– CO 2-leyó-. Cinco mil ppm.
– ¡Oh, mierda! -susurró Reuben-. ¡Corre, Oliver!
Stone miró por el lateral de la camioneta. El perro acababa de salir del coche patrulla, junto a la puerta principal.
Stone bajó de un salto y, manteniendo la camioneta entre ellos y el coche patrulla, salieron disparados hacia la valla. Sin embargo, la camioneta no impedía que el perro los oliera. Stone y Reuben lo oyeron aullar, y luego, correr en su dirección, seguido de los dos guardias.
Stone y Reuben comenzaron a trepar la valla. El perro llegó a su altura y hundió los dientes en la pernera del pantalón de Reuben.
Al otro lado de la puerta, Caleb observaba impotente, sin saber qué hacer, pero tratando de armarse de valor para actuar.
– ¡Alto! -gritó una voz. Reuben trataba de zafarse del perro, sin éxito. Stone miró hacia abajo y vio que los dos guardias les apuntaban con las pistolas.
– Baja, o el perro te arrancará la pierna -gritó un guardia-. ¡Ya!
Stone y Reuben comenzaron a bajar lentamente. El mismo guardia llamó al perro, que se apartó sin dejar de enseñar los dientes.
– Creo que se trata de un malentendido -comenzó a decir Stone.
– Claro, cuéntaselo a la poli -grañó el otro guardia.
– Nosotros nos ocupamos, chicos -dijo una voz de mujer.
Todos se volvieron. Annabelle estaba al otro lado de la puerta, junto al sedán negro. Milton estaba a su lado, ataviado con una cazadora azul y una gorra que ponía FBI.
– ¿Quién cono sois? -preguntó uno de los guardias.
– McCallister y Dupree, agentes del FBI. -Annabelle sostuvo en alto las credenciales y abrió la chaqueta para que vieran la insignia y el arma que llevaba en la pistolera-. Abrid la puerta y sujetad bien el maldito perro -espetó.
– ¿Qué cono hace el FBI aquí? -inquirió el mismo guardia, corriendo hacia la puerta para abrirla.
Annabelle y Milton entraron.
– Léeles sus derechos y espósales -le dijo a Milton, quien sacó dos pares de esposas y se dirigió hacia Stone y Reuben.
– Un momento -dijo el otro guardia-. Si pillamos a alguien entrando sin autorización, tenemos órdenes de llamar a la policía.
Annabelle se colocó frente al joven regordete y lo miró de arriba abajo.
– ¿Cuánto tiempo llevas en… esto… seguridad, jovencito?
– Trece meses. Estoy cualificado para llevar armas -respondió, con aire desafiante.
– Por supuesto, pero baja el arma antes de que dispares a alguien sin querer. -El guardia enfundó el arma de mala gana mientras Annabelle volvía a enseñarle las credenciales-. Esto manda más que los polis locales, ¿vale? -Las credenciales, que parecían de verdad, formaban parte de un paquete que Freddy le había preparado y que era lo que Annabelle guardaba en la caja de tampones.
El guardia tragó saliva, nervioso.
– Pero tenemos unas normas. -Señaló a Reuben y a Stone, a quienes Milton estaba esposando. En la parte de atrás de la cazadora también rezaba FBI. La habían comprado en la tienda de bromas, junto con las armas, insignias y esposas falsas-. Habían entrado sin autorización.
Annabelle rio:
– ¡Habían entrado sin autorización! -Puso los brazos en jarras-. A ver, ¿te has fijado en las personas que has detenido? ¿Sabes quiénes son?
Los guardias se miraron.
– ¿Dos viejos vagabundos? -respondió uno de ellos.
– ¡Eh, tú, gilipollas de tres al cuarto! -bramó Reuben, esposado, y saltó enfurecido hacia el guardia. Milton desenfundó el arma de inmediato y apretó el cañón contra la sien de Reuben.
– Cierra el pico, gordo seboso, antes de que te vuele la cabeza.
Reuben se quedó helado.
– El tipo grande y «agradable» es Randall Weathers, se le busca en cuatro condados por tráfico de drogas, blanqueo de dinero, dos acusaciones de asesinato en primer grado y atentado con bomba en la casa de un juez federal en Georgia. El otro tipo es Paul Masón, alias Peter Dawson, entre otros dieciséis nombres falsos. Ese capullo está en contacto con una célula terrorista de Oriente Medio y trabaja al amparo del Capitolio. Le hemos pinchado el móvil y el correo electrónico. Dimos con su rastro anoche y lo hemos seguido hasta aquí. Parece que estaban haciendo un reconocimiento para robar un gas explosivo. Creemos que esta vez querían atentar contra el Tribunal Supremo. Bastaría con aparcar una camioneta delante del edificio con ese gas y un temporizador para hacer saltar a los nueve jueces por los aires. -Miró a Reuben y Stone con desagrado-. Esta vez lo pagaréis bien caro -añadió en tono amenazador.
– ¡Joder, Earl! -dijo uno de los guardias a su compañero-. ¡Son terroristas!
Annabelle sacó una libreta.
– Dadme vuestros nombres. El FBI os agradecerá de forma muy especial que hayáis participado en la redada. -Sonrió-. Creo que lo notaréis a partir del próximo sueldo.
Los dos guardias se miraron, sonriendo.
– ¡Qué pasada! -exclamó Earl.
Le dijeron sus nombres y luego Annabelle se volvió hacia Milton.
– Mételos en el coche patrulla, Dupree. Cuanto antes nos llevemos a estos babosos a la oficina de Washington, mejor. -Miró a los guardias-. Avisaremos a la policía local, pero primero «interrogaremos» a estos chicos al estilo del FBI. -Les guiñó un ojo-. Pero yo no os he dicho nada, ¿vale?
Los dos le dedicaron una cómplice sonrisa.
– Dadles su merecido -dijo Earl.
– ¡Recibido! Estaremos en contacto.
Llevaron a Stone y a Reuben hasta el asiento trasero del sedán y se alejaron del almacén.
Caleb esperó a que los guardias se marcharan, regresó corriendo al Nova y siguió el coche de Annabelle.
– Milton, antes te has lucido -le dijo Reuben con arrogancia.
A Milton se le iluminó el semblante. Se quitó la gorra y se soltó la melena.
– Veo que, cuando hacéis de equipo de apoyo, os lo tomáis en serio. Gracias -le dijo Stone a Annabelle.
– De perdidos, al río -repuso ella-. ¿Adónde vamos?
– A mi casa -respondió Stone-. Tenemos que hablar de muchas cosas.
Roger Seagraves condujo el coche de alquiler por las tranquilas calles del barrio opulento de Washington y giró a la izquierda hacia Good Fellow Street. A esa hora, la mayoría de las casas estaba a oscuras. Mientras pasaba junto a la casa del difunto Jonathan DeHaven, dio la impresión de que ni siquiera miraba hacia allí. Se avecinaba otra tormenta. Empezaba a cansarse de los partes meteorológicos. Pero era una trampa perfecta que no podía dejarla pasar, se dijo. Continuó conduciendo lentamente, como si se tratara de un recorrido para observar con tranquilidad las viejas mansiones. Luego dio la vuelta a la manzana y avanzó por la calle paralela observando con atención la configuración del terreno.
Sin embargo, todavía no se le había ocurrido un plan. Necesitaba tiempo para pensar. Se había fijado en algo: la casa que estaba frente a la de Behan. En el interior había una persona mirando por unos prismáticos. ¿Mirando qué? Daba igual, pero tendría que contar con ese detalle cuando preparase el ataque. Cuando alguien vigilaba, sólo existía una forma de matar y luego huir.
Tras acabar el reconocimiento, Seagraves aparcó el coche de alquiler en el hotel. Cogió el maletín, se dirigió al bar, tomó una copa y luego subió en el ascensor como si fuera a su habitación. Esperó una hora y a continuación bajó por las escaleras. Abandonó el edificio por otra puerta y entró en otro coche que había dejado en el aparcamiento contiguo. Esa noche tenía que hacer algo más aparte de planear otro asesinato.
Condujo hasta el motel y sacó una llave del bolsillo mientras salía del coche. Le bastaron diez rápidas zancadas para llegar a la puerta de una habitación de la segunda planta que daba al aparcamiento. Abrió la puerta, pero no encendió la luz. Se dirigió rápidamente hacia la puerta que daba a la otra habitación, la abrió y entró. Mientras lo hacía, Seagraves percibió la presencia de otra persona en la habitación, aunque no dijo nada. Se desvistió y se acostó en la cama junto a ella. Su cuerpo era suave, con curvas, cálido y, lo más importante de todo, era de una supervisora de turnos de la ASN.
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