David Baldacci - Los Coleccionistas

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El Camel Club entra de nuevo en acción. Son cuatro ciudadanos peculiares con una misma meta: buscar la verdad, algo difícil en Washington. Esta vez el asesinato del presidente de la Cámara de Representantes sacude Estados Unidos. Y el Camel Club encuentra una sorprendente conexión con otra muerte: la del director del departamento de Libros Raros y Especiales de la Biblioteca del Congreso. Los miembros del club se precipitarán en un mundo de espionaje, códigos cifrados y coleccionistas.

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Se secó la cara con un trapo y empujó el cortacésped hasta el porche de la casa, donde lo esperaba Annabelle. Se quitó las gafas.

– ¿Qué tal, Oliver?

Stone permaneció en silencio unos instantes.

– Por tu vestimenta diría que vas a alguna parte.

– De hecho, he venido por eso, para comunicarte un cambio de planes. Tengo que marcharme. Mi vuelo sale dentro de un par de horas. No volveré.

– ¿En serio?

– En serio -respondió ella con firmeza.

– Bueno, no puedo culparte; las cosas se están poniendo feas.

Annabelle lo miró de hito en hito.

– Si crees que me largo por eso, no eres tan listo como creía.

Stone la observó unos instantes.

– Quienquiera que te persigue debe de ser muy peligroso.

– Me da a mí que tú también tienes enemigos.

– No los busco, pero ellos acaban encontrándome.

– Ojalá pudiera decir lo mismo. Suelo buscarme los enemigos.

– ¿Se lo dirás a los demás?

Annabelle negó con la cabeza.

– Pensaba pedirte que te despidieras por mí.

– Se llevarán un buen chasco, sobre todo Reuben. Y hacía años que no veía a Milton tan contento. Por supuesto, Caleb no admitirá que le gusta tu compañía, pero llevará la cara larga una buena temporada.

– ¿Y tú? -le preguntó Annabelle, sin mirarlo a los ojos.

Con la bota, Stone quitó un hierbajo que se había quedado atrapado en las ruedas del cortacésped.

– Es indudable que tienes un gran talento.

– Hablando de talento, me pillaste robándote la foto del bolsillo. No me había pasado desde que tenía ocho años. -Lo miró con expresión inquisitiva.

– Estoy seguro de que fuiste una niña precoz -repuso Stone.

Annabelle le dedicó una sonrisa complacida.

– Bueno, me lo he pasado bien. Cuidaos y andaos con ojo. Como has dicho, los enemigos acaban encontrándote. -Se volvió para marcharse.

– Esto… Susan, si resolvemos el misterio sobre la muerte de Jonathan, ¿quieres que nos pongamos en contacto contigo?

Annabelle lo miró.

– Creo que lo mejor será que deje el pasado donde está. En el pasado.

– Creía que te gustaría saberlo. Así nunca se supera una pérdida.

– Parece como si lo dijeras por experiencia propia.

– Mi esposa. Hace ya mucho.

– ¿Os habíais divorciado?

– No.

– En nuestro caso fue distinto. Jonathan decidió poner fin a nuestro matrimonio. Ni siquiera sé por qué vine aquí.

– Entiendo. ¿Podrías devolverme entonces la foto?

– ¿Qué? -dijo sobresaltada.

– La foto de Jonathan. Quiero llevarla a su casa.

– Oh, esto… no la llevo encima.

– Bueno, cuando llegues adondequiera que vayas, envíamela.

– Eres demasiado confiado, Oliver. No tengo motivo alguno para devolvértela.

– Ya. Ni un solo motivo.

Annabelle lo miró con curiosidad.

– Eres una de las personas más curiosas que he conocido, y eso significa mucho.

– Deberías marcharte o perderás el vuelo.

Annabelle observó las lápidas que los circundaban.

– Te rodea la muerte, es muy deprimente. Tal vez deberías buscarte otro trabajo.

– Ves muerte y tristeza en esos hoyos, mientras que yo veo seres que han vivido existencias plenas y cuyos buenos actos influirán en las generaciones venideras.

– Demasiado altruista para mi gusto.

– Yo también pensaba así.

– Buena suerte. -Se volvió para irse.

– Si alguna vez necesitas un amigo, ya sabes dónde encontrarme.

Los hombros de Annabelle se tensaron unos instantes al oír ese comentario, y entonces se marchó.

Stone apartó el cortacésped, se sentó en el porche y contempló las lápidas mientras comenzaba a soplar un viento helado.

Capítulo 43

Caleb se levantó y saludó al hombre que acababa de entrar en la sala de lectura.

– ¿En qué puedo ayudarlo?

Roger Seagraves le mostró a Caleb el carné de la biblioteca, que cualquiera podía obtener en el edificio Madison, al otro lado de la calle, enseñando el pasaporte o el permiso de conducir, falsos o no. El nombre que figuraba en el carné era William Foxworth y la fotografía coincidía con el hombre que tenía delante. En la base de datos de la biblioteca figuraba la misma información.

Seagraves miró las mesas donde había gente sentada.

– Busco un libro en concreto. -Seagraves le dijo el título.

– Bien. ¿Le interesa esa época en particular?

– Me interesan muchas cosas -respondió Seagraves-, y ésta es una de ellas. -Observó a Caleb unos instantes como si pensara qué quería decir. De hecho, había planeado el guión con gran esmero y había estudiado a fondo a Caleb Shaw-. También soy coleccionista, aunque me temo que bastante novato. Acabo de comprar varios volúmenes de literatura inglesa y me gustaría que alguien los valorase. Supongo que tendría que haberlo hecho antes de comprarlos, pero, como le he dicho, acabo de comenzar la colección. Hace poco conseguí un poco de dinero, y mi madre trabajó en una biblioteca durante muchos años. Los libros siempre me han interesado, pero me he dado cuenta de que coleccionarlos en serio es otro cantar.

– Sin duda. Y puede ser bastante implacable -dijo Caleb, tras lo cual se apresuró a añadir-: Sin perder la dignidad, por supuesto. Resulta que una de mis áreas de especialización es la literatura inglesa del siglo XVIII.

– Vaya, magnífico -replicó Seagraves-. Estoy de suerte.

– ¿De qué libros estamos hablando, señor Foxworth?

– Por favor, llámame Bill. Una primera edición de un Defoe.

¿Robinson Crusoe? ¿Moll Flanders?

Molí Flanders -respondió Seagraves.

– Excelente. ¿Qué más?

The Life of Richard Nash, de Goldsmith. Y uno de Horace Walpole.

¿El castillo de Otranto, de 1765?

– Ese mismo, y está en buen estado.

– No hay muchos ejemplares de esos libros. Se los valoraré con mucho gusto. Como sabrá, existen muchas ediciones distintas. Hay quien compra los libros creyendo que son primeras ediciones, pero resulta que no lo son. Pasa incluso con los mejores vendedores. -Se apresuró a añadir-: Sin darse cuenta, por supuesto.

– Los podría traer la próxima vez que venga.

– No creo que sea buena idea, Bill, porque le costaría pasarlos por seguridad, salvo que se haya planificado con antelación. Podrían pensar que nos ha robado los libros y supongo que no querrá que le detengan.

Seagraves palideció.

– ¡Ah, claro!, no se me había ocurrido. ¡Por Dios, la policía! En mi vida me han puesto una multa, ni siquiera de aparcamiento.

– Tranquilo, no pasa nada -le dijo Caleb pomposamente-. El mundo de los libros raros es muy, ¿cómo decirlo?, sofisticado, con cierto toque de peligro. Pero, si de verdad quiere coleccionar obras del siglo XVIII, tendrá que incluir a varios autores. Los más obvios son Jonathan Swift y Alexander Pope; se los considera los genios de la primera mitad del siglo. Tom Jones, de Henry Fielding, por supuesto, David Hume, Tobias Smollett, Edgard Gibbon, Fanny Burney, Ann Radcliffe y Edmund Burke. No es un pasatiempo barato.

– Empiezo a darme cuenta de ello -repuso Seagraves, con aire sombrío.

– No es como coleccionar tapones de botella, ¿eh? -Caleb se rio de su propia broma-. Oh, y por supuesto, no puede olvidar al monstruo de esa época, el genio de la segunda mitad del siglo, Samuel Johnson. No es una lista completa ni por asomo, pero no está mal para empezar.

– Está claro que conoce bien la literatura del siglo XVIII.

– Debería, porque soy doctor en la materia. En cuanto a lo de evaluar los libros, podemos reunimos donde quiera. Avíseme. -Rebuscó en el bolsillo y entregó a Seagraves una tarjeta con el número de la oficina. Le dio una palmadita entusiasta en la espalda-. Y ahora iré a buscarle el libro.

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