Jeffery Deaver - La estancia azul

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Jeffery Deaver explora en La Estancia Azul el siniestro territorio del suspense en la red. El asesino del relato responde al apodo de Phate, pero su verdadero nombre es Jon Patrick Holloway. Aparentemente no es más que un hacker, un inofensivo pirata informático. Pero su mente perversa ha ideado un programa llamado Trapdoor, el cual le permite asaltar los ordenadores de sus víctimas potenciales, apoderarse de todos los archivos que contienen información de carácter personal y, de este modo, iniciar un juego macabro cuyo objetivo final es la eliminación del usuario elegido. Para atrapar a este peligroso psicópata, la policía recurre a la ayuda de Wyatt Gillette, un hacker experto que cumple un año de condena en la cárcel por un delito informático menor. Es preciso actuar deprisa, pues los terribles asesinatos se suceden uno tras otro, y nadie en la red está a salvo.

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Desapareció en la cocina y volvió con una cafetera llena.

Wyatt Gillette agradeció mucho el café (su segunda taza en lo que iba de mañana) pero, en cuanto al desayuno, no dejó de comer Pop-Tarts.

Stephen Miller llegó unos minutos más tarde, con Mott siguiéndole los talones, sudoroso éste por la carrera en bicicleta hasta la oficina.

Gillette le explicó al resto del equipo lo que sucedía con la dirección de correo electrónico de Phate y sus planes para enviarle un e-mail.

– ¿Y qué dirá? -preguntó Nolan.

– Querido Phate -respondió Gillette-, me lo estoy pasando de miedo, ojalá estuvieras aquí, por cierto: aquí tienes la foto de un cadáver.

– ¿¿Qué?? -se alarmó Miller.

– ¿Puedes conseguir una foto de la escena de un crimen? -preguntó Gillette a Bishop-. ¿De un cadáver?

– Supongo que sí -respondió Bishop sin saber muy bien.

Gillette señaló la pizarra blanca.

– Vamos a simular que soy Vlast, el hacker de Bulgaria con el que intercambiaba fotos. Subiré una foto para él.

Nolan asintió y se echó a reír.

– Y también recibirá un virus con ella. Te meterás en su ordenador.

– Es lo que voy a intentar hacer.

– ¿Por qué necesitas enviarle una foto? -preguntó Shelton. No se sentía a gusto con la idea de enviar pruebas de crímenes sanguinarios a la Estancia Azul, para que todos pudieran verlas.

– Mi virus no es tan inteligente como el de Phate. Con el mío, Phate tiene que echarme una mano para poder activarlo y entrar en su sistema. Tendrá que abrir el archivo adjunto que contiene la foto, para que mi virus pueda ponerse manos a la obra.

Bishop llamó a la Central y su secretaria le envió por fax una fotografía de la escena de un crimen reciente a la UCC.

Gillette echó un vistazo a la foto (se trataba de una chica apaleada hasta la muerte) pero desvió rápidamente la mirada. Stephen Miller la escaneó para tenerla en un formato digital que pudieran adjuntar a un correo electrónico. El policía parecía inmune al terrible crimen que se veía en la fotografía y realizó el proceso sin más. Le pasó a Gillette un disquete que contenía una compresión de la imagen en formato jpeg .

– ¿Y qué pasa si Phate ve el correo de Vlast y le envía un mensaje en donde le pregunta si en verdad le ha enviado algo, o si le manda una respuesta? -inquirió Bishop.

– Ya he pensado en eso. Voy a enviarle a Vlast otro virus, uno que bloquee todos los correos que le lleguen procedentes de Estados Unidos.

Gillette se conectó a la red para buscar su caja de herramientas del laboratorio de la fuerza aérea de Los Alamos. Una vez allí, descargó todo lo que necesitaba: los virus y su propio programa anonimatizador, pues no iba a volverse a fiar de Stephen Miller.

En cinco minutos ya le había enviado a Vlast una copia del MailBlocker y a Phate su propia versión del Back-door-G. Éste era un virus muy conocido, que permitía a un usuario remoto piratear el ordenador de otra persona, normalmente cuando ambos compartían una misma red, como cuando se trabaja en la misma empresa. La versión de Gillette actuaba con cualquier pareja de ordenadores, aunque no estuvieran conectados en red.

– He puesto una alerta en nuestra máquina. Si Phate abre la foto, aquí sonará un tono para advertirnos. Entraré en su ordenador y veremos si puedo hacer algo que nos ayude a localizar a Shawn… O a su próxima víctima.

Sonó el teléfono y contestó Miller. Escuchó y le dijo a Bishop:

– Es para ti. Charlie Pittman.

Bishop tocó el botón de manos libres.

– Gracias por devolverme la llamada, agente Pittman.

– De nada, señor -la voz del hombre salía distorsionada por el altavoz de mala calidad-. ¿Qué puedo hacer por usted?

– Mire, Charlie, sé que tiene abierta esa investigación del caso Peter Fowler. Pero la próxima vez que mantengamos una operación en curso le voy a tener que pedir que usted o cualquiera del condado se ponga en contacto conmigo para que lo coordinemos.

Silencio. Y luego:

– ¿Y eso?

– Me refiero a la operación del motel Bay View de ayer.

– Ejem. ¿A qué? -la voz que salía del pequeño altavoz sonaba perpleja.

– Dios -dijo Bob Shelton mirando con preocupación a su compañero-. No tiene ni idea. El tipo que viste no era Pittman.

– Agente -preguntó Bishop con premura-, ¿vino usted a presentarse ante mí hace dos noches en Sunnyvale?

– Señor, me temo que aquí tenemos un malentendido. Estoy en Oregón, pescando. Llevo aquí una semana de vacaciones y aún me quedan tres días más. Sólo he llamado a la oficina para escuchar mis mensajes. Había uno suyo y le he devuelto la llamada. Eso es todo lo que sé.

Tony Mott se acercó al micrófono.

– Agente, ¿quiere decir entonces que no se encontraba ayer en la sede de la Unidad de Crímenes Computarizados de la policía estatal?

– No, señor. Ya se lo he dicho. En Oregón. De pesca.

Mott miró a Bishop.

– Ayer había un tipo que se hizo pasar por Pittman ahí fuera. Dijo que acababa de tener una reunión aquí y que ya se iba. No sospeché nada.

– No, no estuvo aquí -dijo Stephen Miller.

– Agente, ¿existe algún memorándum donde se aluda a sus vacaciones?

– Claro. Siempre mandamos uno.

– ¿En papel? ¿O es un correo electrónico?

– Hoy en día usamos correos electrónicos para todo -dijo el agente, un poco a la defensiva-. La gente piensa que el condado no está al día, pero eso no es cierto.

– Bueno, señor: alguien está usando su nombre -le explicó Bishop-. Con una licencia falsa y una placa falsa.

– Maldición. ¿Por qué?

– No estoy seguro. Es probable que tenga algo que ver con la investigación de un homicidio que estamos llevando.

– ¿Qué debo hacer?

– Llame a su comandante y ponga una denuncia en el historial. Pero, por el momento, le agradeceríamos que no hiciera nada más. Nos sería de utilidad que el sospechoso no supiera que le seguimos la pista. No mande nada por e-mail. Use sólo el teléfono.

– Claro. Ahora mismo llamo a la Central.

Bishop se disculpó ante Pittman por haberle reprendido y luego colgó. Miró a su equipo.

– Otra vez víctimas de la ingeniería social -y a Mott le dijo-: Descríbemelo. Describe al tipo que viste.

– Delgado, con bigote. Vestía una gabardina oscura.

– El mismo que vimos en Sunnyvale. ¿Qué estaba haciendo aquí?

– Parecía que salía de la oficina pero lo cierto es que nunca lo vi cruzar el umbral. Quizá andaba husmeando.

– Es Shawn -afirmó Gillette-. Tiene que serlo.

Bishop estuvo de acuerdo. Volvió a hablar con Mott:

– Vamos a ver si entre tú y yo conseguimos una imagen del aspecto que tiene -se volvió hacia Miller-: ¿Tenéis un Identikit a mano?

Se trataba de un maletín que contenía capas de plástico con distintos atributos que podían combinarse para que un testigo pudiera reconstruir la imagen de un sospechoso: como un artista policial en una caja.

Pero Linda Sánchez meneó la cabeza.

– Aquí las identificaciones faciales no nos son de mucha ayuda.

– Tengo uno en el coche -dijo Bishop-. Ahora vuelvo.

* * *

Phate se hallaba tecleando con satisfacción en su oficina del salón cuando en su pantalla apareció una bandera que indicaba que había recibido un correo electrónico enviado a Deathknell, su nombre de pantalla privado.

Advirtió que se lo había enviado Vlast, su amigo búlgaro. Y que incluía un archivo adjunto. Hacía tiempo habían intercambiado fotografías snuff , pero llevaban mucho sin hacerlo y se preguntó qué le habría remitido su amigo.

Phate sentía curiosidad pero debía postergar el momento de saber qué era hasta más tarde. En ese instante estaba demasiado excitado por su última caza con Trapdoor. Después de una hora de reventar contraseñas gracias a la ayuda de superordenadores cuyo tiempo había tomado prestado, finalmente Phate había accedido al directorio raíz de un sistema informático que no quedaba lejos de su casa de Los Altos. Había intuido la dificultad de infiltrarse en ese sistema pues sabía que, una vez que hubiera tomado el control del directorio raíz, podía causar un daño muy grande a mucha, mucha gente.

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