John Katzenbach - Un Asunto Pendiente

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Megan y Duncan Richards son gente normal. Él es banquero; ella, agente inmobiliaria. Tienen dos hijas adolescentes y un hijo. Viven en una casa preciosa. Todo indica que sus días de activistas políticos, allá por 1968, han quedado muy atrás. Después de todo, cualquiera que fuera joven en 1968 tiene un pasado activista.
Pero Megan y Duncan son distintos. Ellos fueron un poco más lejos. Empujados por una hermosa mujer que se hacía llamar Tania y que dirigía un grupo radical llamado la Brigada de Phoenix, tomaron parte en un robo que, según Tania, sería sencillo y sin derramamiento de sangre, pero no fue así. Desde entonces han pasado 18 años.
Y ahora, cuando los Richards disfrutan de su tranquilidad familiar, Tania está a punto de salir de la cárcel. Lleva 18 años planeando cómo vengarse de las dos personas a las que culpa de lo que ocurrió aquel día. Su venganza será dulce, será perversa. Empezará por su hijo…

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Bajó y pensó: Esto entretendrá a la policía científica durante un tiempo.

A continuación forzó la puerta del despacho del presidente con la ayuda del martillo y un destornillador. Le sorprendió lo fácil que resultaba y de pronto sintió una oleada de vergüenza al pensar en lo complicado que le resultaría explicar todo aquello al viejo Philips cuando llegara el momento. Pero sabía lo esencial que era crear una impresión falsa del robo y en ese momento, ganar tiempo era más importante que conservar una amistad. Abrió los cajones de la mesa con el destornillador y empezó a desordenar papeles. Una vez que decidió que era suficiente, forzó otro cajón y sacó el juego de llaves que sabía que el presidente siempre guardaba a mano. Palpó debajo del cajón y encontró pegado el papel que buscaba: la lista de combinaciones. Igual que un adolescente que intenta esconder algo de sus padres, pensó. Todos en el banco sabían que el presidente guardaba las llaves y las combinaciones en su despacho.

Salió y se dirigió a una de las mesas de la oficina principal. Una vez allí encendió la máquina de escribir, deslizó una hoja de papel en el rodillo y tecleó la cifra de siete dígitos de la alarma interior y la de cuatro del sistema perimetral. Después arrugó el papel y lo guardó en el bolsillo de su buzo.

De acuerdo, pensó, ahora el dinero.

Fue hasta la caja fuerte donde los empleados de ventanilla guardaban el dinero del día y la abrió. Había ocho cajas con dinero que sumaban unos ocho mil dólares. Además, cada caja contenía un suplemento para casos de robo: fajos de mil dólares marcados y cuyos números de serie estaban grabados en el sistema informático del banco. Su función era usarse en casos de atraco. Duncan los tomó también pensando amargamente: Que se los quede esa zorra, pronto tendrá a los federales en los talones.

Metió todo el dinero en el maletín y abrió la segunda caja, donde se guardaban las reservas en efectivo del banco: 50.000 dólares en diferentes billetes distribuidos ordenadamente en tres compartimentos. Mientras los guardaba en el maletín la mano le temblaba. Notaba un sabor acre en la boca y sentía ganas de escupir, pero tenía la lengua demasiado seca.

Se quedó mirando el montón de dinero. De acuerdo, se dijo, sigamos.

Abrió la puerta del cuarto donde estaban los cajeros automáticos y los fue abriendo uno a uno. Tenían capacidad para 25.000 dólares, pero el banco solía meter menos. Cada lunes se llenaban. En el primero encontró 17.000, en el segundo 12.000, en el tercero 14.000 y en el cuarto sólo 8.000. Es lógico, pensó, es el más cercano a la puerta y el que más usa la gente. Dejó 2.000 dólares en cada cajero quedándose sólo con 43.000. Si los cajeros se quedaban vacíos una pestaña automática se activaba cerrando la ranura por la que se insertaban las tarjetas de crédito, y no quería que eso ocurriera en los cuatro cajeros a la vez, alguien del banco podría verlos durante el fin de semana y sospechar.

Regresó a la oficina principal y permaneció quieto un momento preguntándose si podría volver a poner los pies allí alguna vez. Después ahuyentó ese pensamiento y regresó a su despacho.

No miró el dinero; sólo confiaba en que fuera suficiente. Recordó haber preguntado: ¿Cuánto?, y la contestación de Olivia: ¿Cuánto vale una vida? Cerró los ojos y pensó: La mía no vale nada.

De pronto lo asaltaron la depresión y la consternación. Todo esto está mal, pensó. Después se sobrepuso: ¿Y qué si está mal? Tommy es lo primero. A continuación se quitó el buzo y se puso el traje; mientras se calzaba un zapato se dejó la zapatilla puesta en el otro pie. Guardó la ropa en una bolsa de plástico, sacó cable y cinta aislante y se dirigió al panel de la alarma. Lo desatornilló y sacó un poco los cables, después cortó algunos y los unió con la cinta. Perfecto, pensó, esto los despistará.

Regresó a su despacho y se puso el sombrero y el abrigo, después enrolló una bolsa de plástico alrededor del pie donde llevaba puesta la zapatilla. Por último, recogió el dinero, la ropa y las herramientas, echó llave a la puerta y se dirigió hacia la salida. Se detuvo un instante para mirar el vestíbulo y las tinieblas que había más allá. Éste es el momento más peligroso, pensó, si alguien entra ahora, todo habrá salido mal. Vaciló un segundo, pero acto seguido agachó la cabeza y echó a andar pensando: No te pares ahora. Salió con su propia llave, empujó la puerta del recinto de los cajeros automáticos y pronto estuvo en la calle. Cuando le dio la luz tuvo náuseas; después una fría oscuridad lo envolvió y se sintió aliviado. El panel de la alarma exterior estaba junto a la puerta principal. Sacó el papel con la combinación escrita a máquina y lo tiró entre los arbustos. Después pisó fuerte con el pie calzado con la zapatilla y envuelto en plástico, hasta que dejó una huella en el suelo. A continuación se la quitó y la guardó en otra bolsa de plástico. Se puso el zapato y se alejó rápidamente de la puerta principal. De pronto fue consciente de que estaba afuera y que la noche lo recibía con su gélido abrazo. Miró los faroles y sintió que su pálida luz lo envolvía como una suave niebla.

Echó a andar hacia el estacionamiento donde había escondido su coche. Tenía la sensación de que la bolsa y el maletín que llevaba, uno en cada mano, eran señales luminosas que anunciaban lo que acababa de hacer. Un coche se le adelantó y tuvo deseos de gritar. Los faros de otro lo iluminaron brevemente y sintió como si una ola gigantesca lo arrastrara. Dudó un instante y luego siguió caminando. Las calles de Greenfield se le antojaban extrañas, desconocidas. Los escaparates de las tiendas, normalmente tan familiares, le parecían salidos de otra época. Caminó de prisa a grandes zancadas y ganando velocidad hasta que rompió a correr. Siguió haciéndolo unos cuantos metros hasta que le faltó el aliento y tuvo que detenerse. Inspiró una bocanada de aire gélido y continuó a paso regular. Una marcha fúnebre, pensó, de cadencia lenta y acompasada, como la de un fantasma.

Ya está hecho, se dijo, ya he traicionado a todo el mundo. Excepto a mi hijo.

Apesadumbrado por lo que acababa de hacer, Duncan siguió caminando en la oscuridad.

PARTE 9. Sábado

El juez estaba sentado en uno de los catres con la cabeza de su nieto en el regazo y le acariciaba la frente con movimientos suaves y rítmicos. Tommy dormía, gimiendo ligeramente como al borde de una pesadilla, pero su respiración era profunda y regular, aparentemente normal y muy distinta de como había sido antes, cuando Olivia los encerró y entonces el niño jadeaba con dificultad, asustando a su abuelo. Miró su reloj y vio que era avanzada la mañana y que habían transcurrido varias horas desde que echara una breve cabezada. Dejó que Tommy siguiera durmiendo, suponiendo que el descanso lo ayudaría a recuperarse. Ponte fuerte, pensó. Descansa y recupérate. Acarició uno de los moretones del niño que se había vuelto ya de un feo color, entre azul y morado. Le rozó suavemente un arañazo en la frente y deseó poder transferir todas las heridas y el dolor a su propio cuerpo.

Aun así tuvimos suerte, pensó. No tiene huesos rotos ni contusiones, ni heridas internas, hasta donde puedo ver. Tampoco heridas de bala, no sabía si porque Olivia tenía mala puntería o porque no había sido su intención darle. Le susurró:

– Estaremos bien; te recuperarás, no te preocupes.

Tommy parpadeó y abrió los ojos. Por un instante pareció aterrado y su abuelo lo abrazó con fuerza. Entonces el niño se espabiló y se sentó, mirando alrededor de una forma que animó al anciano, quien le sonrió, notando cómo la vitalidad del niño se le contagiaba también a él. Anoche pensé que lo habían matado, pero los niños son siempre más fuertes de lo que pensamos. Siempre saben más, ven más, debo esforzarme por recordarlo.

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