La intensidad de los recuerdos le hizo levantar los brazos y agitarlos como aspas de molino delante de Tommy y el juez. La cicatriz de su cuello estaba roja y tenía los puños fuertemente apretados.
Tommy al principio reculó un poco y después se lanzó directamente a los brazos del juez mientras éste, recuperado ya de su asombro inicial, permanecía sentado muy erguido con la mirada fija en Lewis y sin parpadear. Sentía su ira y notó cómo ésta lo hacía más fuerte. Recordó momentos en el juzgado cuando hombres que acababan de oír su sentencia lo habían increpado. Él los había mirado fijamente a los ojos con la misma expresión imperturbable con la que había puesto fin a innumerables disturbios en la sala de juicios. Sentía como los ojos se le entrecerraban, su mandíbula se tensaba y era como encontrar sus pantuflas en el fondo del armario y calzárselas. Olivia le había advertido lo inestable que era Lewis, pero se había quedado corta.
Lewis echó la cabeza hacia atrás.
– ¡Me lo deben! -gritó.
– ¿Por qué? ¿Porque las cosas les salieron bien a ellos? ¡No le deben nada!
– ¡No sabes una mierda, viejo cerdo! No tienes ni idea.
– Sé que lo que hicieron estuvo mal y que lo que están haciendo ustedes ahora, también.
– Ética de cerdos trasnochados.
– Retórica de hippies trasnochados.
Por un momento pareció que Bill le iba a dar un puñetazo al juez, pero entonces se volvió y caminó a grandes zancadas por el ático hasta detenerse precisamente frente al trozo de pared donde habían estado trabajando. El juez notó que Tommy se ponía rígido y daba un respingo.
Lewis parecía estar mirando directamente a los tablones sueltos. Desde donde estaba sentado el juez podía ver las marcas de arañazos y las pequeñas esquirlas de madera que dejaban muy claro lo que habían estado haciendo. Se quedó paralizado sin saber qué hacer.
Transcurrió un segundo terrible, después Tommy habló:
– Pero ¿por qué no se fue usted a casa?
– ¿Cómo? -Lewis se giró bruscamente desde la pared, todavía temblando de ira.
– ¿Por qué no se fue usted a casa? -insistió Tommy.
– No podía.
– Pero ¿por qué?
– ¡A casa! ¡A mi casa! ¿Por qué no? -Lewis rompió en grandes carcajadas, su cuerpo agitándose en grandes convulsiones. Por un momento pareció rojo de ira pero al instante siguiente, tan rápidamente como había estallado su furia ésta se desvaneció y suspiró largamente, como un globo que se desinfla. El juez tenía la impresión de estar viendo físicamente la ira de aquel hombre disipándose en el ático.
– Ojalá lo hubiera hecho -dijo entonces Lewis con voz queda-. Pero no tenía un hogar como el tuyo, Tommy. -Se dirigió de nuevo a la cama arrastrando los pies y miró desconsolado el plato de sándwiches.- ¿Puedo comer uno?
– Claro -contestó el juez.
Lewis dio un gran mordisco y después miró a Tommy.
– No tenía un hogar como el tuyo -repitió.
– ¿No?
– No, señor, mis padres no nos tenían gran aprecio ni a mí ni a Emily; prácticamente nos echaron a patadas. Mi viejo era militar, sargento de instrucción y no le gustaban mucho ni las melenas, ni la educación ni la política radical, y yo tenía bastante de todo eso. -Sonrió.- Sobre todo pelo. -Se llevó el dedo a la cicatriz de la garganta.- Esto me lo hizo cuando tenía siete años y era igual de alto que Tommy. No obedecí una orden suya lo suficientemente rápido, sacó el cinturón y ¡zas! -Lewis cerró las manos dando una palmada que sobresaltó a los dos Tommys.- Mi vieja incluso llamó a la policía militar cuando vio la sangre. Me llevaron a la base, me cosieron y eso fue todo.
Lewis sonrió.
– Todos tenemos nuestras cicatrices -dijo-. Sólo que ésta es más visible.
Eso, pensó el juez Pearson, era una gran verdad.
Los dos hombres continuaron comiendo, como ajenos a lo que acababa de ocurrir. El juez se relajó y dijo:
– Bueno, ¡al menos no le sale nada mal hacer sándwiches! ¡Algo es algo!
Lewis asintió:
– Siento todo esto, de verdad. Yo no tengo nada contra ti o contra Tommy, la verdad, pero hay un plan y hay que seguir los procedimientos, tú lo sabes mejor que nadie, juez. Así funcionan los tribunales, ¿no? A base de procedimientos.
El juez masticó y tragó.
– Eso es verdad. ¿Ha estado en algún juicio?
– No, sólo una vez por multas de tráfico, en Miami. Supongo que he tenido suerte.
Sonrió.
– ¿Sabe lo realmente absurdo de todo esto? Que en el 68, cuando estábamos juntos los de la Brigada, yo quería echar a Duncan y a Megan. Creía que les faltaba madera, por decirlo de alguna forma. No pensaba que estuvieran realmente comprometidos con la causa, con nuestra filosofía. Ojalá hubiera insistido.
– Así son las cosas. Calculo que tal vez en un sesenta por ciento de los casos que he juzgado hubo algo, un momento, en que las personas podrían haber cambiado las cosas, pero no lo hicieron y por eso acabaron allí.
– El destino es caprichoso -dijo Bill con una sonrisa.
El juez asintió.
Mientras los dos hombres hablaban, Tommy dejó su sándwich a medio comer y se separó del juez, sentándose con cuidado en el borde de la cama. Tenía la mente dividida en dos secciones, la primera de las cuales le gritaba instrucciones y la otra lo conminaba a ignorarlas. ¡Hazlo!, decía la primera. Quédate donde estás!, gritaba la otra. ¡Adelante! ¡Quieto! ¡Adelante! ¡Quieto! No sabía con seguridad si era el único en haberse dado cuenta de que Lewis no había echado el cerrojo al entrar en el ático. Se preguntaba cómo podría volverse invisible y levantarse tan despacio y tan en silencio que nadie notara su marcha, sin que sus pisadas hicieran ruido alguno.
Entonces vio a Lewis alargar la mano de nuevo hacia la bandeja de comida, dándole parcialmente la espalda.
¡Ahora! La orden era tan enérgica que lo sobresaltó. ¡Ahora! ¡Adelante!
Sentía sus músculos tensarse y la cabeza le daba vueltas, como si se encontrara nadando contra la marea, arrastrado por las olas y pugnando por mantener la cabeza fuera del agua.
¡Ahora!
Se puso de pie de un salto.
– ¡Eh!
– ¡Tommy!
Las voces sorprendidas de Bill y de su abuelo le sonaron distantes, tenía la sensación de estar volando hacia la puerta.
Se dirigió hacia las escaleras, tropezando en su huida y tuvo que apoyarse contra la pared para sujetarse. Después se lanzó salvajemente contra la puerta del ático buscando el picaporte y sólo vagamente consciente de los dos hombres que corrían detrás de él.
– ¡Alto! -La voz de Bill Lewis era aguda y sonaba angustiada.
– ¡Párate ahora mismo! ¡Por Dios, Tommy, quieto ahí!
Tommy agarró el picaporte y abrió la puerta de par en par, a sólo unos metros de las manos que intentaban sujetarlo.
– ¡Dios! ¡Olivia, Ramón! ¡El niño! ¡Ayuda! -gritó Lewis.
Tommy cruzó la puerta huyendo de los gritos de éste mientras escuchaba a su abuelo a sus espaldas.
– ¡Vamos, Tommy! ¡Corre!
– ¡Agárrenlo! ¡Agárrenlo! ¡Ayuda! ¡Maldita sea, ven aquí!
Lewis estaba sólo a un paso detrás de Tommy, quien cerró la puerta con fuerza, golpeando el brazo extendido del hombre.
– ¡Mierda! ¡Maldita sea, ayuda! -el vozarrón de Lewis parecía envolver a Tommy, azotándolo como un viento racheado.
– ¡Corre, Tommy, corre! -oyó gritar a su abuelo-. ¡Sal de aquí, escapa!
Tommy atravesó corriendo el rellano y dejó atrás varias puertas y el cuarto de baño en dirección a la escalera. Los objetos pasaban ante sus ojos como pequeñas ráfagas: un lavabo, un dormitorio, un montón de ropa sucia, algunas armas y munición sobre una cama. Las ignoró y siguió corriendo, escuchando únicamente el ruido de sus pisadas que avanzaban por el suelo de madera. Sentía a Lewis detrás de él y sabía, sin necesidad de volverse, que tenía los brazos extendidos intentando sujetarlo. Le esquivó de un salto y, agarrándose de la barandilla, se columpió liberándose de los dedos de Lewis que habían logrado asir su suéter. Escuchó un golpe seco y más palabras malsonantes conforme Bill se resbalaba y caía. Miró hacia abajo y vio a Olivia y a Ramón empuñando armas y corriendo escaleras arriba hacia él. Se volvió y vio a Lewis ponerse de pie e intentar atraparlo una vez más. Lo esquivó haciéndolo resbalar de nuevo y provocando una nueva sarta de obscenidades. Entonces corrió por el pasillo y entró en uno de los dormitorios, cerrando la puerta detrás de él y dirigiéndose a la ventana.
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