David Baldacci - Los Coleccionistas

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El Camel Club entra de nuevo en acción. Son cuatro ciudadanos peculiares con una misma meta: buscar la verdad, algo difícil en Washington. Esta vez el asesinato del presidente de la Cámara de Representantes sacude Estados Unidos. Y el Camel Club encuentra una sorprendente conexión con otra muerte: la del director del departamento de Libros Raros y Especiales de la Biblioteca del Congreso. Los miembros del club se precipitarán en un mundo de espionaje, códigos cifrados y coleccionistas.

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Stone no le hizo caso.

– ¿Por dónde se va al muelle de carga?

Caleb se lo explicó y, mientras salían, sonó el móvil de Stone. Era Milton. Stone le resumió lo sucedido.

– Vamos a seguir las bombonas -dijo-. Os mantendremos informados.

Milton colgó y miró a Annabelle. Estaban en la habitación de hotel donde se alojaba Annabelle. Le contó lo que Stone le había dicho.

– Podría ser peligroso -advirtió Annabelle-. No saben dónde se están metiendo.

– Pero ¿qué podemos hacer?

– Somos el equipo de apoyo, ¿lo recuerdas?

Annabelle corrió hasta el armario, arrastró una maleta y sacó una cajita del interior.

Milton se sintió incómodo porque era una caja de tampones. Annabelle se percató de ello.

– No te hagas el tímido conmigo, Milton. Las mujeres siempre esconden cosas en las cajas de tampones. -Abrió la caja, sacó algo y se lo guardó en el bolsillo-. Han dicho que la empresa se llama Fire Control. Supongo que ahora irán al almacén de la empresa. ¿Podrías localizarla?

– En el hotel hay conexión inalámbrica, así que puedo buscarla en Internet -dijo Milton, mientras tecleaba rápidamente.

– Bien. ¿Hay alguna tienda de bromas por aquí cerca? -le preguntó Annabelle.

Milton caviló al respecto unos instantes.

– Sí, y también tiene cosas de magia. Abre hasta tarde.

– Perfecto.

Capítulo 37

El Nova siguió a la camioneta de Fire Control, Inc., a una distancia prudencial. Caleb conducía, Stone iba a su lado, y Reuben, en la parte de atrás.

– ¿Por qué no llamamos a la policía y lo dejamos en sus manos? -preguntó Caleb.

– ¿Y qué les decimos? -repuso Stone-. Dijiste que la biblioteca sustituiría el viejo sistema antiincendios. En apariencia, eso es precisamente lo que están haciendo esos hombres, y podría poner sobre aviso a la gente equivocada. Necesitamos sigilo, no a los polis.

– ¡Maravilloso! -exclamó Caleb-. O sea, ¿qué tengo que arriesgar mi vida en lugar de que lo haga la policía? La verdad es que no sé para qué cono pago impuestos.

La camioneta giró a la izquierda y luego a la derecha. Habían dejado atrás la zona del Capitolio y habían llegado a una parte más decadente de la ciudad.

– Aminora-dijo Stone-. La camioneta está parando.

Caleb aparcó junto al bordillo. La camioneta se había detenido frente a una puerta eslabonada que otro hombre abría desde dentro del complejo.

– Es un almacén -dijo Stone.

La camioneta entró y la puerta volvió a cerrarse.

– Bueno, aquí se acaba nuestra aventura -dijo Caleb, aliviado-. Por Dios, después de esta pesadilla necesito urgentemente un cappuccino descafeinado.

– Tenemos que pasar al otro lado -dijo Stone.

– Exacto -convino Reuben.

– ¡Estáis locos! -exclamó Caleb.

– Quédate en el coche si quieres, Caleb -le dijo Stone-, pero tengo que averiguar qué pasa ahí dentro.

– ¿Y si os pillan?

– Pues nos pillaron, pero creo que vale la pena intentarlo -respondió Stone.

– ¿Me quedo en el coche? -dijo Caleb lentamente-. Aunque no me parece justo si los dos os arriesgáis…

– Si tenemos que largarnos a toda prisa, es mejor que estés en el coche -le interrumpió Stone-listo para salir pitando.

– Desde luego, Caleb -afirmó Reuben.

– Bueno, si eso creéis… -Caleb sujetó el volante con fuerza y adoptó una expresión resuelta-. He salido derrapando a toda velocidad en más de una ocasión.

Stone y Reuben salieron del coche y se acercaron a la valla. Ocultos tras una pila de tablones viejos amontonados fuera del almacén, observaron la camioneta detenerse en un extremo del aparcamiento. Los hombres salieron del vehículo y entraron en el edificio principal. Al cabo de unos minutos, esos mismos hombres, con ropa de calle, se marcharon en sus coches. Un guardia de seguridad cerró la puerta con llave y regresó al edificio principal.

– Lo mejor será que escalemos la valla por el otro lado, donde han aparcado la camioneta -dijo Reuben-. Así la camioneta nos tapará si el guardia vuelve a salir.

– Buen plan -dijo Stone.

Corrieron hasta el otro extremo de la valla. Antes de comenzar a trepar, Stone arrojó un palo.

– Sólo quería asegurarme de que no estuviera electrificada.

– Claro.

Escalaron la valla lentamente y saltaron en silencio al otro lado, se agacharon y se dirigieron hacia la camioneta. A medio camino, Stone se detuvo y le hizo una seña a Reuben para que se tirara al suelo. Rastrearon la zona con la mirada, pero no vieron a nadie. Esperaron otro minuto y luego reemprendieron la marcha. Stone se apartó repentinamente de la camioneta y corrió hacia un pequeño edificio de hormigón situado cerca del final de la valla.

Había una cerradura en la puerta, pero una de las llaves de Stone encajaba.

El almacén estaba repleto de bombonas enormes. Stone sacó una pequeña linterna que había traído y alumbró a su alrededor. Había un banco de trabajo con herramientas y una pequeña máquina para pintar en un rincón, junto a varios botes de pintura y disolvente. En la pared había un depósito de oxígeno portátil y una máscara. Stone enfocó las bombonas y leyó las etiquetas: FM-200. INERGEN. HALÓN 1301, CO 2, FE-25. Volvió a iluminar la de CO 2y observó la etiqueta con atención.

Reuben le dio un empujón.

– Mira -le dijo, señalando un letrero que colgaba de la pared.

– Fire Control, Inc. Eso ya lo sabemos -comentó Stone, impaciente.

– Lee lo que pone debajo.

Stone respiró hondo.

– Fire Control es una filial de Paradigm Technologies, Inc.

– La empresa de Cornelius Behan -farfulló Reuben.

Caleb seguía sentado en el Nova, con la vista clavada en la valla.

– Venga -dijo-. ¿Por qué tardarán tanto?

De repente, se hundió en el asiento. Un coche pasó a su lado de camino al almacén. En cuanto se hubo alejado, Caleb se irguió mientras el corazón le palpitaba a toda velocidad. Era un coche patrulla de seguridad privada, con un pastor alemán enorme en el asiento trasero.

Caleb sacó el móvil para llamar a Stone, pero no le quedaba batería. Siempre se olvidaba de cargarla porque, para empezar, no le gustaba usar el móvil.

– ¡Santo Dios! -gimió Caleb. Respiró hondo-. Puedes hacerlo, Caleb Shaw. Puedes hacerlo. -Exhaló, se concentró y luego citó uno de sus poemas favoritos para armarse de valor: «La mitad de una comunidad /La mitad de una comunidad hacia delante / Todos en el valle de la Muerte / Cabalgaron los seiscientos: / Adelante la Brigada Ligera /Cargad contra los cañones, dijo / Al interior del valle de la Muerte / Cabalgaron los seiscientos.» Se calló y observó el exterior, donde se desarrollaba el verdadero drama con perros y hombres armados, y comenzó a flaquear. Lo poco que le quedaba de valor se esfumó en cuanto recordó que la maldita Brigada Ligera había sido aniquilada.

– ¡Tennyson no sabía una mierda sobre los peligros reales! -exclamó.

Salió del coche y se dirigió hacia la valla con paso inseguro.

Ya fuera del almacén, Stone y Reuben regresaban hacia la camioneta.

– Vigila mientras echó un vistazo -indicó Stone.

Subió de un salto a la parte trasera de la camioneta; estaba descubierta y había listones por todas partes para evitar que la carga se cayera. Iluminó las etiquetas de las bombonas. En todas, menos en una, ponía HALÓN 1301. En la otra rezaba FM- 200. Stone sacó de la chaqueta un bote pequeño de trementina y un trapo que había encontrado en el almacén, y comenzó a aplicar la trementina en el cilindro con la etiqueta que ponía FM-200.

– Vamos, vamos -dijo Reuben mientras miraba en todas direcciones.

Cuando la capa de pintura comenzó a disolverse, Stone dejó de frotar e iluminó la etiqueta original, la que estaba debajo de la pintada. Frotó un poco más hasta que fue capaz de leerla.

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