John Katzenbach - Un Asunto Pendiente

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Megan y Duncan Richards son gente normal. Él es banquero; ella, agente inmobiliaria. Tienen dos hijas adolescentes y un hijo. Viven en una casa preciosa. Todo indica que sus días de activistas políticos, allá por 1968, han quedado muy atrás. Después de todo, cualquiera que fuera joven en 1968 tiene un pasado activista.
Pero Megan y Duncan son distintos. Ellos fueron un poco más lejos. Empujados por una hermosa mujer que se hacía llamar Tania y que dirigía un grupo radical llamado la Brigada de Phoenix, tomaron parte en un robo que, según Tania, sería sencillo y sin derramamiento de sangre, pero no fue así. Desde entonces han pasado 18 años.
Y ahora, cuando los Richards disfrutan de su tranquilidad familiar, Tania está a punto de salir de la cárcel. Lleva 18 años planeando cómo vengarse de las dos personas a las que culpa de lo que ocurrió aquel día. Su venganza será dulce, será perversa. Empezará por su hijo…

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Ahuyentó estos pensamientos y paseó la vista por la habitación inspeccionando las paredes blancas, la chimenea desnuda y los escasos muebles. Podía oír a Bill y a Ramón moviéndose en diferentes partes de la casa; las paredes eran delgadas como el papel, pensó. Llevamos dos meses aquí preparándonos para estos pocos días y ahora casi ha llegado el momento de marcharnos. Se preguntó adónde irían, a algún sitio donde hiciera calor. Esta casa estaba llena de corrientes de aire y los helados vientos de Nueva Inglaterra se colaban por cada resquicio.

En la cárcel en cambio siempre hacía calor. Cuando llegaba el frío grandes calefactores pagados por el Estado bombeaban aire caliente que se mezclaba con las iras y frustraciones de las reclusas.

¿Qué haré cuando salga? Era la pregunta omnipresente en la cárcel, en cada conversación, cada horrible comida, cada día interminable, cada noche de insomnio. Salir. También a las condenadas por asesinato las obsesionaba la idea, incluso si aún les faltaban veinte o treinta años para salir. Encontraré a un hombre que me quiera. Me largaré de este puto estado. Recuperaré a mis hijos y sentaré cabeza, viviré sin barrotes, libre para hacer lo que me dé la gana. Volveré a mi pueblo y viviré al día. Me haré secretaria, oficinista, trabajaré de albañil, de mujer de la limpieza, de puta, de traficante. Haré la calle un tiempo hasta reunir suficiente dinero para comprarme un sitio donde vivir. Volveré a lo que estaba haciendo aunque esta vez seré más lista y no me atraparán. Daré un último golpe y después me retiraré para siempre.

Recordó cientos, miles, millones de conversaciones parecidas: Voy a hacer tal y tal cosa. Ninguno de esos propósitos se haría realidad y muchas de aquellas mujeres regresaban a la cárcel pasados un par de años con nuevos tatuajes y cicatrices, nuevos planes y propósitos para cuando salieran otra vez. Había una mujer en concreto, alta y esbelta, de raza negra, que Olivia recordó con una punzada de tristeza. La quise un poco, pensó, no tanto como quise a Emily, pero sí un poco. Era la única a quien Olivia había confiado su propia fantasía: Me voy a vengar de los que me metieron aquí. La mujer había asentido y después le había dicho: Ya no serás la misma persona que cuando llegaste aquí, así que tendrás que buscar una nueva forma de vengarte.

¿Habrá muerto?, se preguntó Olivia. ¿Se la habrían tragado las calles, como a tantas otras? Probablemente. Pero recordaba el consejo de la mujer y lo había guardado en su memoria junto con todas las conversaciones que había tenido con Megan y Duncan en los primeros días de la Brigada Fénix, conversaciones que siempre habían empezado de forma inocua, con preguntas del tipo ¿y tú, de dónde eres? O ¿tienes familia? O ¿cuándo fue la última vez que volviste a casa? Pero había tomado nota mentalmente de toda esta información y de mucha más, y sabía perfectamente adónde iría en cuanto saliera de la cárcel, igual que habría sido capaz de localizar a cualquier otro miembro de la brigada, incluso después de pasados dieciocho años.

Inspiró profundamente y después expulsó el aire despacio. Todo va bien y según lo planeado. Mantén el control, mantén el control.

Después se sintió mejor y fue en busca de Ramón, preguntándose si había llegado el momento de provocarlo un poco para hacer salir su lado violento.

***

Tommy se entretuvo un buen rato raspando con el clavo la mugre y la escayola que recubrían las paredes de madera del ático, sintiendo en su mano el aire frío que soplaba contra el costado de la casa. Pensó un instante que las cosas estaban al revés, el viento frío que soplaba fuera estaba encerrado y él trataba de liberarlo de su cautividad, soltando las cadenas y dejándolo subir disparado en dirección al cielo.

Desde aquella mañana, con su abuelo interrumpiéndolo de vez en cuando con sus consejos, Tommy había raspado ya media docena de tablones de madera. Cada vez que llegaba al punto donde parecía que el tablón iba a salirse de su marco el juez le ordenaba parar y entonces sacaba del somier metálico el muelle suelto que había encontrado antes y, colocándolo a modo de cuña, forzaba suavemente el tablón separándolo del marco de manera, de modo que bastara un empujón fuerte para desprenderlo del todo.

Era una tarea lenta. Cada vez que oían un ruido procedente del resto de la casa paraban, limpiaban la zona lo más rápidamente que podían y regresaban a sus catres. Luego, una vez se hacía el silencio de nuevo, Tommy regresaba a la pared y volvía a rasparla infatigable con el clavo, sin importarle los calambres que sentía en la mano, socavando poco a poco los límites de su celda. Mientras trabajaba soñaba con escapar y se veía saliendo por un agujero en la pared y saltando al tejado inclinado que sabía lo esperaba afuera. Después bajaría hasta el borde y se dejaría caer balanceándose hasta el porche y de ahí, de un nuevo salto, al suelo. Se veía correr por campos y carreteras en un día de invierno, respirando bocanadas de aire frío. Pasado el bosque habría un claro, después casas aisladas y por último las afueras de la ciudad. Podía ver las calles de Greenfield en su imaginación. Dejaría atrás su colegio, el banco de su padre, la oficina de su madre y el instituto donde estudiaban Karen y Lauren, para entonces, respirando ya normalmente y sin sentir el aire frío, libre ya del miedo y el cansancio y apenas tocando el suelo con los pies, enfilar la calle hacia su casa.

Raspó más fuerte. Una y otra vez, apretar y tirar, royendo la pared como un obstinado ratón. Soy un ratón, pensó, y estoy haciendo mi madriguera.

Vio su casa y a su familia esperándolo y apretó los dientes. Entonces la mano se le resbaló y una astilla se le clavó en el dedo, pero aguantó el dolor.

Soy un ratón soldado.

Raspó una última esquirla de madera de la pared y sintió un placer repentino al imaginarse ya en brazos de su madre. También pensó en los abrazos de oso que le daría su padre y el calor que desprendería su cuerpo. Karen y Lauren intentarían estrujarlo y besarlo una y otra vez, pero sonrió y decidió que por esta vez las dejaría, aunque en realidad ya estaba mayor para esa clase de cosas.

– Abuelo, creo que conseguí soltar otro. Trae el muelle.

El juez soltó el muelle del somier y lo ocultó en su mano imaginando por un momento que podría clavarlo en el cuello de uno de sus secuestradores. Después se acercó a la pared.

– Buen chico, Tommy. Pronto estaremos fuera de aquí. -Inténtalo.

El juez hizo palanca con el muelle bajo el tablón y tiró. Hubo un crujido sordo y después un chasquido cuando la madera cedió.

– Muy bien -dijo el juez.

– ¿Sigo?

El juez se enderezó.

– ¿Por qué no descansas un rato? -empezó a decir, pero enseguida se calló y levantó una mano-. ¡Sshh!

Tommy escuchó atento.

– ¡Creo que viene alguien! -dijo. Se sentía como si se hubiera quedado sin cuerda y jadeaba.

Ambos oyeron una puerta que chirriaba y después pasos. -¡Deprisa! -dijo el juez.

Tommy limpió el suelo a gran velocidad con la mano, empujando el polvo y el aserrín hacia las esquinas de la habitación, después corrió y escondió el clavo bajo el colchón de una de las camas. Mientras tanto el juez había vuelto a colocar el muelle suelto en la otra. Escucharon el cerrojo descorrerse y miraron hacia la puerta. Era Bill Lewis con la bandeja del almuerzo.

El juez se relajó y se puso de pie, no sin antes apoyar una mano en el hombro de Tommy, que respirada agitadamente, para tranquilizarlo.

No se dará cuenta, pensó. Olivia leería enseguida en nuestras caras que tramamos algo, pero Lewis no está tan alerta.

– Otra vez sándwiches, me temo. -La creciente familiaridad con que trataba a sus prisioneros había añadido un matiz jocoso a su voz.- En el tuyo puse más mermelada, Tommy, y esta noche intentaré prepararles algo caliente. O tal vez iré por pizza o pollo frito. ¿Qué prefieren?

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