David Baldacci - Los Coleccionistas

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El Camel Club entra de nuevo en acción. Son cuatro ciudadanos peculiares con una misma meta: buscar la verdad, algo difícil en Washington. Esta vez el asesinato del presidente de la Cámara de Representantes sacude Estados Unidos. Y el Camel Club encuentra una sorprendente conexión con otra muerte: la del director del departamento de Libros Raros y Especiales de la Biblioteca del Congreso. Los miembros del club se precipitarán en un mundo de espionaje, códigos cifrados y coleccionistas.

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– Quiero matar a alguien. Necesito matar a alguien ahora mismo, ¡joder!

– Jefe, por favor, tenemos que controlar la situación. El de contabilidad está en el hospital junto con el de transferencias, y te has cepillado al informático. Demasiado en un día. Los abogados dicen que será difícil que la policía no intervenga.

– La encontraré -dijo Bagger, mirando por la ventana-. La encontraré y la mataré lentamente.

– Así se hará, jefe -dijo el gorila para alentarlo.

– Cuarenta millones de dólares. ¡Cuarenta millones! -Bagger lo dijo como un poseso, y el fornido jefe de seguridad retrocedió hasta la puerta.

– La pillaremos, se lo juro, jefe.

Finalmente, Bagger pareció calmarse un poco:

– Quiero que averigües todo lo que puedas sobre esa puta y el cabrón que la acompañaba. Coge las cintas de las cámaras y consigue identificarlos. No es una estafadora de tres al cuarto. Y que los polis que tenemos en nómina vayan a su habitación para lo de las huellas. Llama a todos los timadores que conozco.

– Hecho. -El hombre se dispuso a marcharse.

– ¡Un momento! -dijo Bagger. El jefe de seguridad se volvió con indecisión-. Nadie sabrá que me han estafado, ¿queda claro? Jerry Bagger no ha sido víctima de una estafa. ¿Queda claro?

– Bien claro, jefe. Bien claro.

– ¡Pues en marcha!

El gorila salió de allí a toda velocidad.

Bagger se sentó junto al escritorio y observó la tarjeta de visita de Annabelle hecha trizas en la alfombra. «Así es como quedará -pensó-cuando haya acabado con ella.»

Capítulo 40

– Hoy te veo más contento de lo normal, Albert -dijo Seagra-ves mientras tomaban un café en la oficina de Trent en el Capitolio.

– Ayer hubo un gran repunte en la bolsa; mi plan de pensiones ha salido bien parado.

Seagraves deslizó un manojo de papeles sobre la mesa.

– Me alegro por ti. Ahí están los últimos datos de Inteligencia Central. Dos altos cargos se ocuparán de las sesiones informativas. Los tuyos pueden tomarse una semana para asimilar el informe, y luego programaremos un cara a cara.

Trent observó las páginas y asintió:

– Comprobaré la agenda de los miembros y te daré algunas fechas. ¿Alguna sorpresa? -añadió, mientras daba un golpecito a las páginas.

– Léelas tú mismo.

– No te preocupes, siempre lo hago.

Trent se llevaría las páginas a casa y, poco después, tendría todo lo que necesitaba para que los secretos robados de la ASN pasasen a la siguiente etapa.

Ya en el exterior, Seagraves bajó corriendo las escaleras del Capitolio. Y pensar que los espías solían dejar el material en el parque y recoger el dinero en metálico en el lugar de entrega o en el apartado de Correos, que era donde normalmente se producían las detenciones. Seagraves negó con la cabeza. No pensaba acabar en la CIA con personajes como Aldrich Ames y otros títeres que jugaban a ser espías. Como asesino gubernamental, se había obsesionado hasta por el más mínimo detalle. Como espía, no veía motivo alguno para cambiar de modus operandi.

En esos momentos, le preocupaba otro detalle. El topo de Fire Control, Inc., lo había llamado para comunicarle una desagradable noticia. La noche anterior habían pillado a dos tipos saliendo a hurtadillas del almacén, pero los de seguridad habían tenido que entregarlos al FBI. Seagraves había llamado a sus contactos del FBI y, al parecer, esa detención no había tenido lugar. El topo también le había dicho que los de seguridad habían visto a un tercer tipo alejándose a toda prisa de las inmediaciones de Fire Control y que luego se había subido a una cafetera, un Nova. La descripción del coche y del hombre encajaba con alguien que le sonaba mucho, aunque no lo conocía personalmente. Decidió que había llegado el momento de poner remedio a esa situación. En un mundo en el que los detalles lo eran todo, nunca se sabía lo útil que podría llegar a resultar un cara a cara.

Caleb llegó al trabajo temprano y se topó con Kevin Philips, el director en funciones, abriendo las puertas de la sala de lectura. Charlaron un rato sobre Jonathan y los proyectos en marcha de la biblioteca. Caleb le preguntó si estaba al tanto del nuevo sistema antiincendios y Philips respondió que no.

– No creo que informaran de ello a Jonathan -le dijo Philips-. Dudo mucho que supiera qué gas se usaba.

Cuando Philips se hubo marchado, y antes de que llegaran los demás, Caleb rebuscó en el escritorio y sacó un pequeño destornillador y un bolígrafo linterna. Se colocó de espaldas a la cámara de vigilancia, se guardó los objetos en el bolsillo y entró en la cámara. Se encaminó rápidamente hacia la planta superior y se detuvo junto al conducto de ventilación, sin mirar hacia el lugar donde había muerto su amigo. Abrió la tapa con el destornillador y comprobó que era fácil sacar los tornillos, como si alguien hubiera hecho lo mismo recientemente. Dejó la tapa junto a la columna de las estanterías e iluminó el interior. Al principio no vio nada extraño; pero, al alumbrar por doquier por tercera vez, lo vio: un pequeño agujero de tornillo en la pared del fondo del conducto. Eso habría servido para colgar la cámara. Sostuvo la tapa en alto y la observó con atención. A juzgar por la ubicación del tornillo y la rejilla doblada, la cámara habría tenido una visión completa de la sala.

Caleb atornilló la tapa de nuevo y salió de la cámara. Llamó a Stone y le comunicó lo que había descubierto. Se disponía a empezar a trabajar cuando entró alguien.

– Hola, Monty. ¿Qué llevas ahí?

Monty Chambers, el restaurador jefe de la biblioteca, estaba de pie junto al escritorio de Caleb y llevaba varios tomos. Todavía llevaba el delantal verde puesto y la camisa remangada.

Doctrina y el Constable's Pocket-Book -respondió de forma escueta.

– Has estado trabajando duro. Ni siquiera sabía que estuvieras restaurando Doctrina. -Juan de Zumárraga, primer obispo de México, había escrito La Doctrina breve. Databa de 1544 y tenía el honor de ser el libro completo más antiguo del hemisferio occidental que había sobrevivido el paso de los siglos. El Constable databa de 1710.

– Me lo pidió Kevin Philips -repuso Chambers-hace tres meses. También el Constable. Detalles nimios, pero tenía trabajo acumulado. ¿Los llevas a la cámara? ¿O los llevo yo?

– ¿Qué? Ah, ya los llevo yo. Gracias. -Caleb cogió con cuidado los libros envueltos y los colocó en la mesa. Trató de pensar en el hecho de que, entre Doctrina y el Constable, tenía en sus manos un valioso fragmento de la historia.

– Pronto comenzaré con el de Faulkner -farfulló Chambers-. Me llevará tiempo. El deterioro por culpa del agua es peliagudo.

– Vale, perfecto, me parece bien. Gracias. -Mientras Chambers se volvía para marcharse, Caleb añadió-: Esto… Monty.

Chambers se dio la vuelta con expresión impaciente.

– ¿Si?

– ¿Has echado un vistazo al Libro de los Salmos últimamente?

– A Caleb se le había ocurrido algo terrible mientras estaba en la cámara y, al coger los libros de Chambers, esa teoría de pesadilla se había materializado en forma de pregunta.

Chambers lo miró con recelo.

– ¿El Libro de los Salmos? ¿Para qué? ¿Le pasa algo?

– Oh, no, no. Sólo que hace tiempo que no lo veo. Años, de hecho.

– Yo tampoco. No es un libro que se compruebe así como así. Por Dios, está en la sección de tesoros nacionales.

Caleb asintió. Tenía autorización para ver cualquier libro de la cámara, pero el Libro de los Salmos y otros tomos eran considerados «tesoros nacionales», la categoría más importante de la biblioteca. Esas obras estaban numeradas y alojadas en una sección especial de la cámara. En caso de desencadenarse una guerra o catástrofe natural, se trasladarían a un emplazamiento seguro. Con un poco de suerte, algún superviviente disfrutaría de esos libros.

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