A continuación Atkins miró a Goode.
– Tengo entendido que goza de buena reputación -dijo-, y odiaría ser quien tenga que empañarla. Pero si vuelve a echar mano de recursos como ése, tengo una preciosa cárcel en este edificio donde podrá cumplir condena por desacato y hasta es probable que se me olvide que está dentro de ella. ¿Entendido?
– Sí, señoría -afirmó Goode con voz mansa.
– Cotton, ¿tiene alguna pregunta más para el doctor Ross?
– No, señor juez -respondió Cotton antes de regresar a su asiento.
Goode llamó al estrado a Travis Barnes y, aunque fue lo más benévolo posible, con sus hábiles artimañas el pronóstico del buen doctor con respecto a Louisa fue bastante sombrío. Al final, Goode le mostró una fotografía.
– ¿Es ésta su paciente, Louisa Mae Cardinal?
Barnes observó la foto.
– Sí.
– Pido permiso para mostrarla al jurado.
– Adelante, pero rápido -dijo Atkins.
Goode dejó caer una copia de la instantánea delante de Cotton, quien ni siquiera la miró, sino que la partió en dos y la arrojó a la escupidera situada junto a su mesa mientras Goode hacía desfilar el original ante los rostros del jurado.
A tenor de los chasquidos de lengua, los comentarios apagados y los movimientos de cabeza, la fotografía tuvo el efecto esperado. El único a quien no pareció afectarle fue George Davis. Tuvo la foto entre las manos durante más tiempo que el resto y a Cotton le pareció que intentaba por todos los medios ocultar su goce. Una vez hecho el daño, Goode tomó asiento.
– Travis -dijo Cotton cuando se levantó y se acercó a su amigo-, ¿ha tratado alguna vez a Louisa Cardinal a causa de alguna dolencia antes del reciente ataque?
– Sí, un par de veces.
– ¿Nos puede explicar de qué se trató?
– Hace unos diez años la mordió una serpiente cascabel. Ella misma mató a la serpiente con un azadón y luego bajó de la montaña a caballo para verme. Cuando llegó tenía el brazo tan hinchado que parecía una pierna. Se puso muy enferma, tuvo la fiebre más alta que he visto en mi vida. Permaneció semiinconsciente varios días. Pero se recuperó, justo cuando ya lo dábamos todo por perdido. Luchó como una mula, como una verdadera mula.
– ¿Y la otra vez?
– Una pulmonía. Fue durante el invierno de hace cuatro años, cuando cayó más nieve que en el Polo Sur. Se acuerdan, ¿no? -preguntó al público que llenaba la sala y todos asintieron con la cabeza-. No había forma de subir o bajar de la montaña. No recibí la noticia hasta al cabo de cuatro días. Subí a la granja y la traté cuando la tormenta terminó pero ya había pasado lo peor ella sola. Una persona joven se habría muerto incluso medicándose y ella que ya tenía más de setenta años no tomó nada, le bastaron sus ganas de vivir. Nunca he visto nada igual.
Cotton se acercó al jurado.
– Así pues, parece ser una mujer de espíritu indomable. Un espíritu incapaz de ser conquistado.
– Protesto, señoría -dijo Goode-. ¿Se trata de una pregunta o de un pronunciamiento divino por su parte, señor Longfellow?
– Espero que ambas cosas, señor Goode.
– Bueno, digámoslo de otro modo -puntualizó Barnes-, si fuera un apostador, no apostaría contra esta mujer.
Cotton dirigió una mirada al jurado.
– Yo tampoco. No tengo más preguntas.
– Señor Goode, ¿quién es su siguiente testigo? -preguntó Atkins.
El abogado del Estado se incorporó y recorrió la sala con la mirada. Escudriñó el recinto hasta que llegó a la galería y posó la vista en Lou y Oz, antes de centrarse exclusivamente en el niño.
– Jovencito, ¿por qué no baja aquí y nos habla?
Cotton se había puesto en pie.
– Señoría, no veo motivos para…
– Señor juez -lo interrumpió Goode-, los niños son quienes van a tener un tutor y por tanto considero razonable saber la opinión de uno de ellos. Y para lo pequeño que es tiene una voz poderosa, ya que todos los presentes en la sala la han oído con claridad e insistencia.
Se oyeron risas ahogadas entre el público, y Atkins golpeó con el mazo mientras reflexionaba por un instante en la petición.
– Voy a permitírselo -dijo al fin-, pero recuerde que no es más que un niño.
– Por supuesto, señoría.
Lou agarró a Oz de la mano y los dos bajaron lentamente las escaleras y pasaron junto a todas las filas, con todas las miradas clavadas sobre ellos. Oz puso la mano sobre la Biblia y pronunció el juramento mientras Lou regresaba a su asiento. Oz se encaramó a la silla; parecía tan pequeño e indefenso que Cotton se compadeció de él, sobre todo cuando Goode se le aproximó.
– Veamos, señor Oscar Cardinal -empezó.
– Me llamo Oz y mi hermana se llama Lou. No la llame Louisa Mae porque se enfadará y le dará un puñetazo.
Goode sonrió.
– No te preocupes por eso. De modo que sois Oz y Lou. -Se apoyó contra la barandilla del estrado-. Ya sabes que a la sala le apena muchísimo saber que vuestra madre está muy enferma.
– Se pondrá bien.
– ¿ Ah, sí? ¿Eso es lo que dicen los médicos?
Oz mantuvo la vista alzada hacia Lou hasta que Goode le tocó la mejilla y le obligó a mirarle.
– Hijo, aquí en el estrado tienes que decir la verdad. No puedes mirar a tu hermana mayor para que te dé la respuesta. Has jurado por Dios que dirías la verdad.
– Yo siempre digo la verdad. ¡Se lo juro!
– Buen chico. Entonces, ¿los médicos dicen que tu madre se pondrá bien?
– No, dicen que no están seguros.
– Entonces, ¿cómo sabes que se recuperará?
– Porque… porque pedí un deseo. En el pozo de los deseos.
– ¿En el pozo de los deseos? -repitió Goode con una expresión dedicada al jurado que claramente mostraba lo que opinaba sobre esa respuesta-. ¿Por aquí hay un pozo de los deseos? Ya me gustaría a mí que tuviéramos uno en Richmond.
El público rió y Oz se sonrojó y sé encogió en el asiento.
– Hay un pozo de los deseos -insistió-. Mi amigo Diamond Skinner nos lo enseñó. Pides un deseo, das lo más importante que tengas y el deseo se cumple.
– Suena bien. ¿Dices que pediste un deseo?
– Sí, señor.
– Y diste lo más importante que tenías. ¿Qué era?
Oz miró nervioso alrededor.
– La verdad, Oz -lo conminó Goode-. Recuerda lo que prometiste por Dios, hijo.
Oz respiró hondo.
– Mi osito. Di mi osito.
Se oyeron varias risas ahogadas de los presentes hasta que todos vieron la lágrima solitaria que se deslizaba por el rostro del niño, y entonces dejaron de reírse.
– ¿Tu deseo se ha cumplido? -preguntó Goode.
Oz negó con la cabeza.
– No.
– ¿Hace tiempo que lo pediste?
– Sí -respondió Oz en voz baja.
– Y tu mamá todavía está muy enferma, ¿verdad?
Oz inclinó la cabeza.
– Sí -respondió con un hilo de voz.
Goode se metió las manos en los bolsillos.
– Bueno, es triste, pero las cosas no se convierten en realidad sólo porque las deseemos. La vida no es así. Veamos, sabes que tu bisabuela está muy enferma, ¿verdad?
– Sí, señor.
– ¿También has pedido un deseo por ella?
Cotton se puso en pie.
– Goode, déjelo ya.
– Bueno, bueno. Oz, sabes que no podéis vivir solos, ¿verdad? Si tu bisabuela no se recupera, según estipula la ley, tendréis que vivir en casa de un adulto. O ir a un orfanato. Supongo que no querrás ir a un viejo orfanato, ¿no?
Cotton volvió a ponerse en pie.
– ¿Orfanato? ¿Desde cuándo se contempla esa posibilidad?
– Si la tierra de la señora Cardinal no se vende y ella no experimenta una recuperación milagrosa como hizo cuando la mordió una serpiente y enfermó de pulmonía, los niños tendrán que ir a algún lugar. A no ser que dispongan de un dinero cuya existencia ignoro, irán a un orfanato, porque ahí es donde van los niños que no tienen parientes que puedan cuidar de ellos u otras personas respetables que estén dispuestas a adoptarlos.
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