David Baldacci - Buena Suerte

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Creo que con este es el tercer libro que leo de David Baldacci. Hasta ahora los libros que he leído suyos eran de intriga, pero este es totalmente distinto. En este caso es una novela que describe el cambio de vida que tienen que llevar a cabo dos hermanos, que se trasladan con su abuela a las montañas de Virginia. La novela transcurre en la época de la guerra mundial y refleja de una manera bastante realista lo dura que es la vida en las montañas, tanto para los agricultores y ganaderos como la gente que explotaba las minas de carbón.
La novela está bien escrita y disfrutas de la historia, en la que es importante meterse en la piel de los protagonistas. Como unos niños viven las circunstancias que les han tocado vivir y como se adaptan a una vida tan distinta a la que llevaban hasta ese momento en la ciudad.
Un libro entrañable, en el que las relaciones familiares tienen gran importancia. No comento nada del final para no chafar la novela.
Buen libro para descansar de la traca de novelas negras que os estaba metiendo ultimamente.

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35

Bajaron con el carro hasta McKenzie's Mercantile, y Eugene, Lou y Oz entraron en la tienda. Rollie McKenzie estaba detrás de un mostrador de arce alabeado que le llegaba a la cintura. Era un hombre bajo y regordete, con una calva reluciente y una barba larga, blanca y canosa que le caía sobre el pecho. Llevaba unas gafas de mucha graduación, y aun así tenía que entornar los ojos para ver. La tienda estaba llena hasta los topes de suministros necesarios para la vida en el campo y materiales para la construcción de varios tipos. El olor de los arneses de cuero, del aceite de queroseno y de los troncos que ardían en la estufa de la esquina invadía toda la estancia. Había dispensadores de cristal para golosinas y una caja de Chero Cola apoyada contra una pared. En la tienda había algunos clientes más, y todos se quedaron boquiabiertos al ver a Eugene y los niños, como si fueran una aparición.

McKenzie entornó los ojos y asintió en dirección a Eugene, al tiempo que se toqueteaba la espesa barba, como una ardilla jugando con una nuez.

– Hola, señor McKenzie -saludó Lou. Había ido a la tienda varias veces ya y el hombre le parecía brusco pero honesto.

Oz llevaba los guantes de béisbol alrededor del cuello y

estaba lanzando la pelota. Iba a todas partes con ellos, y Lou sospechaba que incluso dormía con ellos.

– Siento mucho lo de Louisa -dijo McKenzie.

– Se pondrá bien -repuso Lou con firmeza y Oz le dedicó una mirada de sorpresa y estuvo a punto de dejar caer la pelota de béisbol.

– ¿En qué puedo serviros? -preguntó McKenzie.

– Tenemos que levantar un establo nuevo -contestó Eugene-. Necesitamos algunas cosas.

– Alguien prendió fuego al establo -declaró Lou y lanzó una mirada alrededor.

– Necesitamos tablones, postes, clavos, material para las puertas y todo eso -indicó Eugene-. He traído una lista. -Extrajo un trozo de papel del bolsillo y lo dejó sobre el mostrador.

McKenzie ni la miró.

– Tendréis que pagarme ahora mismo -dijo cuando por fin dejó de tocarse la barba.

Eugene miró fijamente al hombre.

– Pero si tenemos cuenta abierta y no debemos nada, señor.

Entonces McKenzie lanzó una mirada al papel.

– Es una lista muy larga. No puedo fiarte tanto.

– En ese caso traeremos parte de la cosecha. Haremos un trueque.

– No, en metálico.

– ¿Por qué no puede darnos un adelanto? -preguntó Lou.

– Son tiempos duros -repuso McKenzie.

Lou miró las pilas de suministros y de artículos que había por todas partes.

– Pues a mí me parece que estamos en un momento fantástico.

McKenzie le devolvió la lista.

– Lo siento.

– Pero necesitamos un establo -dijo Eugene-. El invierno llegará pronto y no podemos dejar a los animales fuera. Se morirán.

– Di mejor los animales que nos quedan -puntualizó Lou, mirando de nuevo a los rostros que los contemplaban.

Un hombre de la misma envergadura que Eugene se acercó desde el fondo de la tienda. Lou sabía que era el yerno de McKenzie, quien esperaba heredar aquel negocio el día que éste muriera.

– Oye mira, Ni Hablar -dijo el hombre-, ya te han dicho lo que hay.

Antes de que Lou tuviera tiempo de hablar, Eugene se plantó frente al hombre.

– Sabe que yo nunca me he llamado así. Me llamo Eugene Randall. No lo olvide.

El hombre, sorprendido, dio un paso atrás. Lou y Oz intercambiaron una mirada y luego miraron con orgullo a su amigo.

Eugene observó a cada uno de los clientes de la tienda con la clara intención, pensó Lou, de indicarles que aquel comentario también iba dirigido a ellos.

– Lo siento, Eugene -intervino Rollie McKenzie-. No volverá a suceder.

Eugene asintió y con un movimiento de la cabeza indicó a los niños que se marchaban. Salieron y subieron al carro. Lou temblaba de ira.

– Es por culpa de esa compañía de gas. Han asustado a todo el mundo. Ha vuelto a la gente contra nosotros.

Eugene tomó las riendas.

– Todo irá bien, ya se nos ocurrirá algo.

– ¡Eugene, espera un momento! -exclamó Oz. Saltó del carro y entró en la tienda-. ¿Señor McKenzie? -gritó. El viejo lo miró parpadeando y tocándose la barba. Oz dejó caer los guantes y la pelota sobre las planchas de arce alabeadas-. ¿Con esto podemos comprar un establo?

McKenzie contempló al niño y le temblaron los labios, mientras detrás de los gruesos cristales los ojos se le llenaban de lágrimas.

– Vete a casa, chico. Anda, vete a casa.

Limpiaron todos los escombros del establo y recogieron los clavos, tornillos y troncos servibles que pudieron. Cotton, Eugene y los niños permanecieron de pie contemplando la exigua pila.

– No es gran cosa -dijo Cotton.

Eugene miró hacia el bosque que los rodeaba.

– Bueno, tenemos un montón de madera, y además gratis.

Lou señaló hacia la cabaña abandonada sobre la que su padre había escrito.

– Y podemos usar cosas de ahí -señaló. Luego miró a Cotton y sonrió. No habían hablado desde su estallido de furia, y se sentía incómoda por ello-. Quizá logremos un milagro -añadió.

– Pues manos a la obra -dijo Cotton.

Derribaron la cabaña y arramblaron con lo que pudieron. Durante los siguientes días talaron árboles con un hacha y una sierra que habían guardado en el granero, por lo que se había salvado del incendio. Tiraron de los árboles caídos con las muías y las cadenas. Afortunadamente, Eugene era un carpintero extraordinario. Mocharon los árboles, les quitaron la corteza y, con ayuda de una escuadra y cinta métrica, Eugene hizo unas marcas en la madera para señalar dónde había que tallar las muescas.

– No tenemos suficientes clavos, de modo que hemos de apañárnoslas. Haremos las muescas y amarraremos las uniones de la mejor manera posible, con barro en medio. Cuando tengamos más clavos, los utilizaremos.

– ¿Y los postes de las esquinas? -preguntó Cotton-. No tenemos argamasa para asegurarlos.

– No hace falta. Haremos los agujeros bien profundos, muy abajo, perforando la roca. Los postes aguantarán, ya lo verá. Reforzaré los postes con unas abrazaderas.

– Tú mandas -dijo Cotton con una sonrisa alentadora.

Valiéndose de un pico y una pala, Cotton y Eugene excavaron un agujero. Era difícil luchar contra la dureza del terreno, por no mencionar el frío que hacía. Mientras trabajaban, Lou y Oz tallaron e hicieron las muescas a mano y los orificios de inserción de los postes donde la ensambladura de mortaja se uniría a la de espiga. Luego arrastraron uno de los postes con ayuda de la mula hasta el agujero, pero se dieron cuenta de que no había forma de introducirlo allí. Por mucho que lo intentaran, desde todos los ángulos posibles y aplicando toda clase de palancas, y por más que el corpulento Eugene tensara todos sus músculos, al igual que el pequeño Oz, no consiguieron levantarlo lo suficiente.

– Ya se nos ocurrirá algo más tarde -dijo Eugene, fatigado.

Eugene y Cotton dispusieron la primera pared en el suelo y empezaron a martillear. Cuando iban por la mitad se quedaron sin clavos. Recogieron toda la chatarra que pudieron y Eugene hizo un buen fuego de carbón para su forja. Acto seguido, valiéndose de su martillo de herrero, unas tenacillas y un yunque, fabricó un montón de toscos clavos.

– Menos mal que el hierro no arde -observó Cotton mientras contemplaba a Eugene trabajando en el yunque, que todavía estaba en medio de lo que había sido el establo.

Todo el arduo trabajo de Eugene les proporcionó clavos suficientes para terminar otro tercio de la primera pared, pero nada más.

Tras varios días fríos el único resultado visible del trabajo era un agujero y un único poste de esquina terminado que no parecían querer unirse, aparte de una pared sin clavos suficientes para sostenerla.

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