David Baldacci - Los Coleccionistas

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El Camel Club entra de nuevo en acción. Son cuatro ciudadanos peculiares con una misma meta: buscar la verdad, algo difícil en Washington. Esta vez el asesinato del presidente de la Cámara de Representantes sacude Estados Unidos. Y el Camel Club encuentra una sorprendente conexión con otra muerte: la del director del departamento de Libros Raros y Especiales de la Biblioteca del Congreso. Los miembros del club se precipitarán en un mundo de espionaje, códigos cifrados y coleccionistas.

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Oliver y Milton la intrigaban, Caleb era un tanto «especial» y Reuben resultaba divertido con su embelesamiento. Annabelle admitía que se lo pasaba bien en compañía de aquel grupo. Pese a tener una personalidad solitaria, Annabelle siempre había pertenecido a un equipo y una parte de ella seguía necesitando esa sensación. Había comenzado con sus padres y había continuado de adulta al dirigir sus propios equipos. Oliver y los demás satisfacían esa necesidad vital, aunque de un modo diferente. De todas maneras, no debería estar allí.

Dejó de peinarse, se quitó la toalla y se puso una camiseta. Se acercó a la ventana y observó la calle atestada. Sin dejar de mirar aquella vorágine de tráfico y transeúntes apresurados, reconstruyó mentalmente lo que había hecho hasta el momento: se había hecho pasar por la directora de una revista, había ayudado a Oliver a allanar la Biblioteca del Congreso, había cometido un delito al hacerse pasar por un agente del FBI y ahora tendría que buscar la manera de que Caleb consiguiera las cintas de vídeo de seguridad para saber qué le había pasado a Jonathan. Si Oliver estaba en lo cierto, personas más peligrosas que Jerry Bagger podrían enfrentarse a ellos.

Se apartó de la ventana, se sentó en la cama y comenzó a ponerse loción en las piernas. «Esto es una locura -se dijo-. Bagger removerá cielo y tierra para encontrarte y matarte, y aquí estás tú, sin tan siquiera haber salido del país.» Sin embargo, había prometido a los miembros del Camel Club que los ayudaría. De hecho, se recordó a sí misma que había insistido en formar parte del grupo.

– ¿Debería quedarme y arriesgarme a que el radar de Jerry no llegue a Washington? -se preguntó en voz alta.

Alguien había asesinado a Jonathan; quería vengarse, aunque sólo fuera porque la enfurecía que alguien hubiera decidido acabar con su vida antes de la cuenta.

De repente, se le ocurrió algo y consultó la hora. No tenía ni idea de qué hora sería allí, pero necesitaba saberlo. Corrió hasta el escritorio y cogió el móvil. Marcó y esperó con impaciencia mientras sonaban los tonos. Le había dado ese número y un teléfono internacional para mantenerse en contacto después de la estafa. Si a alguno de los dos le llegaban noticias de Jerry, avisaría al otro.

– Hola -dijo Leo finalmente.

– Hola. Creía que no responderías.

– Estaba en la piscina.

– En la piscina, qué bien. ¿En qué parte?

– En la más honda.

– No, me refería a en qué parte del mundo.

– No puedo responder. ¿Y si Bagger está ahí?

– Entiendo. ¿Te ha llamado alguien más?

– No, nadie.

– ¿Sabes algo de Bagger?

– No, lo he borrado de mi agenda -repuso Leo lacónicamente.

– Me refería a que si sabes si ha habido represalias.

– No, sólo algún que otro rumor. No quería investigar más de la cuenta; apuesto lo que sea a que al tío le ha entrado el instinto homicida.

– Sabes que nos buscará mientras viva.

– Entonces ojalá que se muera de un infarto. No quiero que el pobre sufra. -Se calló y añadió-: Hay algo que tendría que haberte dicho antes. Y no te cabrees.

Annabelle se irguió.

– ¿Qué has hecho?

– Estaba hablando con Freddy y se me escaparon algunos detalles sobre ti.

Annabelle se levantó.

– ¿Qué detalles?

– Tu apellido y lo que hacías con Paddy.

– ¿Es que te has vuelto loco? -gritó.

– Lo sé, lo sé, fue una tontería. No fue premeditado. Sólo quería que supiera que no eres como tu viejo, pero no se lo conté a Tony. No soy tan idiota.

– Gracias, Leo, muchísimas gracias, ¡joder!

Colgó y se quedó en el centro de la habitación. Freddy sabía cuál era su apellido y que su padre era Paddy Conroy, el mayor enemigo de Jerry Bagger. Si Jerry daba con Freddy, lo haría hablar, y luego Bagger iría a por ella; Annabelle podía predecir su destino con bastante acierto: Jerry la metería, pedacito a pedacito, en una trituradora de madera.

Annabelle comenzó a preparar la maleta. «Lo siento, Jonathan», pensó.

Cuando Caleb regresó a su apartamento aquella noche, vio que alguien lo esperaba en el aparcamiento.

– Señor Pearl, ¿qué hace aquí?

En esa ocasión, Vincent Pearl no se parecía al profesor Dumbledore, sobre todo porque no llevaba la larga túnica violeta, sino traje, camisa de cuello abierto, zapatos relucientes y el pelo largo y espeso peinado con esmero. Con el traje parecía más delgado que con la túnica.

Caleb, más bien rollizo, se dijo que nunca llevaría túnica. Pearl tenía las gafas medio caídas sobre la nariz mientras lo observaba en silencio con una expresión tan condescendiente que el bibliotecario comenzó a inquietarse.

– ¿Y bien? -le preguntó Caleb.

– No me ha devuelto las llamadas -dijo Pearl con voz grave y ofendida-. Creí que mi presencia le ayudaría a recordar mi interés en el Libro de los Salmos.

– Ya veo.

Pearl miró a su alrededor.

– Un aparcamiento no me parece el lugar más apropiado para hablar sobre uno de los libros más importantes del mundo.

Caleb suspiró.

– De acuerdo, vayamos a mi apartamento.

Subieron en el ascensor hasta la planta de Caleb. Los dos se sentaron, el uno frente al otro, en el pequeño salón.

– Temía que hubiera decidido ir directamente a Sotheby's o Christie's con el Libro de los Salmos.

– No, qué va. Ni siquiera he vuelto a la casa desde que estuvimos allí la última vez. No lo he llamado porque todavía me lo estoy pensando.

Pearl parecía aliviado.

– Nos convendría comprobar la autenticidad del libro. Conozco varias empresas de reputación intachable que podrían hacerlo. No veo motivo alguno para esperar.

– Bueno -dijo Caleb en tono vacilante.

– Cuanto más retrase la operación, menos control tendrá sobre el hecho de que la gente sepa de la existencia del duodécimo Libro de los Salmos.

– ¿A qué se refiere? -preguntó Caleb, inclinándose hacia delante.

– Creo que no es consciente de la importancia de este descubrimiento, Shaw.

– Todo lo contrario, soy perfectamente consciente.

– Me refiero a que podría haber filtraciones.

– ¿Cómo? No se lo he contado a nadie.

– ¿A sus amigos?

– Son de fiar.

– Entiendo, pero me perdonará si no comparto su confianza. Si se produjera una filtración, la gente empezaría a lanzar acusaciones. La reputación de Jonathan se vería empañada.

– ¿Qué clase de acusaciones?

– ¡Oh, santo cielo!, se lo diré con claridad: que el libro es robado.

Caleb recordó su propia teoría de que el ejemplar de la biblioteca era una falsificación.

– ¿Robado? ¿Quién se lo creería?

Pearl respiró hondo.

– En la larga historia del coleccionismo de libros, ninguno de los propietarios de ese tesoro lo ha mantenido en secreto. Hasta ahora.

– ¿Y por eso cree que Jonathan lo robó? ¡Ridículo! Tenía tanto de ladrón como yo. -«Ojalá no me equivoque», pensó.

– Pero tal vez se lo comprara a alguien que lo había robado, puede que sin querer, puede que no. Al menos, es posible que lo sospechase, de ahí el secretismo.

– ¿Y de dónde robaron el libro, para ser exactos? Dijo que se había puesto en contacto con los otros propietarios.

– ¿Qué demonios esperaba que dijeran? -espetó Pearl-. ¿Cree que admitirían que su ejemplar era robado? Quizá no lo sepan. ¿Y si sustituyeron el original con una falsificación perfecta? Tampoco es que comprueben sus ejemplares a diario para asegurarse de su autenticidad. -Se calló y añadió-: ¿Encontró la documentación relativa al libro? ¿Un contrato de compraventa? ¿Algo que demostrase su procedencia?

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