John Katzenbach - Un Asunto Pendiente

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Megan y Duncan Richards son gente normal. Él es banquero; ella, agente inmobiliaria. Tienen dos hijas adolescentes y un hijo. Viven en una casa preciosa. Todo indica que sus días de activistas políticos, allá por 1968, han quedado muy atrás. Después de todo, cualquiera que fuera joven en 1968 tiene un pasado activista.
Pero Megan y Duncan son distintos. Ellos fueron un poco más lejos. Empujados por una hermosa mujer que se hacía llamar Tania y que dirigía un grupo radical llamado la Brigada de Phoenix, tomaron parte en un robo que, según Tania, sería sencillo y sin derramamiento de sangre, pero no fue así. Desde entonces han pasado 18 años.
Y ahora, cuando los Richards disfrutan de su tranquilidad familiar, Tania está a punto de salir de la cárcel. Lleva 18 años planeando cómo vengarse de las dos personas a las que culpa de lo que ocurrió aquel día. Su venganza será dulce, será perversa. Empezará por su hijo…

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Saldrá bien, lo sé.

Se quitó el abrigo y el sombrero y los tiró en un rincón, después se agachó y gateó debajo de su mesa, escondiéndose todo lo que pudo y apoyando el maletín en las rodillas. Las manecillas luminosas de su reloj le indicaban que sólo habían pasado unos minutos desde las seis, así que se dispuso a esperar. Pensó en lo irónico de la situación: escondido en su propio despacho. En realidad, llevo escondiéndome aquí dieciocho años.

Después sacudió la cabeza y su imaginación se llenó de visiones de lo que estaba a punto de hacer y de su hijo. Eso le dio energía y le aclaró la mente, de modo que cuando pasados treinta minutos empezó a tener calambres en las piernas, sentía sólo dolor y no culpa. Trató de distraerse escuchando los últimos minutos de actividad en el banco, pero no oía nada. Tenía miedo de moverse, pues no sabía si el guardia de seguridad abriría la puerta de su despacho y después volvería a echar la llave o si se conformaría con cerrarla. Se imaginó que dependería de la prisa que tuviera. También lo asustaba que alguien de afuera detectara movimiento desde el estacionamiento y mirara hacia la ventana del despacho. Intentó masajearse las piernas y después se concentró en relajar los músculos. El dolor aumentó y después comenzó poco a poco a ceder. Consultó de nuevo el reloj y trató de imaginarse lo que ocurría fuera. Los últimos clientes estarían marchándose y los dos cajeros que quedaban estarían echando llave a sus cajones después de cerrar la caja en sus computadoras. Una vez que hubieran terminado, el superviso? volvería a comprobar las cerraduras de la caja fuerte. Todo esto se haría de forma apresurada, pues a nadie le gustaba hacer el último turno del viernes. La gente se volvía impaciente, con la sensación de que estaban perdiendo tiempo del fin de semana. El guardia de seguridad supervisaría todas estas operaciones y, una vez que todos se marcharan, empezaría la inspección final.

Duncan se preguntó por qué tardaba tanto.

Entonces se quedó paralizado al oír que el picaporte giraba. La puerta cascabeleó en el marco mientras el guardia tiraba de ella y comprobaba la cerradura.

No entres, rogó Duncan en silencio. No entres.

Contuvo el aliento e intentó controlar el temblor de las piernas. Tenía la impresión de que el corazón le latía tan fuerte que el guardia lo escucharía. Entonces la puerta dejó de temblar y Duncan respiró.

De acuerdo, ahora a comprobar la puerta y después el despacho de Philips.

Esperó dejando que el tiempo lo envolviera en una suerte de abrazo líquido. Así deben de sentirse los ahogados, pensó. Se imaginó al guardia en el centro del vestíbulo principal y recorriéndolo con la mirada; después se dirigiría a la pared donde estaba el sistema de alarma. En su imaginación Duncan lo veía teclear los siete dígitos. Y ahora ¡deprisa!, se dijo. Sólo tienes treinta segundos para llegar a las primeras puertas y a los cajeros automáticos.

Las luces se apagaban automáticamente cuando se conectaba la alarma y una central volvía a encenderlas a las siete de la mañana. Duncan esperó. Echa la llave y compruébala. Bien. Ahora sal fuera para conectar el sistema perimetral. Miró su reloj, eran las siete y veinte. Aguarda un poco más, se dijo, y durante diez minutos trató de no pensar en nada.

Ya puedo, decidió. El guardia debió marcharse y estoy solo. Ya puedo moverme.

Pero no lo hizo y esperó otros diez minutos.

Se sentía extrañamente sereno y por un momento se preguntó si sería capaz de moverse, ahora que estaba seguro de estar solo. Intentó ordenar a sus piernas que se movieran, que se desdoblaran, pero éstas no respondían. Sintió deseos de reír; el lunes por la mañana me encontrarán aquí, pensó. Paralizado e incapaz de dar una explicación.

Muy despacio consiguió salir de debajo de la mesa y después avanzó a gatas por el despacho hasta las cortinas que había corrido previamente. Las descorrió despacio, mirando hacia afuera, como un adolescente que espía a su hermana en la bañera.

El banco estaba vacío y a oscuras. Vaciló por un momento observando las esquinas, las cámaras que cubrían las ventanillas de los cajeros y los rayos infrarrojos que detectaban cualquier movimiento. Las cámaras no eran un problema, lo sabía; operaban en el mismo circuito que el sistema de iluminación del banco y, por tanto, se apagaban de noche. Pero los sensores de movimiento eran otra cosa; son mi enemigo, pensó, y respiró hondo. Sólo cubren el área principal, pero son muy potentes y dispararán la alarma si intento tocarlos. La única manera de esquivarlos era desactivarlos, así que gateó de vuelta a su mesa y sacó su maletín. Sentado en el suelo, se quitó el traje y los zapatos y se vistió con el jogging, quedándose descalzo. Después rodó de espaldas y estiró las piernas tratando de desentumecerlas. Tienen que trabajar, ordenó histérico a sus músculos, tienen que obedecer mis instrucciones.

Una vez que hubo recuperado la sensibilidad en las articulaciones gateó de nuevo hasta la puerta y una vez allí se detuvo, permitiéndose una última oleada de miedo, tensión y angustia por lo que se disponía hacer. Después se sobrepuso y pensó: Es la única solución; no lo pienses y hazlo.

Descorrió el cerrojo.

Preparado, se dijo.

Listo.

¡Ya!

Abrió la puerta de su despacho y corrió por el vestíbulo. Sus pies desnudos resonaban en la oscuridad. Contaba interiormente: un-mil; dos-mil, tres-mil, cuatro-mil. Las luces grises y azuladas de los faroles de la calle daban al interior del banco un brillo sobrenatural. Al pasar por una de las mesas se golpeó la cadera y se tambaleó por el dolor. Tras recuperarse continuó corriendo hacia la pared; quince-mil, dieciséis-mil, diecisiete-mil. Se agachó junto al panel electrónico, alargó la mano, pero se detuvo antes de tocarlo. No te equivoques, no te equivoques. Respiró hondo, veintitrés-mil, veinticuatro. Era difícil ver los números con la escasa luz y se dio cuenta de que se había olvidado la linterna en el despacho. Ni siquiera tenía tiempo para lamentarse, así que se gritó interiormente: ¡Hazlo! Y entonces tecleó el código.

Por un segundo le pareció que lo había hecho mal. Cerró los ojos y se apoyó en la pared mordiéndose el labio y esperando a que sonara la alarma.

Pasó un minuto, quizá dos, antes de que se diera cuenta de que era libre. Se levantó tambaleándose y volvió a su despacho. Se sentó e intentó tranquilizarse. Se ordenaba a sí mismo: ¡Concéntrate! y pronto se sintió mejor. No pienses en lo que esto significa, no pienses en nada salvo en robar el dinero. Puso la mente en blanco. Seguir el plan, pensó, eso es todo.

De acuerdo, se dijo, primero el disfraz.

Sacó las zapatillas y se las calzó, después hizo lo mismo con los guantes de látex. Eran algo incómodos pero soportables. Del maletín sacó a continuación el buzo. De acuerdo, decidió, es hora de empezar. Caminó hasta los baños de mujeres situados al fondo, dio la luz y entró. Subido a uno de los inodoros podía desarmar uno de los paneles del falso techo. Trepó a la cisterna y echó un vistazo al agujero oscuro. Recordaba aquel lugar de las reuniones con los arquitectos antes de construir el banco. El baño de mujeres era adyacente a los conductos de aire acondicionado y en el falso techo se había dejado un espacio lo suficientemente amplio para que los técnicos pudieran acceder a él en caso de avería. Duncan se asomó y, ayudado de la linterna, dejó caer los mechones de pelo en el suelo del cubículo, después hizo lo mismo con la colilla. Por último, en la esquina desde donde había empujado el panel del techo, frotó el buzo hasta que estuvo seguro de que se habían pegado fibras suficientes.

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