John Katzenbach - Un Asunto Pendiente

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Megan y Duncan Richards son gente normal. Él es banquero; ella, agente inmobiliaria. Tienen dos hijas adolescentes y un hijo. Viven en una casa preciosa. Todo indica que sus días de activistas políticos, allá por 1968, han quedado muy atrás. Después de todo, cualquiera que fuera joven en 1968 tiene un pasado activista.
Pero Megan y Duncan son distintos. Ellos fueron un poco más lejos. Empujados por una hermosa mujer que se hacía llamar Tania y que dirigía un grupo radical llamado la Brigada de Phoenix, tomaron parte en un robo que, según Tania, sería sencillo y sin derramamiento de sangre, pero no fue así. Desde entonces han pasado 18 años.
Y ahora, cuando los Richards disfrutan de su tranquilidad familiar, Tania está a punto de salir de la cárcel. Lleva 18 años planeando cómo vengarse de las dos personas a las que culpa de lo que ocurrió aquel día. Su venganza será dulce, será perversa. Empezará por su hijo…

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– ¡Oh, no! -dijo también.

El dormitorio estaba patas arriba, ropa y sábanas mezcladas, los libros tirados por el suelo y objetos rotos por todas partes.

Lauren palideció y rompió a llorar. A Karen le temblaban las manos.

– ¡Fueron ellos! -exclamó.

– Pero, ¿por qué?

– No lo sé.

– Pero…

– No lo sé. -También Karen estaba a punto de llorar. Caminó hasta un montón de ropa y sacó una prenda: era un sujetador.

– ¡Oh, no! -gimió.

– ¿Qué? -preguntó Lauren.

– Mira -le respondió Karen mientras le corrían lágrimas por las mejillas. Alguien lo había rasgado con un cuchillo.

Lauren se llevó la mano a la boca.

– Creo que voy a vomitar -dijo.

Entonces ambas escucharon un ruido, irreconocible, pero aun así extraño. No habrían sabido decir si era cercano o no, si se trataba de algo peligroso o inocuo. Era simplemente un ruido que las llenó de terror, sustituyendo el miedo que ya sentían por otro, peor e indescriptible.

– ¡Están aquí! -dijo Karen.

Ambas se miraron.

– ¡Corre!

Echaron a correr escaleras abajo olvidando toda cautela y sólo pensando en salir a la oscuridad. Lauren tropezó en el último escalón y casi cayó, pero Karen la sostuvo y ambas siguieron corriendo. Karen fue la primera en llegar a la puerta; agarró el picaporte y la abrió.

Afuera estaba Megan.

Las chicas chillaron, primero de miedo y luego de alivio.

Megan comprendió enseguida y alargó los brazos, abrazando a las gemelas y estrechándolas contra ella. Soltó las llaves, el maletín, el coche y tiró de ellas hacia afuera.

– ¿Qué pasa? -gritó-. ¿Qué ha pasado?

– ¡Hay alguien adentro!

– ¡Han destrozado nuestra habitación!

– ¡Han entrado!

Durante unos instantes las tres permanecieron abrazadas en la entrada. Megan consolaba a las chicas mientras miraba hacia el interior de la casa. Cuando las dos dejaron de llorar y respiraban con normalidad, dijo:

– De acuerdo, vamos a verlo.

– No quiero volver a entrar ahí -dijo Lauren.

– Hemos oído un ruido -continuó Karen.

– No -dijo Megan-. Es nuestra casa, vamos.

Con las gemelas pisándole los talones, entró en el recibidor y tomó el cuchillo y el palo de amasar de donde las chicas los habían dejado caer en su huida.

– De acuerdo -dijo-. A ver, ¿qué vieron exactamente y dónde?

– Empezó ahí detrás -contestó Lauren señalando la cocina-. Encontramos una ventana abierta.

Y entonces chilló.

Megan se sobresaltó y Karen dejó escapar un grito.

Lauren dio un paso atrás buscando a su madre, que acababa de ver de reojo la cara sonriente de un hombre mirándolas por la ventana que daba al patio trasero. Entonces, tan rápido como había aparecido, se desvaneció. Megan, impulsada por una mezcla de impotencia, rabia e instinto protector, levantó el cuchillo y corrió hacia la cocina.

Las chicas la siguieron, sorprendidas por la reacción de su madre.

El corazón de Megan latía apresuradamente y sentía que la cabeza le iba a estallar. Miró por la ventana pero no vio nada. Notó como se le encogía el estómago, tal era la tensión. Afuera se había hecho completamente de noche y no se distinguía un solo objeto. Por ahora pasó, pensó, pero entonces se dio cuenta: en realidad esto es sólo el principio.

Atrajo a sus hijas hacia sí y juntas se prepararon para la larga espera, hasta que Duncan llegara a casa.

***

Pocos minutos antes de las seis de la tarde, hora en que el banco cerraba hasta el lunes, Duncan ya estaba de pie en su despacho, preparado para actuar. Había bajado los estores de manera que no pudieran verlo desde el vestíbulo principal; no era algo usual, pero tampoco extraordinario. Llevaba puestos el abrigo y el sombrero, su maletín estaba cerrado y aparentemente lleno de documentos y memorandos, pero en realidad, de los artículos que había comprado el día anterior. A través de la puerta abierta podía ver a una docena de personas haciendo cola en las ventanillas. Un director adjunto pasó por delante llevando unos documentos para archivar y se escuchaba el ruido de fondo de los empleados atendiendo las tareas propias de la víspera de un fin de semana: clientes que retiraban dinero o que venían a depositar sus cheques semanales. Los viernes eran siempre días ajetreados, un poco confusos y apresurados, ya que todos trabajaban rápido para marcharse a sus casas cuanto antes. Era el día más propenso a cometer errores. El único vigilante era un guardia ya mayor que se encargaba de conectar el sistema de alarmas una vez que todos se habían marchado.

Duncan vio a su secretaria preparándose para salir; esperó a que hubiera terminado de recoger sus cosas y entonces la llamó por el interno.

– Doris, ¿sigue usted ahí?

– Estaba preparándome para irme.

– Yo también. ¿Le importaría hacerme un favor?

– Claro.

Tomó un formulario y se reunió con su secretaria en la puerta del despacho. Se preguntó si le temblarían las manos, o la voz y sentía el sudor corriéndole por los brazos. Ella lo olería, pensó aterrorizado, sabrá que es miedo.

Cerró los ojos y respiró lentamente antes de hablar.

– Doris, creo que tendríamos que haber mandado esto esta mañana. ¿Le importaría hacer doce fotocopias de la primera página? No hace falta que las repartamos ahora, es sólo para tenerlas preparadas para el lunes.

– Claro, señor Richards. ¿Alguna cosa más?

Le dio los papeles y regresó a su mesa mientras continuaba hablando.

– No, creo que no. Espero librarme de este maldito catarro durante el fin de semana. A veces tengo la impresión de que voy a pasarme el invierno estornudando…

Se abotonó el abrigo, tomó su maletín y miró a su alrededor como quien se dispone a marcharse.

– Debería cuidarse un poco.

Forzó una sonrisa.

– Tal vez Megan consiga ganar suficiente dinero como agente inmobiliaria como para mudarnos a las Bahamas o algo así. Entonces podría seguir siendo banquero en un lugar cálido y también rentable. ¿Qué me dice, Doris? ¿Se suma?

La secretaria sonrió.

– Han dicho que esta noche descenderá la temperatura y que va a haber heladas. Creo que podrá usted convencerme, siempre que pueda llevarme a mis gatos.

Duncan soltó otra carcajada y permaneció de pie mientras cerraba la puerta de su despacho y hacía ademán de buscar las llaves bajo el abrigo. Con ellas en la mano miró a Doris.

– Puede marcharse en cuanto haya hecho eso. Se lo agradezco mucho, Doris.

– De acuerdo -dijo ella-. Hasta el lunes.

– Vaya, por Dios, he dejado la lámpara de la mesa encendida. Voy a apagarla. Hasta el lunes.

La observó mientras le daba la espalda y se dirigía al cuarto de la fotocopiadora. Luego miró a su alrededor para asegurarse de que nadie se fijaba en él y después, tras inspirar profundamente, se deslizó de vuelta en su despacho. Cerró la puerta suavemente y echó el pestillo. A continuación fue hasta la mesa, apagó la lámpara y permaneció un instante de pie en la oscuridad, pensando. De lo que se acordará es de haberme visto de pie con el abrigo y el sombrero puestos disponiéndome a salir.

El vigilante hará su recorrido por la oficina comprobando todas las puertas antes de poner en marcha el sensor de movimiento; después saldrá corriendo por la puerta trasera, correrá el doble cerrojo y activará la alarma perimetral. Ni siquiera se dará la vuelta cuando se aleje, sabe que el edificio está seguro. Incluso si alguien lograra esquivar la alarma exterior, sólo tendría medio minuto para localizar y desactivar la de adentro. Difícil.

Pero nadie sospechaba que se pudiera hacer lo contrario. Sentía la frente empapada en sudor.

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