David Baldacci - Los Coleccionistas

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El Camel Club entra de nuevo en acción. Son cuatro ciudadanos peculiares con una misma meta: buscar la verdad, algo difícil en Washington. Esta vez el asesinato del presidente de la Cámara de Representantes sacude Estados Unidos. Y el Camel Club encuentra una sorprendente conexión con otra muerte: la del director del departamento de Libros Raros y Especiales de la Biblioteca del Congreso. Los miembros del club se precipitarán en un mundo de espionaje, códigos cifrados y coleccionistas.

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Cuando Caleb le trajo el volumen, le dijo:

– Pues bien, disfrute.

Seagraves miró a Caleb y sonrió.

– Oh, eso haré, señor Shaw, eso haré.

Reuben había quedado con Caleb para ir a casa de DeHaven cuando éste saliera del trabajo. Se pasaron dos horas buscando. En el escritorio encontraron recibos y contratos de compraventa de todos los demás libros, pero no dieron con nada que demostrase que el Libro de los Salmos fuera propiedad del difunto bibliotecario.

Caleb bajó a la cámara. Necesitaba comprobar si aquel ejemplar llevaba el código secreto de la biblioteca; así sabría si Jonathan lo había robado o no. Sin embargo, Caleb no hizo ademán de entrar en la cámara. ¿Y si el código estaba en el libro? No se atrevía a enfrentarse a esa posibilidad, así que hizo lo que mejor se le daba cuando se sentía presionado: salir corriendo. El libro podría esperar, se dijo.

– No lo entiendo -le dijo Caleb a Reuben-. Jonathan era un hombre honrado.

Reuben se encogió de hombros.

– Sí, pero la gente se toma muy en serio lo de coleccionar. Un libro así lo podría llevar a hacer algo turbio, y eso explicaría por qué lo mantenía en secreto.

– Pero al final se sabría -repuso Caleb-. Algún día moriría.

– Está claro que no esperaba morir de repente. Quizá tenía otros planes para el libro y no llegó a ponerlos en práctica.

– Pero ¿cómo subasto yo un libro que carece de documentación sobre su propiedad?

– Caleb, sé que era tu amigo y eso; sin embargo, creo que la verdad se sabrá tarde o temprano -le dijo Reuben con calma.

– Se armará un escándalo.

– No podrás evitarlo, pero asegúrate de que no te afecte.

– Supongo que tienes razón, Reuben. Gracias por ayudarme, ¿levas a quedar?

Reuben consultó la hora.

– Todavía es temprano. Creo que me iré contigo y volveré más tarde. Al menos he dormido un poco esta tarde.

Los dos hombres se marcharon. Tres horas después, poco antes de las once, Reuben entró de nuevo en la casa por la puerta de atrás. Se preparó un tentempié en la cocina y subió. Aparte de la «habitación del amor» de Cornelius Behan, desde el desván también se veía Good Fellow Street desde otra ventana de media luna. Reuben observaba la casa de Behan por el telescopio y luego la casa de enfrente con unos prismáticos que había traído.

Un coche aparcó junto a la casa de Behan hacia la una de la madrugada, y Reuben vio salir del Cadillac verde oscuro a Behan, una joven ataviada con un largo abrigo de piel negro y un par de guardaespaldas. La mujer de Behan no debía de estar en la ciudad, pensó Reuben mientras se colocaba junto a la ventana con vistas a la casa de Behan.

No tuvo que esperar mucho. Se encendieron las luces del dormitorio y entraron el contratista de Defensa y la jovencita de turno.

Behan se sentó en una silla, dio una palmada y la joven se puso manos a la obra de inmediato. Botón a botón, se quitó el abrigo de piel. Al abrirlo, y aunque se imaginaba lo que vería, Reuben se quedó boquiabierto mientras observaba el espectáculo por el telescopio: medias de rejilla hasta el muslo, sujetador sensual y unas bragas tan minúsculas que casi no se veían. Dejó escapar un largo suspiro de alivio.

Al cabo de unos instantes, Reuben percibió un destello rojo por la ventana que daba a la calle. Alzó la vista. Pensó que serían las luces de freno de un coche, se encogió de hombros y volvió a mirar por el telescopio.

La joven había dejado caer el sujetador al suelo, se había sentado en una silla y se estaba tomando su tiempo para bajarse las medias mientras el pecho, obviamente operado, se le desparramaba sobre el estómago plano.

«El plástico nunca falla», pensó Reuben mientras suspiraba de nuevo. Volvió a mirar hacia la otra ventana, donde vio con claridad un destello rojo. Eso no era un coche. Se acercó a la ventana y se quedó helado al ver la casa que estaba al otro lado de la calle. Aquel maldito lugar estaba envuelto en llamas. Escuchó con atención. ¿Eran sirenas? ¿Alguien había avisado del incendio?

No tuvo tiempo de responder a esa pregunta. El golpe le llegó desde atrás y lo derribó al suelo. Roger Seagraves rodeó el cuerpo y se acercó a la ventana con vistas a la casa de Behan, donde, sin tan siquiera usar el telescopio, vio que la joven había terminado de desvestirse y, con una sonrisa picara, se arrodillaba lentamente frente a un Cornelius Behan más que contento. Poco le duraría.

Cuando Reuben se despertó, al principio no supo dónde estaba. Se irguió poco a poco y vio la habitación. Seguía en el desván. Se levantó con las piernas temblorosas y recordó lo sucedido. Cogió un viejo trozo de tablón a modo de arma mientras recorría el desván con la mirada. No había nadie, estaba completamente solo. Pero alguien lo había golpeado tan fuerte en el cráneo que lo había derribado y dejado inconsciente.

Oyó ruidos procedentes de la calle. Miró por la ventana. Había varios camiones de bomberos alineados en la calle apagando las llamas de la casa de enfrente. Reuben también vio ir y venir varios coches de policía.

Mientras se frotaba la nuca, miró hacia la casa de Behan. Las luces estaban encendidas. Al ver que la policía entraba en la casa, tuvo un mal presentimiento. Cruzó la habitación tambaleándose y miró por el telescopio. La luz del dormitorio seguía encendida, aunque la actividad era bien distinta.

Cornelius Behan estaba tumbado boca abajo en el suelo, completamente vestido. Tenía el pelo mucho más rojo gracias al enorme agujero que se le veía en la parte posterior de la cabeza. La joven estaba apoyada en la cama, sentada. Reuben le vio las manchas rojas en la cara y en el pecho. Parecía como si le hubieran disparado en la cabeza. Los policías uniformados y de paisano estudiaban con detenimiento la escena del crimen. ¿Cuánto tiempo había estado inconsciente? Lo que vio a continuación hizo que olvidara todo lo demás.

Había dos orificios de bala en la ventana del dormitorio y otros dos orificios idénticos en la ventana por la que él estaba mirando. «¡Oh, mierda!», exclamó, tras lo cual salió corriendo hacia la puerta, tropezó de nuevo y se cayó. Alargó la mano para incorporarse y cogió algo del suelo.

Al levantarse, sostenía el rifle que estaba seguro que se había utilizado para matar a Behan y a la joven. Mientras corría por la cocina, vio la comida que había dejado fuera y supo que sus huellas estarían por todas partes, pero no tenía tiempo para preocuparse de eso. Salió por la puerta de atrás.

La luz lo cegó y levantó una mano para bloquear aquel resplandor.

– ¡Alto!-gritó una voz-¡Policía!

Capítulo 44

– Le conseguí un abogado -explicó Caleb-, aunque es tan joven y barato que no sé si lo hará bien. Pero le conté una mentira piadosa y le dije que Reuben estaba allí a petición mía para vigilar la colección de libros, y que por eso tenía las llaves de la casa y sabía la combinación de la alarma. Le expliqué lo mismo a la policía. Les proporcioné el nombre del abogado de Jonathan para que confirmen mi papel como albacea literario.

Milton y Caleb estaban en casa de Stone. La pasmosa noticia de la detención de Reuben por los asesinatos de Cornelius Behan y su amiga saltaba a la vista en el semblante sombrío de los presentes.

– ¿Saldrá bajo fianza? -preguntó Milton.

Stone negó con la cabeza.

– Teniendo en cuenta la situación personal de Reuben y las circunstancias del caso, lo dudo. Pero quizá con la información que Caleb les ha proporcionado reconsideren las acusaciones.

– He visto a Reuben esta mañana -dijo Caleb-. Me ha contado que estaba vigilando la casa de Behan cuando vio las llamas y luego alguien le golpeó en la cabeza y lo derribó. Cuando volvió en sí, vio que Behan y la chica estaban muertos. Intentó huir, pero la policía lo pilló.

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