– Para ser exactos -respondió Goode con una voz de barítono profunda y segura-, gané el caso, señor Longfellow.
– Enhorabuena. Está muy lejos de casa.
– El Estado ha tenido la amabilidad de permitir que el señor Goode viniera hasta aquí y actuara en su nombre en este asunto de tanta trascendencia -explicó Miller.
– ¿Desde cuándo un sencillo pleito para declarar mentalmente incapaz a una persona exige la experiencia de uno de los mejores abogados del Estado?
Goode sonrió y dijo.
– Como funcionario del Estado de Virginia no tengo por qué dar cuenta de mi presencia aquí, señor Longfellow. Baste con decir que estoy aquí.
Cotton se llevó una mano al mentón y fingió cavilar sobre algo.
– Vamos a ver. Virginia elige a sus abogados de Estado. ¿Me permite que le pregunte si Southern Valley ha efectuado un donativo para su campaña, señor?
Goode se sonrojó.
– ¡No me gusta lo que está insinuando!
– No lo considero una insinuación.
Fred, el alguacil, entró en la sala.
– Todos en pie. El tribunal del honorable Henry J. Atkins está reunido. Quienes tengan algo que tratar ante dicho tribunal, tengan la amabilidad de acercarse y serán escuchados -anunció.
El juez Henry Atkins, un hombre de baja estatura con la barba corta, el pelo canoso y escaso y unos ojos gris claro, hizo su entrada en la sala desde las estancias adyacentes y tomó asiento ante el estrado. Antes de llegar parecía demasiado pequeño para la toga negra pero, una vez allí, parecía demasiado voluminoso para la sala.
En ese preciso instante Lou y Oz consiguieron entrar sin que nadie los viera. Ataviados con un abrigo que habían conseguido en una permuta, unos calcetines gruesos y unas botas de un tamaño mayor al suyo, habían vuelto sobre sus pasos por el puente de troncos de álamo y bajado la montaña hasta que encontraron a un camionero dispuesto a llevarlos hasta Dickens. La caminata había sido mucho más dura debido al frío, pero, tal y como Cotton les había contado, el efecto potencial de aquel juicio en todas sus vidas era evidente. Se sentaron acurrucados en la parte posterior y su cabeza apenas resultaba visible por encima del respaldo de los asientos que tenían delante.
– Llamada al próximo caso -dijo Atkins. Era el único caso del día, pero el tribunal de justicia tenía sus propios rituales.
Fred anunció el asunto pendiente de «El Estado contra Louisa Mae Cardinal».
Atkins desplegó toda su sonrisa desde su posición privilegiada.
– Señor Goode, es un honor para mí tenerlo en mi sala. Haga el favor de exponer la postura del Estado.
Goode se puso en pie y, enganchándose un dedo en la solapa de la chaqueta, dijo:
– Sin duda no se trata de una tarea agradable, pero el Estado tiene la obligación de llevarla a cabo. Southern Valley Coal and Gas ha realizado una oferta de compra de un terreno que es propiedad exclusiva de la señora Cardinal. Consideramos que debido a la apoplejía que sufrió recientemente no está legalmente preparada para tomar una decisión con fundamento sobre dicha oferta. Sus únicos parientes son menores de edad y por consiguiente inhabilitados para actuar en su nombre. Además, tenemos entendido que la madre viva de dichos niños está gravemente incapacitada a nivel mental. Asimismo, sabemos de las mejores fuentes que la señora Cardinal no ha firmado ningún poder notarial que permita a otras personas representar sus intereses.
Al oír estas palabras Cotton lanzó una mirada severa a Miller, quien se limitó a mirar al frente con su petulancia habitual.
– A fin de proteger los derechos de la señora Cardinal en este asunto -prosiguió Goode-, pretendemos que sea declarada mentalmente incapacitada y que se nombre a un custodio para proceder a la correcta disposición de sus bienes, incluida esta oferta tan lucrativa de Southern Valley.
Atkins asintió mientras Goode se sentaba.
– Gracias, señor Goode. ¿Cotton?
Cotton se puso en pie y se situó frente al estrado.
– Señoría, nos encontramos ante un intento de burlar, más que facilitar, los deseos de la señora Cardinal. Ella ya rechazó una oferta de Southern Valley para comprar sus tierras.
– ¿Es eso cierto, señor Goode? -inquirió el juez.
– En efecto, la señora Cardinal rechazó una de tales ofertas -respondió Goode, seguro-, sin embargo, la oferta actual supone una suma de dinero mucho más elevada y, por consiguiente, debe contemplarse por separado.
– La señora Cardinal dejó bien claro que no vendería sus tierras a Southern Valley bajo ningún concepto -apuntó Cotton. Enganchó el dedo en la solapa de la chaqueta, igual que había hecho Goode, pero se lo pensó mejor y bajó la mano.
– ¿Tiene algún testigo que pueda corroborarlo? -preguntó el juez Atkins.
– Pues…, sólo yo.
Goode intervino de inmediato.
– Bueno, si el señor Longfellow pretende convertirse en testigo material de este caso, insisto en que se retire como abogado de la señora Cardinal.
Atkins miró a Cotton.
– ¿Eso es lo que desea hacer?
– No, eso no. Sin embargo, puedo representar los intereses de Louisa hasta que se recupere.
Goode sonrió.
– Señoría, el señor Longfellow ha expresado un perjuicio claro para con mi cliente ante este tribunal. Es difícil que podamos considerarlo independiente para representar de forma imparcial los intereses de la señora Cardinal.
– Me inclino a estar de acuerdo con él al respecto, Cotton -declaró Atkins.
– Bueno, entonces argüimos que la señora Cardinal no está mentalmente incapacitada -replicó Cotton.
– En ese caso nos hallamos ante un conflicto, caballeros -dijo el juez-. Dentro de una semana dará comienzo el juicio.
– No hay tiempo suficiente -dijo Cotton, sorprendido.
– Con una semana nos basta -señaló Goode-. La señora Cardinal se merece que sus asuntos sean atendidos con la celeridad y el respeto debidos.
Atkins tomó el mazo.
– Cotton, he ido al hospital a visitar a Louisa. Independientemente de que esté consciente o inconsciente, creo que como mínimo esos niños necesitarán un tutor. Mejor que lo solventemos lo antes posible.
– Podemos cuidarnos solos.
Todos dirigieron la mirada al fondo de la sala, donde Lou se había puesto en pie.
– Podemos cuidarnos solos -repitió-, hasta que Louisa se ponga mejor.
– Lou -intervino Cotton-, éste no es el lugar ni el momento.
Goode les dedicó una sonrisa.
– Seguro que sois unos niños adorables. Me llamo Thurston Goode. ¿Qué tal?
Ni Lou ni Oz respondieron.
– Jovencita -dijo Atkins-, venga aquí.
Lou se tragó el nudo que se le había formado en la garganta y se acercó al estrado, donde Atkins bajó la mirada para contemplarla, cual Zeus mirando a un mortal.
– Jovencita, ¿es usted miembro del colegio de abogados?
– No. Bueno yo… no.
– ¿Sabe que sólo los miembros del colegio de abogados pueden dirigirse al tribunal, a menos que se trate de circunstancias excepcionales?
– Bueno, como esto nos afecta a mi hermano y a mí, creo que las circunstancias son excepcionales.
Atkins miró a Cotton y sonrió antes de volver a mirar a Lou.
– Es usted lista, es fácil de ver. Y rápida. Pero la ley es la ley, y los niños de su edad no pueden vivir solos.
– Tenemos a Eugene.
– No es un familiar.
– Pues, Diamond Skinner no vivía con nadie.
Atkins lanzó una mirada a Cotton.
– Cotton, ¿tendrá la amabilidad de explicárselo?
– Lou, el juez tiene razón, no sois lo bastante mayores para vivir solos. Necesitáis a un adulto.
De repente a Lou se le inundaron los ojos de lágrimas.
– Sin embargo, parece que los adultos no hacen más que dejarnos. -Se volvió y corrió por el pasillo, abrió la puerta de doble hoja y desapareció. Oz huyó detrás de ella.
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