– ¿Qué ha pasado? -preguntó Lou.
– La han cerrado -respondió Cotton con tristeza-. Es la cuarta mina en otros tantos meses. Los filones ya se estaban agotando y luego resultó que descubrieron que el carbón de coque que hacen aquí es demasiado blando para la producción de acero, así que la máquina de guerra americana fue a buscar su materia prima a otro lugar. Mucha gente de aquí se ha quedado sin trabajo. Y la última compañía maderera se trasladó a Kentucky hace un par de meses. Ha sido un duro golpe por partida doble. Los granjeros de la montaña han tenido un buen año pero la gente de los pueblos está pasando una mala época. Normalmente o son unos o son los otros. Aquí parece que la prosperidad sólo llega por mitades. -Sacudió la cabeza-. De hecho, el fabuloso alcalde de Dickens dimitió de su cargo, vendió sus acciones a precios inflados antes del crash y se marchó a Pensilvania a buscar fortuna. He visto muchas veces que los que hablan de que todo va bien son los primeros en huir al menor indicio de crisis.
Al bajar por la montaña, Lou advirtió que había menos camiones carboneros y que muchos de los volquetes de las montañas ni siquiera se utilizaban. Cuando pasaron por Tremont vio que la mitad de las tiendas estaban cerradas con tablas y que había poca gente en la calle; Lou se dio cuenta de que no era sólo porque hiciera frío.
Al llegar a Dickens, Lou se quedó sorprendida, porque también había muchas tiendas cerradas con tablas, incluso aquella en la que Diamond había abierto un paraguas. La mala suerte había acabado apoderándose del lugar pero a Lou ya no le resultaba gracioso. Los hombres mal vestidos se sentaban en las aceras y escalones, con la mirada perdida. No había muchos coches aparcados en batería y los tenderos estaban de pie con las manos sobre las caderas, con expresión nerviosa, en las puertas de las tiendas vacías. Eran pocos los hombres y las mujeres que paseaban por las calles, y los que lo hacían tenían una palidez angustiosa en el rostro. Lou observó un autobús lleno de gente que se alejaba lentamente del pueblo. Una locomotora de carbón vacía estaba simbólicamente situada detrás de una hilera de edificios y en paralelo a la carretera principal. La pancarta que rezaba «EL CARBÓN ES EL REY» ya no ondeaba imponente y orgullosa en la calle y Lou imaginó que Miss Carbón Bituminoso de 1940 probablemente también habría huido.
Mientras seguían avanzando, Lou se percató de que más de un grupo de personas los señalaba y hablaban entre sí.
– No parecen muy felices -comentó Oz con nerviosismo al tiempo que bajaban del Oldsmobile de Cotton y miraban al otro lado de la calle a otro grupo de hombres que los observaba con fijeza. George Davis era quien estaba en cabeza de dicho grupo.
– Vamos, Oz -dijo Cotton-. Estamos aquí para ver a Louisa, eso es todo.
Los llevó al hospital, donde Travis Barnes les informó de que el estado de Louisa no había cambiado. Tenía los ojos bien abiertos y vidriosos. Lou y Oz le cogieron cada uno de una mano, pero resultaba evidente que no los reconocía. Lou habría pensado que ya estaba muerta a no ser por su respiración superficial. La observó respirar y rezó con todas sus fuerzas para que siguiera haciéndolo, hasta que Cotton les dijo que había llegado el momento de marchar y Lou se llevó una sorpresa al enterarse de que había pasado una hora.
Cuando volvieron caminando al Oldsmobile, los hombres les estaban esperando. George Davis tenía la mano en la puerta del coche de Cotton.
Cotton caminó con gesto atrevido hacia ellos.
– ¿Qué puedo hacer por vosotros? -preguntó educadamente, al tiempo que apartaba con firmeza la mano de Davis de la puerta del coche.
– ¡Obliga a la mujer de ahí dentro a vender su tierra! -gritó Davis.
Cotton miró a los hombres de arriba abajo. Aparte de Davis, ninguno era montañés. Pero sabía que eso no significaba que estuvieran menos desesperados que la gente cuya supervivencia dependía de la tierra, las semillas y la inconstancia de la lluvia. La única diferencia residía en que la esperanza de estos tipos dependía del carbón. Sin embargo, el carbón no era como el maíz; una vez arrancado, no volvía a crecer.
– Ya he hablado de eso contigo, George, y la respuesta no ha cambiado. Con tu permiso, tengo que llevar a estos niños a casa.
– Todo el pueblo se va al carajo -apuntó otro hombre.
– ¿Y creéis que es por culpa de Louisa? -preguntó Cotton.
– Se está muriendo. No necesita la tierra -dijo Davis, -¡No se está muriendo! -exclamó Oz. -Cotton -intervino un hombre bien vestido de unos cincuenta años que regentaba el concesionario de automóviles de Dickens. Tenía los hombros estrechos, los brazos delgados y las manos suaves, lo cual ponía de manifiesto que nunca había levantado una paca de heno, utilizado una guadaña o arado un campo-. Voy a perder el negocio. Voy a perder todo lo que tengo si nadie sustituye el carbón. Y no soy el único. Mira alrededor, estamos pasando por un momento nefasto.
– ¿Qué ocurrirá cuando se acabe el gas natural? -inquirió Cotton-. ¿A quién acudiréis entonces para que os salve?
– No hace falta preocuparse por ese futuro tan lejano. Vamos a preocuparnos del presente, y el presente es el gas -declaró Davis, en tono de enfado-. Vamos a hacernos ricos. No tengo problema por vender mis tierras, así ayudo a mis vecinos.
– ¿En serio?-dijo Lou-. No te he levantando el establo, George. De hecho, no has vuelto desde que Louisa te echó. A no ser, claro está, que tuvieras algo que ver con el incendio.
Davis escupió, se limpió la boca y se subió los pantalones. Sin duda habría estrangulado a la niña allí mismo si Cotton no hubiera estado a su lado.
– Lou -dijo Cotton con firmeza-, ya basta.
– Cotton -señaló el hombre bien vestido-, no puedo creerme que nos abandones por una estúpida montañesa. Vaya, ¿crees que podrás ejercer de abogado cuando el pueblo muera?
Cotton sonrió.
– No os preocupéis por mí. Os sorprendería ver cuán poco necesito para vivir. Y con respecto a la señora Cardinal, escuchadme bien, porque será la última vez que lo digo. No quiere vender su tierra a Southern Valley. Está en su derecho y más os vale que lo respetéis. Además, si de verdad no podéis sobrevivir aquí sin los de la compañía de gas, entonces os aconsejo que os marchéis. Porque ya veis que la señora Cardinal no tiene ese problema. Aunque mañana desaparecieran todos los restos de carbón y gas de estas tierras, junto con los teléfonos y la electricidad, ella seguiría igual de bien. -Miró de forma harto significativa al hombre bien vestido-. Ahora decidme, ¿quién es el estúpido aquí?
Cotton dijo a los niños que subieran al coche y él se sentó en el asiento del conductor en el momento en que los hombres avanzaron y lo rodearon. Varios de ellos retrocedieron y se pusieron detrás del coche, bloqueando el camino. Cotton puso en marcha el motor del Olds, bajó la ventanilla y los miró.
– El embrague de este coche es bastante curioso. A veces se dispara, y entonces esta cafetera da un salto de más de un kilómetro. En una ocasión casi mato a un hombre a causa de ello. Bueno, vamos allá. ¡Cuidado!
Soltó el embrague y el Olds dio un salto hacia atrás, al igual que todos los hombres. El camino se despejó, Cotton salió dando marcha atrás, y se apartaron. Cuando la piedra cayó sobre la parte posterior del vehículo, Cotton pisó a fondo el acelerador y le dijo a Lou y a Oz que se agacharan y estuvieran quietos. Cayeron más piedras antes de que pudieran alejarse del lugar. Cotton tomó aire y exhaló un largo suspiro. -¿Qué va a pasar con Louisa? -preguntó Lou.
– No le pasará nada. Travis está casi siempre por ahí y no es la clase de hombre que se deje intimidar por una escopeta. Y cuando él no está, la enfermera es igual de valiente. Ya le advertí al sheriff que la gente está un poco irritada. Estarán alerta. Además, esos hombres no le harán nada a una mujer indefensa que esté en cama. Nos están perjudicando pero en realidad no son así.
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