– Una casa nueva en una urbanización construida hace poco -resumió Mott, quien escribía los datos en la pizarra-. Dos o tres pisos.
Bishop tuvo un acceso de risa floja y levantó una ceja admirándose de algo:
– Chicos, chicas, el dinero del contribuyente se gasta en cosas que valen la pena. Esos tipos de Washington saben lo que se hacen. Escuchad esto. Los agentes han descubierto irregularidades significativas en la colocación de las baldosas del suelo y sugieren que la casa seguramente se vendió con el sótano sin acabar y que fue el mismo dueño quien colocó las baldosas.
– Vendida con el sótano sin terminar -escribió Mott en la pizarra.
– Aún no hemos acabado -prosiguió el detective-. También aumentaron un trozo de periódico que estaba en el cubo de basura y vieron que era un folleto que se regala gratis, The Silicon Valley Marketeer . Llamaron al periódico y descubrieron que se reparte por las casas sólo en la zona de Palo Alto, Cupertino, Mountain View, Los Altos, Los Altos Hills, Sunnyvale y Santa Clara.
– ¿Podríamos averiguar algo sobre urbanizaciones recién construidas en esos municipios?
– Justo lo que estaba a punto de hacer -asintió Bishop, y miró a Bob Shelton-: ¿Aún tienes ese amigo en el condado de Santa Clara?
– Claro.
Shelton llamó al Consejo de Planificación y Zonificación. Indagó sobre permisos de construcción de viviendas unifamiliares de dos o tres pisos con los sótanos inacabados, construidas después de enero del año anterior en los municipios de la lista. Después de cinco minutos de espera, Shelton se enganchó el teléfono bajo la barbilla, agarró un bolígrafo y empezó a escribir. Lo estuvo haciendo durante largo rato: la lista de nuevas urbanizaciones era increíblemente extensa. Por lo menos había unas cuarenta en aquellos siete municipios
– Dicen que no pueden construir lo bastante deprisa -dijo al colgar-. Ya sabes, el punto-com.
Bishop tomó la lista de urbanizaciones y fue hacia el mapa de Silicon Valley a poner un círculo en aquellos lugares que Shelton había apuntado. Mientras lo hacía, sonó el teléfono y contestó. Luego, colgó.
– Eran Huerto y Tim. Los dependientes de la tienda de música han reconocido a Phate y han dicho que se ha pasado media docena de veces en los últimos meses: siempre compra obras de teatro. Música, nunca. La última fue la Muerte de un viajante . Pero el tipo no tenía ni idea de dónde vive.
Puso un círculo en la ubicación de la tienda de música. Lo señaló y luego hizo lo mismo con la tienda de artículos teatrales Ollie de El Camino Real, donde Phate había comprado la goma y los disfraces. Las dos tiendas quedaban a poco menos de un kilómetro. Lo que sugería que Phate estaba en la parte central-oeste de Silicon Valley; y aun así había veintidós nuevas urbanizaciones construidas en la zona de unos veinte kilómetros cuadrados.
– Demasiado grande para ir casa por casa.
Descorazonados, miraron el mapa y el tablero con las pruebas durante unos diez minutos, en un intento infructuoso por estrechar la superficie de búsqueda. Llamaron unos oficiales desde el apartamento de Peter Grodsky en Sunnyvale. El joven había muerto de una cuchillada en el corazón; como las otras víctimas de la versión real del juego Access. Los policías revisaron la escena del crimen pero no habían encontrado ninguna prueba.
– ¡Maldición! -dijo Shelton, expresando la frustración que todos sentían.
Estuvieron un rato en silencio con la vista fija en la pizarra blanca, silencio que fue roto cuando una tímida voz dijo:
– ¿Se puede?
Un quinceañero gordito con gafas gruesas estaba en la puerta, acompañado de un joven de unos veintitantos años.
Eran Jamie Turner, el estudiante de St. Francis, y su hermano Mark.
– Hola, jovencito -saludó Frank Bishop, sonriendo al muchacho-. ¿Qué tal?
– Bien, supongo -miró a su hermano, quien asintió para darle ánimos. Jamie avanzó por la sala y le dijo a Gillette-: Hice lo que me pediste -dijo, tragando saliva.
Gillette no recordaba de qué podía estar hablando el muchacho. Pero asintió y dijo para animarle:
– Adelante.
– Bueno, estuve mirando las máquinas del colegio -continuó Jamie-, en la sala de ordenadores. Tal como me pediste. Y he encontrado algo que quizá os ayude a atraparlo: quiero decir, a atrapar al hombre que mató al señor Boethe.
Capítulo 00100100 / Treinta y seis
– Cuando me conecto a la red tengo siempre este cuaderno conmigo -le dijo Jamie Turner a Wyatt Gillette.
Aunque en ciertos aspectos sean desorganizados y descuidados, todos los hackers serios se pertrechan de bolígrafos y de cuadernos de anillas, de blocks de notas o de libretas (de cualquier tipo de material de árbol muerto) que ponen junto a su ordenador cuando están on-line. En ellos apuntan el nombre exacto de las URL (las direcciones) de las páginas web que visitan, los nombres del software que buscan, cosas relacionadas con otros hackers que quieren localizar y cualquier cosa que les pueda ser de ayuda. Esto es una necesidad pues gran parte de la información que flota en la Estancia Azul es tan complicada que resulta difícil de recordar y uno tiene que hacerlo, en cualquier caso, al dedillo: un error tipográfico puede suponer un fallo a la hora de hacer un pirateo fuera de serie o la imposibilidad de acceder a la página web o al tablón de anuncios más fabulosos del mundo.
Era la una y media de la tarde y todos los miembros del equipo de la UCC sentían cierta desesperación prolongada, y provocada por el hecho de que Phate podría estar llevando a cabo una acción en ese mismo momento.
De todas formas, Gillette permitió que el chico se explayara a su ritmo.
– Estaba leyendo lo que escribía antes de que el señor Boethe… Antes de que le ocurriera eso, ya sabes.
– ¿Y qué has encontrado? -le preguntó Gillette. Bishop se sentó cerca del chico y asentía-. Sigue, sigue.
– Vale. Mira, la máquina que yo usaba en la biblioteca, la que os llevasteis, andaba bien hasta hace unas dos o tres semanas. Pero entonces comenzó a suceder algo muy extraño. Empecé a tener esos errores fatales. Y mi máquina se quedaba colgada.
– ¿Errores fatales? -preguntó Gillette, sorprendido. Miró a Nolan, quien movía la cabeza, con curiosidad. Se quitó un mechón de pelo de la cara y, distraída, empezó a enrollarlo con el dedo.
– Vale, ahora para el resto de nosotros -dijo Bishop, mirando al uno y al otro-. ¿Qué significa eso?
– Lo normal es que uno sufra errores cuando su máquina está tratando de hacer dos cosas a la vez -explicó Nolan-. Como andar con una hoja de cálculo mientras uno lee sus correos en la red.
Gillette asentía.
– Pero una de las razones por las que empresas como Apple o Microsoft crearon un nuevo sistema operativo fue para permitir que se pudieran utilizar varios programas a la vez. Y ahora es muy raro ver errores fatales.
– Lo sé -dijo el chico-, por eso pensé que era extraño. Luego traté de arrancar los mismos programas en una máquina diferente, una que no se había conectado a la red. Y lo mejor es que no pude duplicar los errores.
– Vale, vale, vale -dijo Tony Mott, que estaba muy atento-. Trapdoor tiene un fallo.
– Esto es genial, Jamie -dijo Gillette, saludando al muchacho-. Creo que es la clave que necesitábamos.
– ¿Por qué? -preguntó Bishop-. No lo pillo.
– Necesitábamos los números de serie y de teléfono móvil de Phate en Mobile America, para rastrearlo.
– Lo recuerdo.
– Si tenemos suerte los obtendremos gracias a esto -dijo Gillette, mirando al chico-. ¿Recuerdas la fecha y la hora de algunos errores que sufriste?
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