Cotton volvió a mirar al juez Atkins.
– Una semana -dijo el juez. Dio un golpe con el mazo y volvió a su despacho, como un mago deseoso de descansar después de practicar un hechizo especialmente difícil.
Goode y Miller esperaron a Cotton en el exterior de la sala. Goode se inclinó hacia él.
– ¿Sabe, señor Longfellow?, si se decidiese a cooperar las cosas serían mucho más fáciles. Todos sabemos cuáles serán los resultados de un reconocimiento psiquiátrico. ¿Por qué humillar a la señora Cardinal de esa manera?
Cotton se inclinó todavía más hacia Goode.
– Señor Goode, a usted le importa un bledo que los asuntos de Louisa reciban el respeto que merecen. Está aquí como sicario de una gran empresa que desea tergiversar la ley para apropiarse de sus tierras.
– Nos veremos en el juicio -dijo Goode con una sonrisa.
Esa misma noche Cotton se la pasó sentado a su escritorio, trabajando tras una pila de papeles. Murmuraba para sí, tomaba notas y luego las tachaba y recorría la habitación de un extremo a otro como un padre esperando los resultados de un parto. La puerta se abrió con un chirrido y Cotton vio que Lou entraba con una cesta de comida y una cafetera llena.
– Eugene me ha traído en el coche para ver a Louisa -explicó-. He comprado esto en el New York Restaurant. He supuesto que no habrías cenado.
Cotton bajó la mirada. Lou despejó una parte del escritorio, dispuso la comida y sirvió el café. Cuando terminaron, la muchacha no parecía dispuesta a marcharse.
– Tengo mucho trabajo, Lou. Gracias por la comida.
Cotton se sentó a la mesa, pero no movió ni un solo papel ni abrió libro alguno.
– La comento lo que dije en el tribunal.
– No pasa nada. Supongo que si estuviera en tu lugar habría hecho lo mismo.
– Has hablado muy bien.
– Al contrario, he fracasado por completo.
– Pero el juicio todavía no ha empezado.
Cotton se quitó las gafas y las frotó contra la corbata.
– La verdad es que hace años que no tengo un caso, y tampoco es que fuese muy bueno. No hago más que archivar papeles, redactar escrituras y testamentos y ese tipo de cosas. Además, nunca me he enfrentado a un abogado como Goode. -Volvió a ponerse las gafas y pareció ver con claridad por primera vez en todo el día-. Y no me gustaría prometerte algo que no puedo cumplir.
Esta última frase se alzó entre ellos como un muro de llamas.
– Creo en ti, Cotton. Pase lo que pase, creo en ti. Quería que lo supieras.
– ¿Por qué demonios confías en mí? ¿Acaso no he hecho otra cosa que decepcionarte? Te he citado tristes poemas que no pueden cambiar nada.
– No, lo único que has hecho es ayudar.
– Nunca podré ser como tu padre, Lou. De hecho, no
sirvo para gran cosa.
Lou se acercó a él.
– ¿Me vas a prometer una cosa, Cotton? ¿Me prometes que nunca nos dejarás?
Al cabo de unos momentos Cotton sostuvo el mentón de la muchacha entre las manos y con voz titubeante, aunque no por ello carente de convicción, dijo:
– Me tendréis mientras vosotros queráis.
En el exterior del juzgado había varios Ford, Chevy y Chrysler estacionados en batería junto a carros tirados por muías y caballos.
Una ligera nevada lo había cubierto casi todo con una capa blanca, pero nadie le prestaba atención. Todo el mundo había entrado rápidamente en el juzgado.
En la sala nunca se habían reunido tantas almas. Los asientos del hemiciclo principal estaban llenos. Incluso había gente de pie en la parte trasera y en la galería de la segunda planta había una aglomeración de hasta cinco personas por fila. Había hombres de ciudad con traje y corbata, mujeres con el vestido de ir a misa y sombreros en forma de caja con velos y flores falsas o con frutas colgando. A su lado se sentaban granjeros con petos limpios y sombreros de fieltro en la mano, con las mascadas de tabaco en la mano. Sus mujeres se situaron detrás de ellos con vestidos de bolsas Chop hasta los tobillos y gafas de montura metálica en sus rostros cansados y arrugados. Miraban alrededor emocionadas, como si se hallaran en un tris de ser testigos de la entrada de una reina.
Los niños estaban apretujados aquí y allá entre los adultos como el mortero entre ladrillos. Para ver mejor, un muchacho se subió a la barandilla de una galería y se agarró a una columna. Un hombre le obligó a bajar y le reprendió con dureza diciéndole que aquello era un tribunal de justicia y que debía comportarse y no hacer payasadas. El muchacho se marchó caminando penosamente. Entonces el hombre se subió a la barandilla para ver mejor.
Cotton, Lou y Oz subían las escaleras del juzgado cuando un muchacho bien vestido con americana, pantalones de sport y zapatos negros relucientes se acercó corriendo a ellos.
– Mi papá afirma que perjudicáis a todo el pueblo por una mujer -dijo-. Asegura que los del gas han de venir como sea. -Miró a Cotton como si el abogado hubiera escupido a su madre y luego se hubiera reído.
– ¿Ah, sí? -replicó Cotton-. Respeto la opinión de tu padre, pero no la comparto. Dile que si más tarde quiere hablar del tema en persona, no tengo ningún problema en hacerlo. -Miró alrededor y vio a un hombre que con toda seguridad era el padre del muchacho, porque se parecía a éste y había estado observándolos, y que apartaba la mirada rápidamente. Señaló con la cabeza hacia todos los coches y carros y añadió-: Será mejor que tú y tu padre entréis y consigáis un sitio. Parece que hoy la cosa está concurrida.
Cuando entraron en la sala Cotton se quedó asombrado al ver la gran afluencia de público. El trabajo más duro de las granjas había concluido y la gente tenía tiempo. Para los habitantes del pueblo se trataba de un espectáculo accesible que prometía fuegos artificiales a un precio asequible. Parecía que no estaban dispuestos a perderse ni una sola artimaña legal, ni un solo juego semántico. Para mucha gente probablemente se tratara del momento más emocionante de su vida. Qué triste, pensó Cotton.
No obstante, era consciente de que había mucho en juego. Un lugar en decadencia una vez más que quizá se revitalizara gracias a una compañía poderosa. Y lo único que tenía para contrarrestarla era una anciana postrada en la cama que parecía haber perdido la conciencia. Además, había dos niños angustiados que habían depositado su confianza en él, y, tumbada en otra cama, una mujer de la que quizá se enamorara si llegaba a despertar. «Dios mío, ¿cómo voy a sobrevivir a todo esto?», se preguntó.
– Buscad un sitio -dijo Cotton a los niños-. Y permaneced en silencio.
Lou le dio un beso en la mejilla.
– Buena suerte. -Cruzó los dedos por él. Un granjero que conocían les hizo sitio en una de las filas de asientos.
Cotton subió por el pasillo saludando con la cabeza a los conocidos que había entre el público. En el centro de la primera fila se encontraban Miller y Wheeler.
Goode estaba en la mesa del abogado y, cuando miró en torno y vio a un público que parecía ansioso por presenciar la lucha, adoptó una expresión de felicidad similar a la de un hombre hambriento en una cena de iglesia.
– ¿Está preparado para enfrentarse a esto? -preguntó Goode.
– Tan preparado como usted -respondió Cotton animosamente.
Goode soltó una risita.
– Con los debidos respetos, lo dudo.
Fred, el alguacil, apareció y pronunció las palabras oficiales; todos se pusieron en pie y entonces se reunió el tribunal del honorable Henry J. Atkins.
– Que entre el jurado -indicó el juez a Fred.
El jurado entró en la sala en fila. Cotton observó a los miembros uno por uno y no dio crédito cuando advirtió que George Davis estaba entre los elegidos.
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