Jeffery Deaver - La estancia azul

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Jeffery Deaver explora en La Estancia Azul el siniestro territorio del suspense en la red. El asesino del relato responde al apodo de Phate, pero su verdadero nombre es Jon Patrick Holloway. Aparentemente no es más que un hacker, un inofensivo pirata informático. Pero su mente perversa ha ideado un programa llamado Trapdoor, el cual le permite asaltar los ordenadores de sus víctimas potenciales, apoderarse de todos los archivos que contienen información de carácter personal y, de este modo, iniciar un juego macabro cuyo objetivo final es la eliminación del usuario elegido. Para atrapar a este peligroso psicópata, la policía recurre a la ayuda de Wyatt Gillette, un hacker experto que cumple un año de condena en la cárcel por un delito informático menor. Es preciso actuar deprisa, pues los terribles asesinatos se suceden uno tras otro, y nadie en la red está a salvo.

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– ¡Cariño! -gritó Jennie.

– Está bien -dijo Bishop al guardia-. Soy su marido.

Su mujer lloraba en silencio. Él la estrechó entre sus brazos.

– Una enfermera me ha puesto una inyección -susurró ella-. Y el doctor no la había prescrito. No sé qué contenía. ¿Qué está pasando, Frank?

Bishop se sentía bien por la presencia del guardia. Había pasado un rato horrible mientras hablaba con el personal de seguridad del hospital para reclamar que enviaran a alguien a la habitación de Jennie. Phate había paralizado las líneas telefónicas del hospital y la radio retransmitía con tanta electricidad estática que él no estaba seguro ni de haber podido hablar con el hospital: no podía oír al tipo al otro lado de la línea. Pero, al parecer, habían recibido el mensaje. A Bishop también le alegraba que el guardia (a diferencia de otros miembros de seguridad del hospital) llevara un arma.

– ¿Qué está pasando, Frank? -repitió Jennie.

Linda Sánchez llegó corriendo hasta la habitación. El guardia vio la identificación policial que colgaba sobre su pecho y la invitó a entrar. Las dos mujeres se conocían pero Jennie estaba demasiado enfadada para esbozar un saludo.

– Frank, ¿qué va a pasar con la niña? -ella ahora lloraba-. ¿Qué sucederá si me han dado algo que hace daño a la niña?

– ¿Qué ha dicho el doctor?

– ¡No sabe nada!

– Todo va a ir bien, amor mío. Vas a estar bien.

Bishop informó a Linda Sánchez de lo que había sucedido y se sentó sobre la cama, junto a su esposa. Linda tomó la mano de la paciente, se inclinó hacia ella y le dijo con voz cariñosa pero firme:

– Mírame, cariño. Mírame… -cuando Jennie volvió su rostro atormentado hacia ella, Sánchez dijo-: Ahora estás en un hospital, ¿no?

Jennie asintió.

– Si alguien ha hecho algo que no debía pueden arreglarlo aquí en cuestión de segundos -las manos oscuras y fuertes de la agente frotaban los brazos de Jennie como si la mujer acabara de ponerse a cubierto de una fuerte tormenta-. Aquí hay más doctores por centímetro cuadrado que en todo el valle, ¿no? Mírame. ¿Tengo razón o no?

Jennie se secó los ojos y asintió. Pareció relajarse un poco.

Bishop también se calmó, dichoso de compartir el trance de tener que consolar a su esposa. Pero a ese alivio lo acompañaba una certeza: que si tanto su mujer como su hija sufrían cualquier tipo de daño, el que fuera, ni Shawn ni Phate llegarían vivos a su condena.

Tony Mott corrió hasta la puerta sin demostrar ningún cansancio por el esfuerzo, al contrario que Shelton, quien, apoyándose en el umbral de la puerta, tuvo que detenerse para recuperar el resuello. Bishop dijo:

– Puede que Phate haya hecho algo con la medicina de Jennie. Ahora lo están comprobando.

– Dios mío -murmuró Shelton.

Por primera vez, Bishop se alegró de que Tony Mott estuviera en primera línea, y de que llevara esa gran pistola plateada encima. Ahora pensaba que uno no puede tener ni aliados ni armas suficientes si se opone a gente como Shawn o como Phate.

Sánchez siguió reconfortando a Jennie, tomándola de la mano, susurrando cosas sin importancia y hablando de lo guapa que estaba, de lo mala que sería la comida en ese sitio y que, vaya por Dios, ese ordenanza del pasillo estaba lo que se dice cachas. Bishop pensó que la hija de Linda era una persona muy afortunada por contar con semejante mujer a la hora de traer al mundo a ese hijo tan perezoso que cargaba en su vientre.

Mott había tenido la precaución de acarrear consigo copias de la fotografía de Holloway tomada cuando lo ficharon en Massachusetts. Se las pasó a unos guardias del piso de abajo, que fueron distribuyéndolas entre el personal del hospital. Pero nadie había visto al asesino hasta ese momento.

– Patricia Nolan y Miller están en el departamento informático del hospital, tratando de evaluar daños -informó Mott a Bishop.

Bishop asintió y les dijo a Shelton y a Mott:

– Quiero que vosotros…

De pronto el monitor de constantes vitales empezó a emitir un pitido muy alto. El diagrama que mostraba el corazón de Jennie empezó a saltar arriba y abajo de manera frenética.

Apareció un mensaje en la pantalla en caracteres rojos brillantes:

PELIGRO: Fibrilación

Jennie tragó saliva y alzó la cabeza, mirando el monitor. Gritó.

– ¡Jesús! -gritó Bishop y pulsó el botón de llamada. Lo pulsó una y otra vez. Bob Shelton corrió al pasillo y comenzó a gritar:

– ¡Necesitamos ayuda! ¡Aquí! ¡Ahora!

Y de pronto las líneas de la pantalla se volvieron planas. El tono de aviso se convirtió en un chirrido penetrante y un nuevo mensaje apareció en el monitor:

PELIGRO: Embolia

– ¡Cariño! -lloraba Jennie. Bishop la abrazó, sintiéndose inútil. A ella le caía el sudor por la cara y temblaba, pero seguía consciente. Linda Sánchez corrió a la puerta y gritó:

– ¡Que venga un maldito doctor!

En un momento llegaba el doctor Williston. Echó una ojeada al monitor. Inspeccionó luego a su paciente y desconectó la máquina.

– ¡Haga algo! -gritó Bishop.

Williston colocó el estetoscopio a Jennie y le tomó la presión. Luego se levantó y dijo:

– Ella está bien.

– ¿Bien? -preguntó Mott.

Dio la impresión de que Sánchez iba a agarrar al doctor por las solapas y hacer que volviera a revisar a su paciente.

– ¡Compruébelo otra vez!

– A ella no le pasa nada -le respondió el médico.

– Pero el monitor… -dijo Bishop.

– Una anomalía. Algo ha sucedido en el sistema informático. Todos los monitores de esta planta han estado haciendo lo mismo.

Jennie cerró los ojos y volvió a dejar caer la cabeza sobre la almohada. Bishop la abrazó con fuerza.

– En cuanto a la inyección -prosiguió el médico-, ya lo he comprobado. Por alguna extraña razón, los de farmacia recibieron una orden para darte un pinchazo de vitaminas. Eso es todo.

– ¿Una vitamina?

Bishop, temblando de alivio, luchaba para no llorar.

– No te hará daño ni le hará daño al feto -dijo Williston-. Es muy raro: la orden llevaba mi nombre y, quienquiera que fuera el que lo hizo, utilizó mi contraseña para autorizarla. La guardo en un fichero privado de mi ordenador. No puedo figurarme cómo se las arregló para agenciársela.

– No puedo imaginármelo -dijo Tony Mott, con una mirada burlona dirigida a Bishop.

Un hombre de unos cincuenta años con apariencia de militar entró en la habitación. Vestía un traje conservador. Se presentó, Les Alien. Era el jefe de seguridad del hospital.

Bishop le contó la invasión del asesino en el hospital y el episodio de su mujer con el monitor.

– Ha entrado en nuestro ordenador principal -dijo Alien-. Lo sacaré a relucir hoy mismo, en la reunión del comité de seguridad. Pero, por ahora, ¿qué creen que debemos hacer? ¿Creen que el tipo está aquí, en algún lado?

– Sí, claro que está aquí -dijo Bishop, señalando el monitor colocado encima de la cabeza de Jennie-. Ha hecho esto para distraernos, para que nos centremos en Jennie y en esta ala del hospital. Lo que significa que su objetivo es otro paciente.

– O pacientes -añadió Shelton.

– O alguien del personal -sugirió Mott.

– A este sujeto le van los retos -comentó Bishop-. ¿Cuál es el lugar de más difícil acceso del hospital?

El doctor Williston y Les Alien lo discutieron:

– ¿Qué opina usted, doctor? ¿Los quirófanos? Todas las puertas son de acceso restringido.

– Pienso que sí.

– ¿Y dónde se encuentran?

– En otro edificio: se accede a él por medio de un túnel que sale de esta misma ala.

– Y la mayor parte de los médicos y de las enfermeras lleva mascarillas y gorros, ¿no? -preguntó Linda Sánchez.

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