John Katzenbach - Un Asunto Pendiente

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Megan y Duncan Richards son gente normal. Él es banquero; ella, agente inmobiliaria. Tienen dos hijas adolescentes y un hijo. Viven en una casa preciosa. Todo indica que sus días de activistas políticos, allá por 1968, han quedado muy atrás. Después de todo, cualquiera que fuera joven en 1968 tiene un pasado activista.
Pero Megan y Duncan son distintos. Ellos fueron un poco más lejos. Empujados por una hermosa mujer que se hacía llamar Tania y que dirigía un grupo radical llamado la Brigada de Phoenix, tomaron parte en un robo que, según Tania, sería sencillo y sin derramamiento de sangre, pero no fue así. Desde entonces han pasado 18 años.
Y ahora, cuando los Richards disfrutan de su tranquilidad familiar, Tania está a punto de salir de la cárcel. Lleva 18 años planeando cómo vengarse de las dos personas a las que culpa de lo que ocurrió aquel día. Su venganza será dulce, será perversa. Empezará por su hijo…

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– Creo que me he equivocado de profesión -dijo Duncan-. Debería hacerme vendedor de champús.

La mujer rio mientras tomaba el dinero y le dijo adiós con la mano.

Una vez en la calle sacó los mechones de pelo y los metió en el sobre junto con la colilla. Después se dirigió a la droguería que había en la esquina y compró dos pares de guantes de látex, bolsas de basura, varias cintas adhesivas y remedios contra el resfriado. No le costó mucho encontrar un taxi que lo condujo hasta el centro comercial más cercano. Después de pagar al taxista entró rápidamente consultando la hora en su reloj, asegurándose de no permanecer demasiado tiempo fuera del banco. El centro comercial era de los más antiguos y ocupaba un terreno que, Duncan recordaba, antes había sido zona de pastos verdes y hermosos, con vacas y caballos paciendo tranquilamente y maizales mecidos por la brisa de verano. Pero ahora era terreno rentable. Dieciocho años atrás, ser capaz de aceptar ese hecho lo habría entristecido, y lo avergonzaba que ya no fuera así. El banco se había encargado de gestionar la hipoteca y había colaborado a financiar la construcción; ése había sido uno de sus primeros proyectos y tras su inauguración lo había visitado varias tardes para contar el número de vehículos estacionados. Durante las vacaciones había recorrido los pasillos del centro calculando la cifra de visitantes y sintiéndose aliviado al comprobar que eran numerosos.

Entró por una de las puertas laterales y se dirigió a una de las tiendas de ropa deportiva, donde encontró a un dependiente vestido con una camisa a rayas como las que llevaban los árbitros. Le hizo un gesto:

– Necesito unas buenas zapatillas para mi sobrino -dijo.

– ¿Qué número?

– El cuarenta, ancho D.

– ¿Cuánto quiere gastar?

– ¿Treinta dólares?

El dependiente negó con la cabeza.

– De tela; dan mucho calor y baja sujeción.

– ¿Cuarenta?

– Tenemos algunas en cuero rebajadas a cincuenta dólares.

– ¡Madre mía! Cuando yo las usaba costaban alrededor de diez dólares.

– ¿Cuándo fue eso? -preguntó el dependiente.

– En la prehistoria, en tiempos de los dinosaurios.

El hombre rio y fue a buscar las zapatillas. Duncan pensó: serán perfectas, un número menos que el mío. Perfectas.

Eligió también un buzo gris y pagó todo en efectivo.

En una tienda de ropa cercana compró un suéter de punto azul y rojo; era de los baratos, del tipo que se compraría un estudiante para ponérselo hasta que se cayera a pedazos, cosa que no tardaría en ocurrir, para luego comprarse otro exactamente igual. También aquí pagó en efectivo.

Después, en una ferretería, compró cables y enchufes, un juego de destornilladores y un martillo pequeño. Dentro del banco estará oscuro, pensó, y tomó también una pequeña linterna y pilas. Luego vaciló un instante, mirando a la gente y pensando en lo anónimo que debía de resultar y en cómo las personas perdían su identidad en los centros comerciales. Daba igual que estuviera bien iluminado, la gente se volvía invisible. Luego se dirigió a una salida lateral.

Una vez fuera arrancó todas las etiquetas de la ropa y las tiró a una papelera; después metió sus compras en el maletín y lo cerró. Levantó la vista al cielo, cuyo color gris empezaba a oscurecer conforme se acercaba la noche. Anochece tan rápido, pensó; es como si la luz no tuviera fuerzas suficientes para combatir la oscuridad y se rindiera y muriera. Aspiró el aire frío y después lo soltó lentamente. Podía ver el vaho de su aliento delante de su cara. Es hora de empezar, pensó, y sintió que todos sus músculos se tensaban, el estómago se le encogía y, por un momento, las rodillas le flaqueaban. Permaneció quieto y se dejó bañar por el aire frío. Se sentía como un corredor en la línea de salida esperando el pistoletazo para echar a correr. Levantó un brazo al aire simulando sujetar una pistola. -Bang -dijo en voz baja.

Después se arrebujó en su abrigo y paró otro taxi para que lo llevara de vuelta al centro.

***

Por una vez, Ramón Gutiérrez no sentía el frío de la tarde, tan concentrado estaba esperando que las gemelas hicieran su aparición en el estacionamiento del instituto. Llevaba subido el cuello del abrigo, de todas maneras, y el gorro encajado hasta los ojos, observando sin ser visto desde una calle perpendicular mientras los estudiantes se repartían en variados vehículos, haciendo chirriar ruedas sobre la superficie del estacionamiento. Éste no era muy distinto del suyo en el sur del Bronx, excepto que allí, a la hora de salida, todos se dirigían hacia la parada de autobús o la estación del subte, en lugar de a sus coches y motocicletas. La salida del instituto era siempre un momento peligroso y emocionante, aquel en el que las bandas se reunían o la gente quedaba para el fin de semana. Ahora él estaba concertando su propia cita, aunque no lo sabían.

Vio a las gemelas subirse a un deportivo rojo y sonrió. Consiguieron atravesar la mitad del estacionamiento antes de que un grupo de chicos adolescentes, sentados en los alféizares de las ventanas las interrumpieran. No podía saber de qué hablaban, pero dejó volar su imaginación.

Por primera vez en muchos días se estaba divirtiendo.

Olivia le había dado las instrucciones todavía furiosa por el intento de huida del niño. Ramón lo recordó, enroscado en posición fetal en el suelo del ático. Nunca había visto morir a un niño y se preguntaba cómo sería. Lo que tenga que ser será, pensó, siempre que consigamos el dinero. El abuelo también se había resistido al principio, a consecuencia del susto y el miedo principalmente, hasta que Olivia había conseguido calmarlo. Mientras el viejo gritaba había soltado el seguro de la pistola y le había apuntado a la sien. Ramón recordaba sus palabras: «No me tiente, juez, porque no lo pensaré ni un segundo». Una vez que se aseguró de que los prisioneros estaban encerrados, su furia había estallado de forma incontrolable haciendo temblar las paredes de la casa. Sentado frente al volante la recordó, desfigurada por la rabia mientras insultaba a Bill, quien había permanecido inmóvil y cabizbajo, escuchando sin replicar.

Bueno, debería darle vergüenza, pensó Ramón. Estuvo a punto de mandarlo todo al garete, después de tanta planificación y una vez que lo más peligroso estaba hecho. ¡Dios!

Por un momento lo había preocupado que Olivia fuera a dispararle a Bill, pero después pensó que a quien dispararía sería a los rehenes. Había caminado a zancadas por el cuarto de estar agitando un arma y con el cuerpo retorcido por la furia. Lo que lo había sorprendido es que parecía tomar el intento de huida del niño como algo personal, como si el chico hubiera actuado contra ella, en lugar de, simplemente, intentar salir de allí.

Eso lo preocupaba. Si me secuestraran yo haría lo mismo, pensó, o al menos lo intentaría. Se recordó tratando de deslizarse por una canaleta del reformatorio sólo para torcerse un tobillo al caer al suelo y ser detenido inmediatamente. Tenía que admitir que el chico le inspiraba respeto. Odiaba recordar ciertos episodios de su infancia en que la gente se había portado mal con él y no había hecho nada al respecto; nunca se defendió, nunca escapó, nunca luchó.

Interrumpió sus pensamientos al ver el coche de las gemelas saliendo a la calzada y recordó las instrucciones de Olivia:

– Ve a hacerles una visita a las gemelas. Megan está en el trabajo y la casa está vacía. Haz que se asusten un poco, que pasen un mal rato.

– ¿Cómo?

– ¡Como mierda quieras!

El recuerdo de lo incómodo que se sintió al atar con cuerdas los brazos del niño prisionero se disipó como por arte de magia. Metió la marcha atrás y aceleró.

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