Jeffery Deaver - La estancia azul

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Jeffery Deaver explora en La Estancia Azul el siniestro territorio del suspense en la red. El asesino del relato responde al apodo de Phate, pero su verdadero nombre es Jon Patrick Holloway. Aparentemente no es más que un hacker, un inofensivo pirata informático. Pero su mente perversa ha ideado un programa llamado Trapdoor, el cual le permite asaltar los ordenadores de sus víctimas potenciales, apoderarse de todos los archivos que contienen información de carácter personal y, de este modo, iniciar un juego macabro cuyo objetivo final es la eliminación del usuario elegido. Para atrapar a este peligroso psicópata, la policía recurre a la ayuda de Wyatt Gillette, un hacker experto que cumple un año de condena en la cárcel por un delito informático menor. Es preciso actuar deprisa, pues los terribles asesinatos se suceden uno tras otro, y nadie en la red está a salvo.

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– ¿Y…? No veo la diferencia entre un ser humano y un código de software. Ambos son creados, ambos sirven para un fin y luego mueren, reemplazados por una versión posterior. Dentro o fuera de la máquina, dentro o fuera del cuerpo, no hay diferencia entre una célula y un electrón.

– Claro que hay diferencias, Jon.

– ¿Sí? -preguntó, sonriendo-. Piénsalo. ¿Cómo comenzó la vida? Con un rayo que encendió esa mezcla primordial de carbono, hidrógeno, nitrógeno, oxígeno, fosfato y sulfato. Toda criatura viviente posee esos elementos, toda criatura viviente funciona gracias a impulsos eléctricos. En cualquiera de esas funciones, de una forma u otra, encontrarás una máquina. Que funciona gracias a impulsos eléctricos.

Levantó las manos como si lo que estaba diciendo fuera obvio.

– Guárdate esa falsa filosofía para los chavales del chat, Jon. Las máquinas son juguetes maravillosos: han cambiado el mundo para siempre. Pero no están vivas. Y no razonan.

– ¿Y desde cuándo razonar es un requisito para la existencia de vida? -se rió Phate-. La mitad de la gente del mundo es idiota, Wyatt. No razonan mejor que un perro amaestrado o que un delfín adiestrado.

– Por Dios, ¿qué pasa contigo? ¿Estás tan perdido en el Mundo de la Máquina que ya no ves la diferencia?

A Phate se le agrandaron los ojos con ira:

– ¿Perdido en el Mundo de la Máquina? ¡No tengo otro mundo! ¿Y quién es el culpable?

– ¿Qué quieres decir?

– Jon Patrick Holloway tenía una vida real en el Mundo Real. Vivía en Cambridge, tenía amigos, salía a cenar, solía tener citas. Era tan real como la vida de cualquier otro. ¿Y sabes lo mejor de todo? ¡Me gustaba! Él iba a encontrar a alguien, él iba a formar una familia -su voz se quebró-. ¿Y qué pasó? Su Judas, Valleyman, lo vendió y lo destruyó. El único sitio que me quedaba era el Mundo de la Máquina.

– No -dijo Gillette, con enfado-. El verdadero «tú» robaba software y hardware y suspendía el número de teléfono de urgencias de la policía. La vida de Jon Holloway era totalmente falsa.

– ¡Pero era ALGO! ¡Fue lo más cerca que estuve de tener vida privada! -Phate tragó saliva y, por un segundo, Gillette pensó que iba a echarse a llorar. Pero el asesino controló sus emociones deprisa y, con una sonrisa, señaló dos teclados rotos que estaban tirados en una esquina-. ¿Solamente has roto dos?

Se echó a reír. Gillette no pudo evitar una sonrisa.

– Sólo llevo aquí un día y medio. Dame un poco de tiempo.

– Recuerdo que decías que nunca podrías pulsar las teclas con suavidad.

– Hace unos cinco años estaba hackeando y me rompí el dedo meñique. No me enteré. Estuve tecleando dos horas más. Hasta que vi que la mano se me había puesto negra.

– ¿Cuál es tu récord de permanencia? -le preguntó Phate.

– Una vez estuve treinta y nueve horas seguidas frente al ordenador -recordó Gillette.

– El mío es de treinta y siete -confesó Phate-. Podría haber estado más pero me quedé dormido. Cuando desperté no pude mover las manos durante dos horas. Tío, hicimos unas cuantas cosas potentes, ¿eh?

– ¿Te acuerdas de aquel tipo -dijo Gillette-, el que era general de las fuerzas aéreas? Lo vimos en la CNN. Decía que la página web de reclutamiento era más segura que Fort Knox y que ningún golfete podría colarse en ella.

– Y nos metimos dentro de su WAX en, ¿cuánto tiempo?, ¿diez minutos?

Los jóvenes hackers habían colgado en la web anuncios de Kimberly Clark: reemplazaron con anuncios de cajas Kotex todas las excitantes fotos de bombarderos y de jets.

– Eso estuvo muy bien -dijo Phate.

– ¿Y te acuerdas cuando convertimos la línea telefónica de la oficina de prensa de la Casa Blanca en un teléfono público?

Estuvieron un rato en silencio. Finalmente, Phate dijo:

– Vaya, tío, piensa en lo que podríamos haber hecho juntos. Tú eras mejor que yo, sólo que descarrilaste. Te casaste con aquella chica griega, ¿cómo se llamaba? Ellie Papandolos, ¿no? -miró a Gillette muy de cerca cuando pronunciaba ese nombre-. Os divorciasteis pero sigues enamorado de ella, ¿no? Lo puedo ver en tu cara.

Gillette no dijo nada.

– Tío, tú eres un hacker. No tienes nada que hacer con una mujer. Cuando las máquinas son tu vida no necesitas una amante. Sólo te retienen.

– ¿Y qué pasa con Shawn? -contrarrestó Gillette.

Su cara se ensombreció.

– Eso es distinto. Shawn entiende perfectamente quién soy. No hay mucha gente que lo haga.

– ¿Quién es él?

– Shawn no es problema tuyo -dijo Phate con agresividad y un segundo después volvía a sonreír-. Venga, Wyatt, trabajemos juntos. Sé que deseas que te cuente lo que pasa con Trapdoor. ¿No darías lo que fuera por saber cómo funciona?

– Sé cómo funciona. Husmea paquetes para desviar mensajes. Y luego te sirves de la esteneanografía para insertar un demonio en el paquete. El demonio se activa nada más entrar en el nuevo sistema y restablece los protocolos de comunicación. Se oculta en el programa del Solitario y se autodestruye cuando alguien se pone a buscarlo.

Phate se echó a reír.

– Pero eso es como decir: «Bueno, ese tipo mueve los brazos y echa a volar». ¿Cómo lo hice? Eso es lo que no sabes. Eso es lo que nadie sabe… ¿No te preguntas cómo es el código de origen? ¿No te encantaría ver ese código, señor don Curioso? Te daré una pista. Es como echarle un vistazo a Dios, Wyatt. Sabes que lo estás deseando.

Durante un segundo la mente de Gillette se movió entre líneas y líneas de código de software: lo que él escribiría para hacer un duplicado de Trapdoor. Pero al llegar a un cierto punto la pantalla de su imaginación se apagó. No podía ver más allá, y el impulso de su curiosidad lo consumía. Sí, claro que deseaba echar un vistazo al código de origen. Le encantaría hacerlo.

Pero dijo:

– Ponte las esposas.

Phate miró el reloj de pared.

– ¿Recuerdas lo que solía apuntar sobre la venganza cuando éramos piratas informáticos?

– La venganza del hacker es venganza paciente. ¿Qué pasa con eso?

– Quiero dejarte pensando en eso. Ah, y otra cosa: ¿has leído alguna vez a Mark Twain?

Gillette frunció el ceño y no contestó.

– Un yanqui en la corte del rey Arturo -siguió Phate-. ¿No? Bueno, trata de un hombre del siglo pasado que es transportado a la Inglaterra medieval. Contiene una escena totalmente fuera de serie cuando el héroe, u otro personaje, se mete en un aprieto y los caballeros van a matarlo.

– Jon, ponte las esposas -lo apuntó con la pistola.

– Sólo que el tipo, y esto es lo bueno, tiene un almanaque y mira la fecha del año que era, pongamos el 1 de junio de 1066, y ve que va a haber un eclipse total de Sol. Así que les dice a los caballeros que si no se rinden convertirá el día en noche. Y, por supuesto, no le creen pero llega el eclipse y todos se quedan alucinados y por eso el héroe se salva.

– ¿Y?

– Tenía miedo de meterme en un aprieto aquí.

– Habla claro.

Phate no dijo nada. Pero unos segundos más tarde, cuando el reloj marcó las doce y media y el virus que Phate había cargado en el ordenador de la compañía eléctrica dejó totalmente a oscuras la UCC, quedó claro a qué se refería.

La habitación permaneció en la más estricta oscuridad.

Gillette se echó hacia atrás, levantó el arma de Backle y buscó su blanco entre las sombras. Phate le golpeó con su potente puño en el cuello y lo dejó aturdido. Luego arrojó a Gillette contra la pared del cubículo, y lo tiró al suelo.

Oyó un tintineo cuando Phate guardó sus llaves y las otras cosas que habían quedado sobre el escritorio. Gillette se lanzó hacia delante tratando de retener la cartera. Pero Phate ya la había agarrado y todo lo que Gillette pudo conservar fue el reproductor de CD. Sintió un dolor agudo cuando Phate lo golpeó con la llave mecánica en la espinilla. Gillette se quedó de rodillas, alzó la pistola de Backle y, tras haber apuntado donde creía que se encontraba Phate, disparó.

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