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John Katzenbach: Un Asunto Pendiente

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Megan y Duncan Richards son gente normal. Él es banquero; ella, agente inmobiliaria. Tienen dos hijas adolescentes y un hijo. Viven en una casa preciosa. Todo indica que sus días de activistas políticos, allá por 1968, han quedado muy atrás. Después de todo, cualquiera que fuera joven en 1968 tiene un pasado activista. Pero Megan y Duncan son distintos. Ellos fueron un poco más lejos. Empujados por una hermosa mujer que se hacía llamar Tania y que dirigía un grupo radical llamado la Brigada de Phoenix, tomaron parte en un robo que, según Tania, sería sencillo y sin derramamiento de sangre, pero no fue así. Desde entonces han pasado 18 años. Y ahora, cuando los Richards disfrutan de su tranquilidad familiar, Tania está a punto de salir de la cárcel. Lleva 18 años planeando cómo vengarse de las dos personas a las que culpa de lo que ocurrió aquel día. Su venganza será dulce, será perversa. Empezará por su hijo…

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En el dormitorio, Olivia esperaba casi pacientemente a que Duncan llegara hasta la casa. Corría directamente hacia la puerta delantera, sin desviarse ni detenerse un instante. Le pareció que se movía en cámara lenta y por un momento incluso la sorprendió verlo allí. No pensé que tuvieras tantas agallas, matemático, pensó. Nunca supuse que lo intentarías. Y ahora eso te va a matar. Sentía una gran furia crecer dentro de ella enviando corrientes eléctricas a sus brazos, sus piernas y su corazón. El arma le quemaba en la mano, estaba deseando disparar. Y así lo hizo, al tiempo que gritaba insultos que se mezclaron con el estruendo de la ametralladora.

– ¡Muere! -rugió, pero la palabra salió de su garganta como un chillido agudo y gutural. El arma que tenía en la mano parecía poseída de idéntica furia, moviéndose y tirando de ella mientras intentaba apuntar en el blanco. Siguió disparando a Duncan, que corría con una mano levantada sobre la cabeza, como si pudiera protegerlo de los disparos. A través de la nube de pólvora podía ver como las balas se estrellaban en el suelo y levantaban una polvareda alrededor de Duncan. El olor acre a nitroglicerina le subía por la nariz.

– ¡Muere, cobarde! -gritó de nuevo.

Después se echó a reír cuando Duncan cayó al suelo como empujado por una gigantesca mano invisible y fue a parar directamente a su línea de fuego.

– ¡Ya te tengo, cerdo!

Apuntó cuidadosamente y apretó el gatillo. Cuando se dio cuenta de que la recámara estaba vacía soltó una maldición y se giró buscando un nuevo cargador.

Notó un dolor penetrante y masticó la tierra del lugar donde había resbalado y caído al suelo. Al principio no sabía si estaba muerto, bajó la vista y vio regueros de sangre corriéndole por las piernas. Ahora sí que me matará, pensó.

Pero entonces se dio cuenta de que había conseguido ponerse de pie. La puerta delantera parecía estar a kilómetros de distancia, inalcanzable. Se preguntó cuándo llegaría la siguiente ráfaga de balazos. ¿Qué estás esperando?, gritó interiormente. Entonces vio que el coche de los secuestradores estaba a sólo unos metros de donde se encontraba él, a la izquierda. Tomó su rifle y, asiéndolo por el cañón, se arrastró detrás del vehículo. Antes de que pudiera evaluar su situación, la segunda tanda de disparos rebotó en el metal de la carrocería, las balas chirriando y gimiendo como huérfanos desvalidos. El parabrisas estalló en mil pedazos y una lluvia de vidrio cayó sobre Duncan. Éste se agazapó aún más y examinó sus piernas. ¿Rotas?, se preguntó, ¿perdidas para siempre? Pensó en Tommy y en las gemelas, en Megan y en el juez. ¡Qué se le va a hacer!, decidió, tengo que seguir. Se puso de pie combatiendo las oleadas de dolor que le subían hasta los muslos, se tragó las lágrimas e hizo un esfuerzo sobrehumano para tranquilizarse. La cabeza le daba vueltas por la intensidad del dolor. Apretó los dientes y al pensar en su familia se sintió más fuerte. Agachó la cabeza y tomó aire.

Todavía no me has matado, pensó. Si hubiera tenido fuerzas se habría reído. Su mente bullía de ideas, órdenes, instrucciones. Sabía que no conseguiría llegar a la puerta delantera, pero en uno de los laterales estaría a cubierto, así que decidió ir en esa dirección.

Tomó aire de nuevo y se preguntó adónde se habría ido el dolor. Está ahí, en alguna parte, pensó. Escondido, aunque seguramente son imaginaciones mías. Sonrió.

Todavía no estoy muerto, Tommy, y voy por ti.

Consiguió ponerse de pie y apoyar el rifle en el hombro. Apuntó vagamente hacia la habitación desde donde sabía que Olivia le estaba disparando y abrió fuego: un tiro tras otro, lo más rápidamente que podía. A través de los ojos entrecerrados veía las balas estrellarse en el marco de la ventana y rompiendo los vidrios. Continuó disparando mientras se alejaba del coche hacia uno de los costados de la casa, donde estaría fuera de su línea de fuego, preguntándose por cuánto tiempo le responderían las piernas y asombrado de poder caminar siquiera.

***

Olivia reculó sorprendida cuando las balas de Duncan reventaron la ventana y se incrustaron en las paredes y el techo de la habitación cubriéndola de vidrios, polvo y escombros. Se sentó en el borde de la cama y se meció atrás y adelante, ilesa, pero abrumada por la ferocidad que dominaba la atmósfera. Llegó una nueva ráfaga de balas y entonces se sintió caer, hasta dar de bruces en el suelo con un golpe seco. Sabía que estaba herida, pero se levantó inmediatamente y saltó hasta la ventana justo a tiempo de ver a Duncan cojeando y arrastrando la pierna, pero todavía disparando hasta desaparecer tras la esquina de la casa. Sacó medio cuerpo por la ventana y disparó en su dirección mientras gritaba maldiciones.

Después se volvió. Sólo vinieron ellos dos, pensó. Oía disparos procedentes de la escalera y pensó en los cautivos en el ático.

Entonces cesó el ruido atronador del rifle automático, que fue sustituido por varios disparos secos de la pistola de Megan. Olivia bajó la vista y miró su bolsa de lona roja, llena de dinero. La cerró rápidamente y se la colgó del hombro. Cuando levantó la vista vio a Bill en el umbral.

– ¡Dame más munición! -gritó.

Le lanzó un cargador de cartuchos, que se cayó al suelo y tuvo que agacharse a recoger.

– ¡Mátalos! -susurró Olivia.

Bill se quedó mirándola con expresión interrogante.

– Sube al ático y mátalos -dijo en un tono de voz normal pero firme, como si estuviera regañando a un niño pequeño por algo que hizo mal.

Bill estaba con la boca abierta.

– ¡Mátalos! -gritó esta vez Olivia.

– Pero…

Empezó a chillar, su voz aguda como el alarido de una sirena.

– ¡Dije que los mates! ¡Mátalos! ¡A los dos! ¡Ahora, mierda!

Bill la miró unos instantes con los ojos abiertos de par en par, después asintió y se dio la vuelta, mientras Olivia seguía gritándole órdenes. Lo siguió hasta el rellano y después escaleras arriba, preparándose para repeler el ataque de Megan, mientras a su espalda Bill forcejeaba con el cerrojo del ático.

***

Megan estaba de rodillas detrás de la puerta que separaba el vestíbulo del cuarto de estar intentando cargar su pistola cuando escuchó los gritos de Olivia. Las palabras la paralizaron y electrificaron a un mismo tiempo, llenándola de una furia desesperada, propia de una leona herida. Se puso de pie y gritó con todas sus fuerzas.

– ¡No! -chilló-. ¡Tommy! -Presa de ira y dolor corrió escaleras arriba, ignorando todo peligro y pensando sólo en su hijo mientras disparaba en todas direcciones. La ferocidad de su ataque tomó a Olivia por sorpresa y disparó sin acertar en el blanco una sola vez, sus balas estrellándose en la pared alrededor de Megan, quien cayó al suelo por la fuerza de la explosión. Entonces se dio cuenta de que no tenía un segundo que perder y se puso en cuatro patas arrastrándose en dirección al primer peldaño de la escalera y preparándose para disparar otra vez.

Olivia seguía gritando: ¡Mátalos! ¡Mátalos! Una y otra vez. Se volvió hacia Bill, que seguía intentando abrir la puerta del ático.

– ¡Hay algo taponando la puerta! -gritó.

– ¡Dispara!

– ¿Qué?

Antes de que pudiera responderle, Olivia escuchó estrellarse una bala de Megan en la pared a escasos centímetros de su cabeza, arañándole la mejilla y arrancándole el lóbulo de la oreja. Cayó de espaldas como propulsada y sintiéndose mareada y completamente confusa. No puede haberme matado, pensó, en estado de shock. No es posible. Se llevó la mano a la cara y notó el tacto viscoso de la sangre manando entre carne desgarrada. Herida, pensó, me ha hecho una cicatriz. Gritó de nuevo y disparó en dirección a Megan, pero sus disparos no tuvieron ningún efecto, puesto que mientras apretaba el gatillo se desplomaba en el suelo del dormitorio.

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