El policía asintió y luego miró a Gillette con suspicacia.
– Aunque tú no te lo crees, ¿no es cierto?
– ¿A qué te refieres?
– Tú crees que los ordenadores son pura magia.
Gillette se lo pensó y se echó a reír.
– Sí, sí lo creo.
Estuvieron un rato más en el porche mirando las hileras resplandecientes de frutales. Y luego Jennie Bishop los llamó para que fueran a cenar. Caminaron hacia la cocina.
– Me voy a la cama -dijo Jennie-. Mañana tengo un día muy ocupado. Encantada de conocerte, Wyatt.
Le estrechó la mano con fuerza.
– Mi cita es mañana a las once -le dijo a su marido.
– ¿Quieres que te acompañe? Bob puede ocuparse del caso durante unas cuantas horas.
– No. Ya tienes bastante que hacer. Estaré bien. Si el doctor Williston encuentra que algo anda mal te llamaré desde el hospital. Pero eso no va a suceder.
– Llevaré el móvil.
Iba a marcharse pero se volvió con una mirada sombría.
– Pero hay algo que sí que tienes que hacer mañana, sin falta.
– ¿De qué se trata, amor mío? -preguntó el detective, preocupado.
– La aspiradora -señaló al aparato que había en una esquina, al que habían extraído el panel central y del que pendía un tubo en uno de los lados. Gran parte de sus componentes reposaba sobre un periódico-. Llévala a arreglar.
– Lo arreglaré yo -dijo Bishop-. Sólo es un poco de suciedad en el motor, o algo así.
– Has tenido todo un mes -lo amonestó ella-. Ahora les toca a los expertos.
– ¿Sabes algo de aspiradoras? -preguntó Bishop a Gillette, volviéndose hacia él.
– No. Lo siento.
– Me ocuparé de ella mañana -afirmó el detective, mirando a su esposa-. O pasado mañana.
Ella sonrió.
– Claro. La dirección del taller está en ese post-it amarillo. ¿Lo ves?
Él la besó.
– Buenas noches, amor mío.
Ella partió a ver a Brandon.
Bishop se levantó y fue hacia la nevera.
– Supongo que ya no me puedo buscar más líos si le ofrezco una cerveza al recluso.
– Gracias, pero no bebo alcohol -dijo Gillette moviendo la cabeza.
– ¿No?
– Eso es algo característico de los hackers: no bebemos nada que nos pueda dar sueño. Vete a un foro de discusión hacker, como alt.hack. La mitad de las entradas tienen que ver con formas de tomar los conmutadores de Pac Bell o de piratear la Casa Blanca y la otra mitad sobre los contenidos de cafeína de las últimas bebidas carbonatadas.
Bishop se sirvió una Budweiser. Miró el tatuaje del antebrazo de Gillette, el de la gaviota y la palmera.
– Eso es bastante feo, la verdad. Sobre todo el pájaro. ¿Por qué te lo hiciste?
– Fue en la universidad: en Berkeley. Estuve hackeando treinta y seis horas seguidas y fui a una fiesta.
– ¿Y qué? ¿Hiciste alguna apuesta?
– No, me quedé dormido y cuando desperté ya lo tenía. Nunca supe quién me lo había hecho.
– Te hace parecer un ex marine.
El hacker miró en todas direcciones para cerciorarse de que Jennie no andaba por allí y luego fue hacia el mueble donde ella había dejado las Pop-Tarts. Las abrió, sacó cuatro galletas y le ofreció una Bishop.
– No, gracias -dijo riendo el policía.
– También me voy a comer el rosbif -afirmó Gillette, mirando los sandwiches de Jennie-. Pero es que en la cárcel soñaba con ellas. Son el mejor tipo de comida hacker: tienen mucha azúcar y si las compras por kilos no se ponen malas -se comió dos a la vez-. Hasta es probable que tengan vitaminas. Cuando estaba todo el día enfrente del ordenador esto era mi comida principal: Pop-Tarts, pizza, soda Mountain View y cola Jolt.
Un momento después, Gillette preguntaba en voz baja:
– ¿Se encuentra bien tu mujer? Lo digo por esa cita que ha mencionado…
Vio una pequeña vacilación en la mano del policía al alzar la cerveza para dar un sorbo.
– No es nada serio… Sólo unas cuantas pruebas -y luego, como si quisiera cambiar el tema de conversación, dijo-: Voy a ver cómo anda Brandon.
Cuando regresó, unos minutos más tarde, Gillette miró la caja vacía de Pop-Tarts.
– No te he guardado ninguna.
– Está bien -dijo Bishop riendo, y se sentó.
– ¿Qué tal tu retoño?
– Dormido. ¿Tú y tu mujer tenéis hijos?
– No. Al principio no queríamos… Bueno, debo decir que yo era quien no quería. Y cuando los quise ya me habían enchironado. Y luego nos divorciamos.
– ¿Así que te gustan los chavales?
– Sí, mucho -se encogió de hombros, limpió las migas de galleta con una mano y las recogió en una servilleta-. Mi hermano tiene dos, un niño y una niña. Nos lo pasamos muy bien.
– ¿Tu hermano? -se extrañó Bishop.
– Ricky -contestó Gillette-. Vive en Montana. Es guardia forestal, aunque no te lo creas. Carol, su mujer, y él tienen una casa fantástica. Es como una cabaña, aunque más grande -señaló el patio trasero de Bishop-. Te gustaría ver su huerto. Ella es una jardinera excelente.
Bishop hundió los ojos en el mantel.
– Leí tu expediente.
– ¿Mi expediente? -preguntó Gillette.
– Tu ficha de menores. La que te olvidaste de destruir.
El hacker comenzó a enrollar y desenrollar lentamente su servilleta.
– Creía que ese material estaba sellado.
– Para el público sí. No para la policía.
– ¿Por qué lo hiciste? -preguntó Gillette con tranquilidad.
– Porque te habías escapado de la UCC. Pedí el expediente en cuanto supe que te habías largado pitando. Pensé que así quizá conseguiríamos alguna información que nos ayudara a atraparte -la voz del detective era imperturbable-. El informe de la trabajadora social también estaba incluido. Sobre tu vida familiar.
Gillette no dijo nada durante un buen rato.
«¿Por qué mentiste?», se preguntaba.
Mientes porque puedes hacerlo.
Mientes porque cuando estás en la Estancia Azul puedes inventarte lo que te dé la gana y nadie sabe si es cierto o no. Te dejas caer en un chat y le dices al mundo que vives en una gran casa de Sunnyvale o de Menlo Park o de Walnut Creek, que tu padre es abogado o doctor o piloto, que tu madre es diseñadora o que tiene una floristería y que tu hermano Rick es campeón del Estado de pruebas de camiones. Y puedes seguir y seguir contando cómo tu padre construyó un ordenador Altair uniendo diversos equipos, que tardó seis noches seguidas trabajando en ello cuando llegaba del trabajo y que por eso te enganchaste a los ordenadores.
Era un tipo tan genial…
Puedes decirle al mundo que, aunque tu madre murió de un trágico e inesperado infarto de miocardio, aún sigues muy unido a tu padre. Él viaja por todo el mundo porque es un ingeniero petrolífero, pero en vacaciones siempre vuelve a casa para visitaros a tu hermano y a ti. Y que, cuando está en la ciudad, vas todos los domingos a cenar a su casa con él y su nueva esposa, que es una maravilla, y que a veces él y tú vais a su estudio y escribís algún programa o jugáis un rato en los MUD.
¿Y sabes qué?
El mundo te cree. Porque en la Estancia Azul lo único por lo que la gente te juzga es por el número de bytes que tecleas con dedos entumecidos.
El mundo nunca llega a saber que todo es mentira.
El mundo nunca llega a saber que eres el único hijo de una madre soltera, que trabajaba hasta tarde tres o cuatro noches a la semana y que el resto salía con sus «amigos», que siempre eran de sexo masculino. Y que no murió por tener mal el corazón sino el hígado y el espíritu, pues ambos se desintegraron al mismo tiempo, cuando tú tenías dieciocho años.
El mundo nunca llega a saber que tu padre, un hombre sin trabajo fijo, cumplió con el único potencial para el que parecía destinado cuando os dejó a tu madre y a ti el día que empezabas el tercer curso.
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