John Katzenbach - Un Asunto Pendiente

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Megan y Duncan Richards son gente normal. Él es banquero; ella, agente inmobiliaria. Tienen dos hijas adolescentes y un hijo. Viven en una casa preciosa. Todo indica que sus días de activistas políticos, allá por 1968, han quedado muy atrás. Después de todo, cualquiera que fuera joven en 1968 tiene un pasado activista.
Pero Megan y Duncan son distintos. Ellos fueron un poco más lejos. Empujados por una hermosa mujer que se hacía llamar Tania y que dirigía un grupo radical llamado la Brigada de Phoenix, tomaron parte en un robo que, según Tania, sería sencillo y sin derramamiento de sangre, pero no fue así. Desde entonces han pasado 18 años.
Y ahora, cuando los Richards disfrutan de su tranquilidad familiar, Tania está a punto de salir de la cárcel. Lleva 18 años planeando cómo vengarse de las dos personas a las que culpa de lo que ocurrió aquel día. Su venganza será dulce, será perversa. Empezará por su hijo…

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– Pizza -contestó Tommy aún mareado.

– Pollo -dijo el juez.

Bill sonrió.

– Veremos -dijo mientras les alargaba la bandeja.

El juez tomó un sándwich tras decidirse entre fiambre y manteca de maní con mermelada y volvió a sentarse masticando un bocado de mortadela con mayonesa. Acercó la bandeja a Tommy, que sin mucho entusiasmo escogió un sándwich de mermelada y manteca de maní. El juez vio que le daba un mordisco al tiempo que miraba de reojo el lugar de la pared donde habían estado trabajando. Un escalofrío de miedo lo recorrió pero pronto se sobrepuso y dio una palmadita a su nieto en la rodilla, tratando de llamar su atención sin que resultara demasiado obvio. Después se volvió y sonrió a Lewis pensando: ¡Vete de aquí!, pero éste se sentó en la cama frente a ellos y comenzó a estirarse. ¡Maldito sea!, pensó el juez. ¡Déjanos en paz! Pero en lugar de eso dijo:

– ¿Qué tal van las cosas?

Bill sacudió la cabeza.

– Ella es quien da la información.

– ¡Claro! -contestó el juez.

– Lo siento, pero Olivia es quien dicta las reglas. Es la jefa, y hasta ahora todo ha salido exactamente como predijo. Así que, ¿por qué estropearlo?

– Bueno, no veo dónde está el peligro.

Lewis se encogió de hombros.

– Lo siento.

– Lo que quiero decir -continuó el juez- es ¿qué hay de malo en un poco de información? Sólo quiero saber si se ha avanzado algo; bastaría con un sí o un no. Mírenos, estamos aquí aislados de todo el mundo salvo de ustedes. No veo qué tiene de malo decirnos algo que nos pueda animar un poco.

– Lo siento, ya te lo he dicho. Paciencia -Bill miró a su alrededor como para cerciorarse de que no había nadie más en la habitación y después susurró:- Supongo que estamos llegando al final, pero eso es todo lo que sé y tendrán que conformarse con ello.

El juez asintió.

– Es sólo que no me parece justo tenernos tanto tiempo sin información, especialmente al niño.

– La vida no siempre es justa.

– Pero por lo que dice Olivia sí lo es, ¿no? Usted no es como ella realmente, ¿verdad?

– ¿Qué quieres decir?

– Lo que he dicho, que usted no es como ella.

– Claro que lo soy.

El juez negó con la cabeza.

– ¡Lo soy! -insistió Lewis-. Siempre lo he sido, desde que nos conocimos.

– ¿Cuándo fue eso?

– En el 65, unos pocos años antes de la Brigada Fénix. Siempre estábamos juntos, ya sabes, solidaridad y todo eso.

– Pero después ella fue a la cárcel.

– Sí, y su hija y su marido se hicieron ricos, y yo tuve que esconderme.

– ¿Por cuánto tiempo?

– Todavía sigo escondido -contestó Lewis con cierto tono de orgullo.

– Pero seguramente… -el juez se interrumpió.

– ¿Seguramente qué?

– No nada, no sabía…

– ¿Qué?

– Pues que debió de llegar un momento en que se imaginaría usted que habían dejado de buscarlo; a nadie lo persiguen toda la vida.

– Desde luego que sí. Vamos, juez…

Lewis se acomodó en la cama, parecía a gusto y deseoso de hablar. Tommy lo vio estirarse y siguió mordisqueando su sándwich, aunque cada bocado le resultaba más seco y amargo y difícil de tragar que el anterior. La cabeza le daba vueltas y sentía que iba a darle un ataque. ¡Ahora no! Se gritó interiormente. ¡Para!, pero las emociones eran demasiado intensas, lo dominaban y poco a poco sintió que lentamente todo se desvanecía…

– No te imaginas lo que es vivir escondido, juez. Llega un momento en que no sabes si siguen buscándote o no; es el peor. Porque ¿sabes? Huir no es tan malo. La adrenalina te empuja y estás siempre alerta, siempre preparado para lo que pueda venir, como con un chute de anfetaminas. Es la mejor parte de ser, digamos, un delincuente. Siempre en guardia; es emocionante y hasta divertido. Pero pasado un tiempo, años incluso, tal vez hasta diez, empiezas a dudar. Todo lo que te rodea ha cambiado, pero tú no. Incluso si estás trabajando, enseñando matemáticas en un instituto o construyendo casas -yo hice esas dos cosas- o trabajando en una plataforma petrolera en el golfo de México -eso sí que fue duro, juez-, incluso si estás haciendo todas esas cosas, en el fondo sabes que todo es mentira y que en realidad estás huyendo. Y eso es horrible, porque no sabes si hay alguien ahí afuera que sigue buscándote. Sin todos esos policías de civil y agentes secretos no haría falta esconderse, no tendría sentido. Así que te preguntas si tú también habrás dejado de tener sentido. Desperdiciando tu vida para terminar como una nota a pie de página en la tesis doctoral de un miembro de la policía científica.

– ¿Y qué hizo?

– Bueno, cuando llegué a ese punto Ramón y yo estábamos juntos. Decidí que no había manera de confirmar si seguían buscándome o no, así que elegí mi segunda opción.

– ¿Y cuál era?

– Contacté con Olivia.

– No lo entiendo.

– Ya la has visto, juez. ¿No lo has averiguado aún? A ella siempre la están buscando. Tiene algo que las autoridades odian y temen al mismo tiempo y siempre la odiarán por eso. Piénsalo. Si la llevaran ante ti para juzgarla por, digamos, por conducción temeraria o desorden público, ¿qué sentencia le impondrías?

– La máxima -contestó el juez sin dudar.

Lewis echó la cabeza atrás y soltó una carcajada.

– Yo haría lo mismo.

Los dos hombres se midieron unos segundos.

– Así que -continuó Lewis- eso es precisamente lo que ella me da, un pasaporte a la vida real. Otra vez me siento vivo, estoy haciendo algo y no me limito a ir de trabajo en trabajo preguntándome todo el tiempo qué será de mí y viendo a los demás planear sus vidas y sabiendo que la mía es sólo pasado.

El juez movió la cabeza, pensativo. No sabía cómo continuar la conversación, así que se aventuró a decir:

– Así que se puso en contacto con ella.

– Le escribí una carta.

– ¿Una carta?

– Claro, los vigilantes de la prisión son estúpidos, juez. No serían capaces de descifrar el código más simple. Recuerdo las primeras líneas: «Querida Olivia, gracias por tu nota. El primo Lew está muy bien, y Bill también. Están deseando saber de ti…». Lew y Bill; no le costó mucho saber de quién era la carta.

– Y entonces planearon esto.

– Bueno, digamos que seguimos en contacto.

– No me parece usted el tipo de hombre capaz de hacer algo así.

– ¡Ja! Eso demuestra lo poco que me conoces.

– Lo que quiero decir es que, puedo entender en parte el odio de Olivia, después de pasar tanto tiempo entre rejas, pero usted ha estado por ahí…

El juez dejó de hablar cuando vio la cara que ponía Lewis, quien se puso de pie bruscamente; era alto como un jugador de básquet, y erguido frente a ellos resultaba amenazador. De pronto se inclinó y acercó su cara a escasos milímetros de la del juez, que se echó hacia atrás como si lo hubieran golpeado. El rostro desencajado de Lewis era una mezcla de sonrisa despectiva y mueca de asco que a duras penas ocultaba una gran furia.

– ¡Tus putos hijos, cerdo! Me hicieron pagar tanto como a ella. ¿Acaso crees que mi cárcel fue diferente? ¿Crees que vivir huyendo y escondido se diferencia en algo de estar en la cárcel? ¿Sabes quién murió ahí, en la puta calle de Lodi? ¡Era mi amor, mi mujer! Y los dos la queríamos a Olivia. Duncan lo jodió todo, mi futuro. ¡Maldito sea! Toda mi vida, juez, toda mi vida. ¿Sabe que tan sólo me faltaba leer la tesis sobre ingeniería aplicada para ser doctor? Podía haber trabajado de ingeniero, podía haber llegado a ser algo en el mundo nuevo si ese hijo de puta no se hubiera acobardado dejándonos allí tirados. Yo salí corriendo, juez, y llevo corriendo desde el momento en que mató nuestro futuro. Ahora es el momento de cobrarme lo que me debe.

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