Jeffery Deaver - La estancia azul

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Jeffery Deaver explora en La Estancia Azul el siniestro territorio del suspense en la red. El asesino del relato responde al apodo de Phate, pero su verdadero nombre es Jon Patrick Holloway. Aparentemente no es más que un hacker, un inofensivo pirata informático. Pero su mente perversa ha ideado un programa llamado Trapdoor, el cual le permite asaltar los ordenadores de sus víctimas potenciales, apoderarse de todos los archivos que contienen información de carácter personal y, de este modo, iniciar un juego macabro cuyo objetivo final es la eliminación del usuario elegido. Para atrapar a este peligroso psicópata, la policía recurre a la ayuda de Wyatt Gillette, un hacker experto que cumple un año de condena en la cárcel por un delito informático menor. Es preciso actuar deprisa, pues los terribles asesinatos se suceden uno tras otro, y nadie en la red está a salvo.

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– Frank -dijo Mott-, estamos conectados con Phate. ¡Ahora!

Bishop miró la pantalla. Le habló a Backle:

– ¿No nos puedes dar un respiro? Tenemos una oportunidad de saber dónde se esconde el sospechoso. Y Wyatt es el único que nos puede ayudar a hacerlo.

– ¿Y dejar que se conecte a la red? Ni hablar.

– Necesitas una orden si… -comenzó a decir Shelton.

El papel azul apareció de pronto en la mano de uno de los compañeros de Backle. Bishop lo leyó con rapidez y asintió con amargura.

– Pueden llevárselo, y confiscar todos los ordenadores y disquetes que haya estado usando.

Backle echó una ojeada a su alrededor, vio una oficina vacía y ordenó a sus ayudantes que encerraran dentro a Gillette mientras ellos buscaban los ficheros.

– ¡No dejes que lo hagan, Frank! -gritó Gillette-. Estaba a punto de tomar el directorio raíz de su máquina. Y ésta es su verdadera máquina, no una caliente. Podría contener el verdadero nombre de Shawn. ¡Podría contener la dirección de su próxima víctima!

– ¡Cállate, Gillette! -le cortó Backle.

– ¡No! -protestó el hacker intentando desasirse de los agentes que con facilidad lo encerraban en la oficina-. ¡Quitadme las putas manos de encima! Nosotros…

Lo echaron dentro y cerraron la puerta.

* * *

– ¿Puedes meterte en la máquina de Phate? -preguntó Bishop a Stephen Miller.

El tipo alto miró con temor la pantalla de la terminal.

– No lo sé. Tal vez. Es que… Si pulso una sola tecla equivocada, Phate sabrá que estamos dentro.

Bishop agonizaba. Su primera gran pista y se la robaban por culpa de estúpidas querellas entre agencias y por burocracia gubernamental. Ésta era su única oportunidad de adentrarse en la mente electrónica del asesino.

– ¿Dónde están los ficheros de Gillette? -preguntó Backle-. ¿Y sus discos?

Nadie le brindó la información que había pedido. El equipo miraba al agente de manera desafiante. Backle se encogió de hombros y dijo con voz repipi:

– Lo confiscaremos todo. No nos importa. Nos lo llevamos y, con suerte, lo veis dentro de seis meses.

Bishop le hizo una seña a Sánchez.

– Esa terminal de allá -murmuró ella, señalándola con el dedo.

Backle y los otros agentes comenzaron a revisar ocho centímetros y medio de disquetes como si pudieran saber su contenido por el color de sus carcasas de plástico, e identificar los datos que contenían con sólo mirarlos.

Mientras Miller acechaba la pantalla, apurado, Bishop se volvió hacia Nolan y Mott.

– ¿Puede cualquiera de vosotros usar el programa de Gillette?

– Sé cómo funciona, en teoría -dijo Nolan-. Pero nunca me he infiltrado en la máquina de nadie con Backdoor-G. Todo lo que he hecho ha sido tratar de encontrar el virus y buscarle un antídoto.

– Puedo decir lo mismo -afirmó Tony Mott-. Y además el programa de Wyatt es un híbrido que él mismo ha escrito. Lo más seguro es que posea líneas de comando únicas.

Bishop tomó una dura decisión: escogió a la civil y le dijo a Patricia Nolan:

– Hazlo lo mejor que puedas.

Ella se sentó ante la terminal. Se secó las manos en su inflada falda y se retiró el pelo de la cara, mirando la pantalla, tratando de entender los comandos del menú que, para Bishop, resultaban tan incomprensibles como el idioma ruso.

Sonó de nuevo el teléfono del detective. Lo contestó.

– ¿Sí? -escuchó un momento-. Sí, señor. ¿Quién? ¿El agente Backle?

El agente alzó la vista.

Bishop seguía al teléfono.

– Está aquí… Pero… No… No, esta línea no es segura. Le diré que le llame desde una de las líneas fijas de la oficina. Sí, señor. Lo haré ahora mismo -el detective anotó un número y colgó. Levantó una ceja en dirección a Backle-: Era Sacramento. Se supone que debes llamar al secretario de Defensa. Al Pentágono. Quiere que lo llames desde una línea segura. Aquí tienes su número privado.

Uno de sus compañeros miró a Backle con cara de tener dudas. «¿El secretario Metzger?», musitó. El tono reverencial indicaba que era una llamada que no tenía precedentes.

– Puedes usar este mismo -dijo Bishop. Backle sujetó con cuidado el teléfono que Bishop le ofreció.

El agente vaciló y luego marcó los dígitos del número de teléfono. Un instante después su llamada era atendida.

– Le habla el agente Backle, de la DIC, señor. Sí, señor, esta línea es segura… -Backle asentía con fuerza pero inútilmente-. Sí, señor… Eran órdenes de Peter Kenyon. La policía del Estado de California nos lo había arrebatado, señor. La orden de excarcelación estaba a nombre de un Juan Nadie, señor… Sí, señor. Bueno, si eso es lo que desea. Pero usted entiende qué es lo que Gillette ha hecho, señor. Él… -más gestos con la cabeza-. Perdón, no intenté insubordinarme. Me ocuparé de ello, señor.

Colgó y miró a Bishop con enfado. Les dijo a sus compañeros:

– Aquí hay alguien que tiene amigos en las putas altas esferas -señaló la pizarra blanca-. ¿Vuestro sospechoso? ¿Holloway? Uno de los tipos que asesinó en Virginia estaba relacionado con uno de los que financiaron al de la Casa Blanca. Así que Gillette va a estar fuera de la cárcel hasta que le echéis el guante -suspiró con amargura-. ¡Puta política! -miró a sus compañeros-. Vosotros os quedáis a la espera. Volved a la oficina -y a Bishop-: Podéis conservarlo por ahora. Pero voy a hacer de niñera hasta que se acabe el caso.

– Lo entiendo, señor -dijo Bishop, corriendo a la oficina donde los agentes habían arrojado a Gillette y abriendo la puerta.

Sin preguntar siquiera qué había sucedido, Gillette se lanzó a la terminal. Patricia Nolan le cedió la silla con gentileza. Gillette se sentó. Bishop le dijo:

– Aún formas parte del equipo por ahora.

– Eso está bien -dijo el hacker con formalidad, poniéndose al teclado. Pero, sin que Backle pudiera oírlos, Bishop le susurró, riendo:

– ¿Cómo se te ha ocurrido algo así?

Ya que nadie del Pentágono había telefoneado a Bishop, sino el mismísimo Wyatt Gillette. Había llamado al móvil de Bishop desde uno de los teléfonos de la oficina donde le habían encerrado. La conversación real difería un poco de la simulada.

Bishop había preguntado: «¿Sí?».

Gillette: «Frank, soy Wyatt. Estoy en el teléfono de la oficina. Haz como si fuera tu jefe. Dime que Backle está ahí».

«Sí, señor. ¿Quién? ¿El agente Backle?»

«Muy bien», había respondido el hacker.

«Está aquí, señor.»

«Ahora dile que llame al secretario de Defensa. Pero asegúrate de que lo hace desde la línea principal de la oficina de la UCC. Ni desde su móvil ni desde el de nadie. Dile que es una línea segura.»

«Pero…»

Gillette le tranquilizó: «Está bien. Hazlo. Y dale este número». Y procedió a dictarle a Bishop un número de Washington D.C.

«No, esta línea no es segura. Le diré que le llame desde una de las líneas fijas de la oficina. Sí, señor. Lo haré ahora mismo.»

Gillette se lo explicó en un susurro:

– He pirateado el conmutador de la oficina local de Pac Bell con la máquina de ahí dentro y he hecho que me transfirieran todas las llamadas provenientes de la UCC.

– ¿Y de quién era ese número? -preguntó Bishop, a un tiempo confundido y admirado.

– Bueno, el del secretario de Defensa. Su línea era tan fácil de piratear como cualquier otra -Gillette señaló la pantalla, con impaciencia-. No te preocupes. He cancelado el desvío de llamadas.

Empezó a teclear.

* * *

La versión de Gillette del programa Backdoor-G lo dejó justo en medio del ordenador de Phate. Lo primero que vio fue una carpeta llamada «Trapdoor».

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