío, vienen a buscarnos!

– ¡Abuelo! -repitió Tommy saltando a los brazos del juez.

Éste lo abrazó fuerte y luego lo soltó.

– ¡Rápido, Tommy! ¡Tenemos que ayudar!

Tommy tragó saliva y asintió. El juez saltó de la cama y tomó el muelle metálico.

– ¡Ahora! -dijo-. ¡Ayúdame!

Entonces escucharon un segundo disparo.

– ¡Vamos, Tommy! ¡Hay que hacer lo que dijimos!

Se sentía lleno de energía y determinación, recordando cientos de momentos terroríficos en combate en los que, a pesar de la muerte y el horror que lo rodeaban, había actuado. Era como si sus músculos y sus huesos hubieran perdido años por arte de magia y se sentía lleno de la arrogancia de su juventud. Levantó uno de los catres y lo arrastró por la habitación hasta dejarlo caer con gran estrépito por las escaleras que conducían a la entrada del ático. Después corrió hacia el catre de Tommy.

– ¡Ahora el tuyo!

Hizo lo mismo, bloqueando así la puerta. Para entonces Tommy ya estaba vestido y golpeaba la parte de la pared que habían debilitado con el muelle de la cama. El juez corrió a su lado, tomó el muelle y aporreó con todas sus fuerzas uno de los tablones una y otra vez. Hubo un crujido y el primer tablón cedió como un hueso roto. El juez soltó un aullido cuando una astilla se le clavó en el pulgar, pero ignoró el dolor y siguió golpeando la capa de escayola, que pronto explotó en una nube de polvo. Siguió golpeando una, dos, tres veces. Entonces se detuvo para tomar aliento y escuchó a Tommy gritar:

– ¡Abuelo, lo hemos conseguido! ¡Puedo ver el cielo!

El juez apretó los dientes; todas sus dudas, el peso de la edad y la inseguridad se habían desvanecido. Siguió atacando la pared, golpeando y arrancando la escayola y la madera podrida con un grito de victoria.

***

El primer disparo de Duncan había acertado de pleno en el pecho de Ramón, como un tremendo puñetazo, haciéndolo caer de espaldas y chocar contra la puerta de la casa, donde pareció quedarse clavado. Se retorció como una marioneta espasmódica y a continuación se deslizó hasta quedarse sentado, casi relajado. Miró hacia el jardín aun sin ver nada y preguntándose qué había ocurrido. También se preguntaba por qué había dejado de sentir frío. Ése fue su último pensamiento antes de que una segunda bala le explotara en la cara.

***

Megan se levantó tras el segundo disparo y miró aterrada el cuerpo destrozado de Ramón cubierto de sangre y de sesos. Dio un paso atrás y sintió deseos de gritar. Duncan estaba de espaldas al muro de piedra. Durante un momento el silencio llenó de nuevo la gélida mañana.

Duncan sentía la garganta seca mientras miraba a su mujer, inmóvil. Después soltó un graznido:

– ¡Vamos, Megan, vamos! ¡Ahora!

Tropezó con una piedra del muro y se le cayó el rifle. Lo recogió y echó a correr gritando:

– ¡Vamos, Megan! ¡Ahora!

Ésta se volvió hacia él y lo miró mientras gesticulaba frenéticamente señalando la puerta de la casa. Sus miradas se cruzaron y él la vio asentir. Megan se volvió hacia el cadáver de Ramón y soltó un grito mezcla de rabia, miedo y determinación. Con el arma en la mano, subió las escaleras del porche y, tras pasar sobre el cuerpo de Ramón, entró en la casa.

***

– ¡Son ellos! -gritó Olivia, con un bramido que más parecía una carcajada.

– ¿Quiénes? -chilló Bill agarrando su pistola.

– ¿Quién crees? -replicó Olivia mientras quitaba el seguro a su arma, preparándola para disparar. Rompió el vidrio de la ventana con la culata y vio a Duncan corriendo en dirección a la casa.

– ¡Cubre la escalera! -gritó a Bill, quien no reaccionó.

– ¡Ahora, imbécil! ¡Antes de que se acerquen más!

***

Karen y Lauren escucharon los disparos atónitas.

En el silencio que siguió, a ambas las invadió una oleada de pánico, como cuando un coche patina sobre el asfalto mojado, fuera de control.

– ¡Oh, Dios mío! -susurró Lauren-. ¿Qué está pasando?

– No lo sé -contestó Karen-. No lo sé.

– ¡Estarán bien?

– No lo sé.

– ¿Qué hacemos?

– No lo sé.

– ¡Pero tenemos que hacer algo!

– ¿Qué?

– ¡No lo sé!

Víctimas del miedo y las ganas de salir corriendo, las dos siguieron paralizadas, incapaces de reaccionar.

***

Megan tropezó de nuevo al entrar en el vestíbulo y se dio de bruces con el suelo. El golpe la aturdió momentáneamente, pero no tardó en reaccionar y ponerse de rodillas empuñando la pistola, dispuesta a disparar al mínimo ruido o movimiento, fuera real o imaginado. Escuchaba su propia respiración, fuerte y áspera. Se levantó y se dirigió hacia las escaleras, que estaban justo enfrente.

Oyó pisadas procedentes del piso de arriba y se pegó contra la pared, la mirada fija en las escaleras. Levantó el arma y entonces vio la cara de Bill asomándose por la barandilla. Por una milésima de segundo ambos permanecieron inmóviles, y entonces Megan vio la pistola en la mano de Bill. Ambos gritaron algo incomprensible, Megan disparó una vez y se escondió detrás de una puerta mientras Bill también abría fuego. Ese instante de vacilación lo había situado en desventaja y sus balas estallaron contra la pared de escayola y madera, haciendo saltar nubes de polvo y esquirlas.

Una de éstas se clavó en el brazo de Megan, que dejó escapar un grito y retrocedió al ver la sangre que le corría por la manga. Una astilla de madera le sobresalía por la chaqueta. Gritó de dolor y se la arrancó mientras la sangre se deslizaba por los dedos de la mano. Entonces avanzó levantando la pistola y disparó varias veces al azar. El mundo a su alrededor pareció volar en mil pedazos.

Bill perdió el equilibrio mientras las balas chocaban en el techo sobre su cabeza y se protegió la cara con las manos. Disparó de nuevo, desesperado, sembrando de muerte el aire a su alrededor.

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