David Baldacci - Los Coleccionistas

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El Camel Club entra de nuevo en acción. Son cuatro ciudadanos peculiares con una misma meta: buscar la verdad, algo difícil en Washington. Esta vez el asesinato del presidente de la Cámara de Representantes sacude Estados Unidos. Y el Camel Club encuentra una sorprendente conexión con otra muerte: la del director del departamento de Libros Raros y Especiales de la Biblioteca del Congreso. Los miembros del club se precipitarán en un mundo de espionaje, códigos cifrados y coleccionistas.

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– La prensa se ha puesto las botas con el hecho de que Behan apareciese muerto con su amante desnuda. Al parecer, anoche la señora Behan estaba en Nueva York -añadió Milton.

– Lo que tenemos que hacer es encontrar al verdadero asesino -dijo Stone.

– ¿Y cómo lo conseguiremos? -preguntó Milton.

– Prosiguiendo con nuestras investigaciones. -Miró a Caleb-. Necesitaríamos echar un vistazo a las cintas de vídeo de seguridad de la biblioteca.

– Susan dijo que me ayudaría, pero no he sabido nada de ella.

– Entonces te sugiero que lo hagas tú solo -dijo Stone.

Aunque Caleb pareció sorprenderse, no cuestionó sus palabras.

– Creo que podemos afirmar con toda tranquilidad que Behan y Bradley no eran amigos -dijo Stone-. Al principio creía que Behan había ordenado la muerte de Bradley, y puede que sea cierto, pero ¿quién mató a Behan y por qué?

– ¿Para vengarse de él por haber matado a Bradley? -sugirió Milton.

– Si fuera cierto, tendríamos que investigar a los posibles sospechosos desde esa perspectiva. -Stone miró a Milton-. Necesitaré información sobre miembros del gabinete de Bradley, socios conocidos o tal vez amigos en el ejército o en las agencias de inteligencia que contaran con los medios para asesinar a Behan.

Milton asintió.

– Hay algo llamado Directorio de No Electos que podría sernos útil. Sin embargo, será complicado obtener información de los militares o las agencias de inteligencia.

– Quienquiera que matase a Behan sabía que Reuben estaba en la casa y le cargó el muerto. Eso significa que también estaban vigilando la casa.

– ¿Los que estaban en la casa de enfrente que Reuben mencionó? -aventuró Caleb.

Stone negó con la cabeza.

– No. El fuego seguramente lo provocó un cómplice del asesino. Sabían que la casa de Behan estaba bajo vigilancia. El fuego fue una distracción para entrar en la casa, matar a Behan y huir.

– Muy astuto -comentó Caleb.

– Iré a ver a Reuben -dijo Stone.

– ¿No te pedirán la documentación o algo, Oliver? -señaló Milton.

– Pueden pedírmela, pero que yo sepa no es delito no tenerla.

– Estoy seguro que de Susan podría conseguírtela -sugirió Milton-. Tenía credenciales del FBI que parecían reales.

– ¿Dónde está nuestra intrépida compañera? -preguntó Caleb.

– Tenía otros planes -respondió Stone.

Jerry Bagger estaba sentado en su despacho con una expresión de derrota del todo inusual. Con mucha discreción, habían distribuido fotografías de Annabelle y Leo hasta en el último rincón del mundo de los estafadores, y nadie había logrado identificarlos. No resultaba sorprendente, porque no tenían ninguna instantánea clara de ella ni de su adlátere. Era como si hubieran sabido dónde estaban las cámaras de vigilancia. Y, aunque los suyos se habían esforzado por impedirlo, se habían filtrado pequeños rumores sobre la estafa; lo cual seguramente era peor que contar la verdad pura y dura, ya que daba pie a todo tipo de especulaciones. En resumen, el rey de los casinos era el hazmerreír de todos y eso aumentaba su deseo de encontrar a los dos estafadores y pasarlos por la sierra circular mientras grababa con la videocámara sus últimos suspiros agónicos en la tierra.

Habían registrado sus habitaciones y no habían encontrado ni una huella dactilar. Los vasos que la mujer y su compinche habían tocado estaban relucientes. El móvil que ella había arrojado contra la pared había acabado en un contenedor de escombros y luego en el vertedero del estado al que iba a parar la basura. El período de cuatro días les había permitido borrar su rastro. Bagger se llevó las manos a la cabeza. Y pensar que había sido él quien había sugerido ampliar el plazo a cuatro días. Se había estafado a sí mismo.

«Y ése había sido el plan de la muy puta desde el comienzo. Me dejó hacer para que cavara mi propia tumba», pensó.

Se levantó y se acercó a las ventanas. Se había jactado de ser capaz de descubrir una estafa antes de que pudieran aprovecharse de él. Sin embargo, se trataba de la primera estafa que le habían perpetrado de manera directa; todas las otras habían estado dirigidas al casino. Habían sido estafas menores pensadas para robarle en los dados, las cartas o la ruleta. Pero ésta había sido una estafa orquestada por una mujer que sabía perfectamente lo que hacía y que utilizaba todos y cada uno de sus recursos, incluyendo uno infalible: el sexo.

Sí, había sido muy convincente. Repasó mentalmente una y otra vez el rollo que le había largado. Había abierto y cerrado el grifo en los momentos oportunos. Le había convencido de que era una espía que trabajaba para el Gobierno. En la actualidad, teniendo en cuenta que los federales estaban de mierda hasta el cuello, costaba no creerse las historias más inverosímiles.

Miró por la ventana y recordó la llamada en la que ella le había dicho que quería reunirse con él tras haber despistado al equipo de seguridad que le seguía. Bagger le había mentido al decirle que ya se había ido de la oficina y que estaba saliendo de la ciudad. Ella le había dicho de forma tajante que todavía estaba en su despacho. Ese comentario lo había convencido por completo y le hizo creer que los espías lo estaban vigilando. ¡Vigilándolo, a él!

Observó el hotel que estaba al otro lado de la calle. Tenía veintitrés plantas, las mismas que su edificio. La hilera de ventanas daban a su oficina. ¡Hija de puta! ¡Eso era! Llamó a gritos al jefe de seguridad.

Después de formularle todo tipo de preguntas y llamar al abogado de Reuben, a Oliver le permitieron ver a su amigo en la celda. En cuanto la puerta se hubo cerrado, Stone se sobresaltó. Había estado encarcelado con anterioridad, aunque no en Estados Unidos. No, eso no era cierto, se corrigió. La última tortura se la habían infringido norteamericanos en suelo estadounidense.

Dando por supuesto que la celda estaba vigilada, Stone y Reuben hablaron en voz baja y usaron el menor número posible de palabras. Stone comenzó a dar golpecitos en el suelo de cemento con los pies.

Reuben se percató de ello.

– ¿ Crees que el ruido les impedirá oír lo que digamos? -le susurró con expresión escéptica.

– Lo dudo, pero así me sentiré mejor.

Reuben sonrió y también dio golpes en el suelo con los pies.

– ¿El fuego? -farfulló.

– Sí, lo sé -replicó Stone-. ¿Estás bien?

– Sólo un golpe en la cabeza. El abogado lo usará en la defensa.

– ¿Huellas en el arma?

– Accidentales.

– Caleb se lo explicó a la policía. Estabas vigilando los libros. -Reuben asintió-. ¿Algo más?

Reuben negó con la cabeza.

– Aparte del espectáculo erótico. No lo vi venir.

– Siguiendo el hilo de los acontecimientos, para que lo supieras.

– ¿ Relacionado?

Stone asintió de forma casi imperceptible.

– ¿Necesitas algo?

– Sí, a Johnnie Cochran. Una pena que esté en el gran tribunal del cielo. -Se calló-. ¿Susan?

Stone titubeó.

– Ocupada.

Cuando Stone salió del edificio poco después, se percató de que dos hombres -policías-lo seguían a una distancia prudencial.

– Dejaré que me acompañéis, pero sólo un ratito -musitó para sí. Ya estaba pensando en la siguiente persona con la que necesitaba hablar.

Capítulo 45

Roger Seagraves leyó la noticia en la pantalla del ordenador del trabajo. El sospechoso de asesinato se llamaba Reuben Rhodes. Ex militar y ex agente de la DIA (Agencia de Inteligencia de la Defensa) con problemas de bebida que había quemado todas las naves. Trabajaba en el muelle de Washington y vivía en una casucha en los confines del norte de Virginia. La noticia daba a entender que el tipo era una bomba de relojería andante. Este firme enemigo de la guerra había asesinado a un hombre que se había hecho rico vendiendo armas a ejércitos de todo el mundo. Demasiado bonito para ser cierto.

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