David Baldacci - Los Coleccionistas

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El Camel Club entra de nuevo en acción. Son cuatro ciudadanos peculiares con una misma meta: buscar la verdad, algo difícil en Washington. Esta vez el asesinato del presidente de la Cámara de Representantes sacude Estados Unidos. Y el Camel Club encuentra una sorprendente conexión con otra muerte: la del director del departamento de Libros Raros y Especiales de la Biblioteca del Congreso. Los miembros del club se precipitarán en un mundo de espionaje, códigos cifrados y coleccionistas.

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– Hace mucho tiempo, les dije que deberíamos restaurar la tapa y rehacer las puntadas de refuerzo y reforzar el lomo, todo ello reversible, por supuesto -dijo Chambers con inusual locuacidad-, pero no lo tuvieron en cuenta. No sé por qué. Ahora que, si no hacen algo, el Libro de los Salmos no aguantará mucho más. ¿Por qué no se lo dices?

– Lo haré. Gracias, Monty.

Cuando Chambers se hubo marchado, Caleb se preguntó qué haría. ¿Y si el ejemplar del Libro de los Salmos de la biblioteca había desaparecido? Por Dios, eso era imposible. Hacía por lo menos tres años que no veía el libro. No cabía duda de que se parecía al que Jonathan tenía en su colección. Seis de las once copias existentes del Libro de los Salmos estaban incompletas y en distintos estadios de deterioro. La edición de Jonathan estaba completa, aunque en malas condiciones, similar a la de la biblioteca. El único modo de saberlo a ciencia cierta era echar un vistazo al ejemplar de la biblioteca. Kevin Philips le permitiría verlo. Se inventaría alguna excusa, tal vez argüiría lo que Chambers acababa de decirle. Sí, eso sería lo mejor.

Después de firmar en el registro la devolución de los libros que le había traído Chambers, llamó a Philips. Aunque parecía un tanto perplejo, Philips le permitió comprobar el Libro de los Salmos. Por motivos de seguridad, y para impedir que luego lo acusasen de haber estropeado el libro, Caleb fue con otro bibliotecario. Tras examinar el libro, confirmó que Chambers estaba en lo cierto y había que restaurarlo. Sin embargo, no sabía si era el mismo libro que había visto hacía tres años. Se parecía, pero también se parecía al de la biblioteca de Jonathan. Si Jonathan había robado el de la biblioteca y lo había sustituido por una falsificación, entonces el libro que Caleb había visto hacía tres años tampoco habría sido el verdadero.

«Un momento. ¡Qué estúpido!», pensó. La biblioteca empleaba, para los libros raros, un código secreto en la misma página para verificar su propiedad. Abrió el libro en una página determinada y la hojeó. ¡Allí estaba el símbolo! Respiró aliviado, aunque el alivio le duró poco. El símbolo podría haber sido falsificado, sobre todo por alguien como Jonathan. ¿Tenía el ejemplar de Jonathan ese símbolo? Lo comprobaría. Si lo tenía, significaría que Jonathan había robado el libro de la biblioteca. ¿Qué haría entonces? Maldijo el día en que lo nombraron albacea literario de DeHaven. «Creía que te caía bien, Jonathan», se dijo.

Se pasó el resto de la tarde ocupándose de varias peticiones de investigadores, la consulta de un coleccionista importante, un par de llamadas internacionales de universidades de Inglaterra y Suiza y de los socios de la sala de lectura.

Jewell English y Norman Janklow estaban allí. Aunque tenían la misma edad y los dos eran coleccionistas empedernidos, nunca se hablaban; es más, se evitaban. Caleb sabía cómo había comenzado el enfrentamiento; fue uno de los momentos más dolorosos de su vida laboral. Un día, English le había expresado a Janklow su entusiasmo por las Dime Novels de Beadle. La respuesta del hombre había sido un tanto inesperada, por no decir algo peor. «Los Beadle son bazofia, envoltorios para las masas frívolas y, encima, envoltorios de poca calidad.»Como era de esperar, Jewell English no se había tomado muy bien ese comentario hiriente sobre su pasión literaria, y no pensaba quedarse de brazos cruzados. Sabedora de cuál era el autor favorito de Janklow, le había dicho que Hemingway era, como mucho, un escritorzuelo de segunda que usaba un lenguaje sencillo porque era el único que conocía. El hecho de que le hubieran dado el Nobel por producir sin parar esa porquería desprestigiaba para siempre ese premio. Por si eso fuera poco, English le dijo que Hemingway no le llegaba ni a la suela de los zapatos a F. Scott Fitzgerald y -Caleb se abochornó al recordarlo-le había insinuado que el gran cazador y pescador prefería los hombres a las mujeres y, cuanto más jóvenes, mejor.

Janklow se había puesto tan rojo que Caleb había estado seguro de que al pobre le iba a dar un infarto. Ésa fue la primera y única vez que Caleb se vio obligado a separar a dos socios de la sala de lectura de Libros Raros, ambos con setenta años bien entrados. Habían estado a punto de acabar a tortas y Caleb les había arrebatado los libros que tenían en la mesa para impedir que los empleasen como armas. Los había reprendido por aquel comportamiento, e incluso había amenazado con retirarles sus privilegios de la sala de lectura si no se tranquilizaban. Janklow parecía querer atizarle, pero Caleb se mantuvo firme. No le costaría nada reducir a aquel arrugado viejecito.

De vez en cuando, Caleb alzaba la vista para asegurarse de que no volviera a repetirse un altercado como aquél. Janklow leía un libro mientras jugueteaba con el lápiz sobre el papel y, de tanto en tanto, se limpiaba las gafas gruesas. Jewell English estaba absorta en su libro. De repente, levantó la vista y vio que Caleb la miraba, cerró el libro y le hizo un gesto para que se acercara.

– ¿Recuerdas el Beadle que te mencioné? -le susurró English en cuanto Caleb se sentó a su lado.

– Sí, la joya de la corona.

– Lo tengo, lo tengo. -Aplaudió en silencio.

– Felicidades, maravilloso. ¿Está en buen estado?

– Oh, sí, de lo contrario te habría llamado. Tú eres el experto.

– Bueno -dijo Caleb con modestia. Le tomó la mano entre las suyas nudosas. Tenía más fuerza de la que aparentaba.

– ¿Te gustaría venir a verlo algún día?

Caleb trató de zafarse de aquella garra, pero ella no cedía.

– Oh, esto… tendré que comprobar el calendario. O mejor, la próxima vez que vengas, dime algunas fechas y veré si puedo.

– Oh, Caleb, yo siempre estoy disponible -le dijo en tono coqueto.

– Qué suerte, ¿no? -Trató de zafarse de nuevo, pero ella se mantenía firme.

– Pues elijamos una fecha ahora -le dijo con dulzura.

Desesperado, Caleb miró a Janklow, que los observaba con recelo. Janklow y Jewell solían pelearse por disponer del tiempo de Caleb como dos lobos por un trozo de carne. Tendría que pasar unos minutos con Janklow antes de marcharse para equilibrar la situación o el viejecito se quejaría durante semanas. Sin embargo, mientras Caleb lo miraba, se le ocurrió algo.

– Jewell, creo que si se lo pides, a Norman le encantaría ver tu nuevo Beadle. Estoy seguro de que se arrepiente sobremanera de su último arrebato.

English le soltó la mano de inmediato.

– No hablo del trabajo con neandertales -repuso irritada. Abrió el bolso para que Caleb lo inspeccionara y salió a toda prisa de la sala.

Caleb se frotó la mano sonriendo y estuvo un rato con Janklow, dándole las gracias en silencio por ayudarle a deshacerse de English. Luego retomó su trabajo.

Sin embargo, no dejaba de pensar en el Libro de los Salmos, el difunto Jonathan DeHaven y el también difunto presidente de la Cámara, Bob Bradley, y, finalmente, Cornelius Behan, un contratista de Defensa rico y adúltero que, al parecer, había asesinado a su vecino.

Y pensar que había elegido la profesión de bibliotecario porque detestaba la presión. Tal vez debería solicitar un puesto en la CIA para ponerse al día.

Capítulo 41

Annabelle cenó en la habitación del hotel, se duchó, se envolvió con una toalla y comenzó a peinarse. Se sentó frente al espejo de cortesía y comenzó a cavilar sobre la situación. Habían pasado cuatro días y Jerry Bagger ya sabría que le habían estafado cuarenta millones de dólares. Debería estar a diez mil kilómetros de distancia de aquel hombre, pero apenas los separaba un breve viaje en avión. Era la primera vez que no seguía un plan de huida; aunque, todo sea dicho, era la primera vez que asesinaban a un ex marido suyo.

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