– Estoy preparado. Cuando tú digas.
Megan se asomó por encima del muro y tomó aire.
– Iré primero hasta el coche y de ahí al porche. Una vez que esté adentro cuenta hasta cinco y después corre hasta el coche y luego a la puerta. ¿De acuerdo?
Duncan quitó el seguro de su rifle e hizo deslizar el cargador hasta que dio un chasquido y giró la recámara.
– Haz tú lo mismo -susurró con firmeza.
Megan sacó la pistola y la cargó.
– ¿Preparada?
– Preparada.
– Te quiero. ¡Adelante!
Duncan se irguió y apoyó el rifle en el muro mientras Megan saltaba por encima de éste, sintiéndose como si se tirara a un pozo negro y desconocido. Todo lo que he sido, o creído o querido se reduce a este momento, pensó, y entonces se dio cuenta de que estaba corriendo agachada, el aire frío golpeándole las mejillas enrojecidas, sus pies apenas tocando el suelo. De pronto la distancia hasta la casa se le antojó inmensa, mayor de lo que nunca había imaginado, todo un mundo iluminado y sembrado de peligros. Apretó los dientes y siguió corriendo.
***
Ramón estaba tumbado en la cama mirando las sombras de la pared y pensando en el asesinato. Trataba de persuadirse a sí mismo: No es tan difícil; de alguna manera es igual que otros crímenes.
Cuando era joven existían unos ritos de iniciación en las bandas callejeras: un robo, una violación, un asesinato, dependía de la banda. En su vecindario no había habido grandes sucesos; el delito y el crimen se habían convertido en algo tan común que eran la norma antes que la excepción. Él no había odiado especialmente cometer delitos, sino la idea de que pudieran atraparlo. Este pensamiento le llenó de odio hacia los dos rehenes del ático. Son peligrosos, se dijo, son muy peligrosos y matarlos será mucho más fácil de lo que te imaginas. Sus ojos son como escopetas apuntando a tu pecho, sus voces, descargas eléctricas. Pueden hacer que te encierren para siempre. Pueden matarte igual que lo haría un policía.
Sentía la frente empapada en sudor. Una parte de él quería dormir pero la otra lo forzaba a permanecer despierto. Deseaba tener más horas por delante. Debo estar alerta, se dijo. Midió sus fuerzas y se dio cuenta de que tenía los ojos abiertos y enfocando poco a poco los objetos que lo rodeaban.
Recordó la cárcel y cómo después pasó a unirse al movimiento. Como en las bandas callejeras, también éste prescribía un rito de admisión. Pero los de las bandas siempre habían sido algo práctico. En cambio a los compañeros del movimiento les gustaban las acciones simbólicas, especialmente con bombas. Siempre había pensado que aquélla era una forma cobarde de matar, pero también entendía que era un método mucho más seguro. Así que eso es lo que había hecho, ayudar a poner una bomba en el lavabo de caballeros de un edificio gubernamental. No fue culpa suya que no explotara a la hora prevista.
Abandonó este recuerdo y pensó de nuevo en los dos prisioneros del ático y se los imaginó sentados en sus jergones, mirándolo. Entonces intentó imaginarlos muertos, cubiertos de sangre y heridas de bala. Los visualizó tirados en el suelo, sus cuerpos poniéndose rígidos. Se dio cuenta de que nunca había matado a nadie hasta entonces, aunque había presenciado asesinatos: la primera vez, durante una guerra entre bandas, cuando dos rivales se habían enfrentado a muerte en un callejón; la segunda vez en la cárcel, después de comer, cuando los prisioneros se dirigían a su tiempo de ejercicio en el patio y un informante había sido asesinado aprovechando la confusión que reinaba siempre cuando había traslado masivo de prisioneros. La última había sido cuando Olivia visitó a aquel antiguo guardia de seguridad en California. Recordaba la cara del hombre cuando se dio cuenta de lo que iba a pasarle: una combinación de pánico y furia. Se había resistido. No tenía ninguna oportunidad y lo sabía, pero había luchado, poniéndoselo más fácil a Olivia. Confiaba en que el juez y el niño hicieran lo mismo, así sería como matarlos en batalla.
Maldijo y sacó los pies de la cama. La tenue luz de la habitación iluminaba su paquete de cigarrillos en la vieja y desvencijada mesita. Estornudó mientras alargaba la mano para tomarlo. Maldita casa, vieja y fría. Maldita sea para siempre, no quiero volver a verla nunca.
Intentó distraerse pensando en países cálidos y se dio ánimos pensando: Hoy a mediodía estaré volando hacia el sur con un montón de dinero en el bolsillo y mirando su bolsa de lona, ya preparada. Se levantó, se puso los pantalones y los zapatos y un viejo buzo con capucha, que se subió a modo de bufanda. Prestó atención y percibió el sonido ahogado de los ronquidos de Bill en la habitación contigua. Cerró y abrió los puños varias veces; después fue hasta la mesita, tomó su revólver y se lo guardó en el cinturón. A partir de hoy, pensó, todo será diferente. Se imaginó calentito en la cama con Olivia y sintió un repentino entusiasmo. Juntos haremos cosas grandes. Por un instante sintió pena de Bill. No entiende nada, pensó. Después ahuyentó este pensamiento y lo sustituyó por una sensación a medio camino entre la envidia y la furia.
Salió al pasillo y levantó la vista hacia la puerta del ático. Podría hacerlo ahora, pensó, mientras Lewis duerme. Así lo agarraría por sorpresa, y a ellos también. Estaría hecho y ya no tendría remedio. Se dio cuenta de que tenía la pistola en la mano, aunque no recordaba haberla sacado. Bajó la vista y vio que le había quitado el seguro, aunque tampoco recordaba haber hecho eso. Mientras duermen sería más fácil, se dijo. Dio un paso en dirección al ático pero sintió que le flaqueaban las fuerzas. Primero un café, pensó, para que no me tiemble la mano, y volvió a enfundar el arma.
Las escaleras crujieron ligeramente cuando bajaba a la cocina y la casa parecía congelada, odiaba la forma en que el frío se colaba por cada resquicio y hacía las mañanas desagradables y silenciosas. En el sur, levantarse por la mañana era encontrarse con calor y ruidos agradables que no hacían sino aumentar durante el día. Tembló de nuevo mientras entraba en la cocina, abría el grifo del agua caliente al máximo y buscaba una taza de café que no estuviera demasiado sucia. Pronto encontró una que le resultó satisfactoria. Echó dos cucharadas de café instantáneo y la llenó del agua caliente del grifo. Dio un sorbo e hizo una mueca de disgusto, después se dio la vuelta y se recostó sobre la pileta tratando de calentarse las manos con el líquido caliente.
Cuando escuchó un ruido seco procedente de la parte delantera de la casa al principio se sintió confuso. ¿Qué fue eso?, pensó. No debería haber ningún ruido. No a esta hora ni aquí.
Entonces lo invadió el miedo. La mano le temblaba mientras dejaba la taza de café. Aguzó el oído tratando de escuchar algo más pero no oyó nada.
Ha sido algo, pensó. O no. Es esta vieja casa, que cruje por todas partes. O la policía tomando posiciones. El estómago se le encogió de la tensión mientras intentaba convencerse alternativamente de que había oído algo, o nada. Cuando bajó la vista se dio cuenta de que había desenfundado de nuevo el revólver y por un momento pensó en correr escaleras arriba y avisar a Olivia, pero luego decidió: Soy más fuerte que eso. ¿Para qué la necesito? ¿Para que compruebe un ruidito de nada que probablemente sea producto de mi imaginación? Sintió desprecio hacia sí mismo por estar tan nervioso y el reproche se mezcló con miedo.
Caminó con cuidado, pero deprisa, hasta la parte delantera de la casa y miró por la ventana. No se veía nada más que el jardín, brillante por la escarcha.
No ha sido nada, se dijo. Tienes falta de sueño. Esto está a punto de acabar y estás nervioso, por eso reaccionas por nada.
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