Y que tus casas fueron una serie de búngalos y de trailers en los barrios más pobres de Silicon Valley, o que la única factura que se costeaba era la del teléfono, porque la pagabas tú trabajando como repartidor de periódicos para poder seguir conectado a la única cosa que te libraba de volverte loco de tristeza y de soledad: vagar por la Estancia Azul.
Vale, Bishop, me has pillado. Ni padre ni hermanos: sólo una madre egoísta y adicta. Y yo, Wyatt Gillette, solo en mi cuarto con mis compañeros: mi Trash- 80, mi Apple, mi Kaypro, mi PC, mi Toshiba, mi Sun SPARCstation…
Finalmente, alzó la vista e hizo algo que nunca había hecho anteriormente, ni siquiera con su esposa: le contó su historia a otro ser humano. Frank Bishop permaneció sin moverse, contemplando el rostro afilado y oscuro de Gillette. Cuando el hacker acabó, miró hacia arriba y se encogió de hombros. Bishop dijo:
– Tu infancia es fruto de la ingeniería social.
– Sí.
– Tenía ocho años cuando se fue -dijo Gillette, con las manos en torno a su lata de cola; las puntas callosas de sus dedos golpeaban el metal como si estuviera tecleando palabras: T-E-N-í-A o-C-H-o A-Ñ-o-s C-U-A-N-D-O…-. Habia estado en las fuerzas aéreas, mi padre. Estuvo sirviendo en Travis y cuando le dieron la baja se quedó en la zona. Bueno, de vez en cuando se quedaba en la zona. La mayor parte del tiempo andaba con sus colegas del ejército o… Bueno, puedes imaginarte dónde estaba cuando no venía por las noches. La única vez que tuvimos una charla seria fue el día que se largó. Mi madre había salido, y él vino a mi cuarto y me dijo que tenía que hacer unas compras y que por qué no lo acompañaba. Fui con él. Y eso es algo muy raro pues nunca hicimos nada juntos.
Gillette respiró hondo y trató de calmarse. Sus dedos tecleaban una tormenta silente contra el metal de la lata de soda.
T-R-A-N-Q-U-I-L-I-D-A-D… T-R-A-N-Q-U-I-L-l-D-A-D…
– Vivíamos en Burlingame, cerca del aeropuerto, y mi padre y yo nos metimos en su coche y fuimos hasta el centro comercial. Compró unas cuantas cosas en la droguería y luego me llevó al restaurante que queda cerca de la estación de tren. Cuando llegó la comida, yo estaba demasiado nervioso para comerla. Y, de pronto, deja el tenedor y me mira y me dice que es infeliz con mi madre y que tiene que largarse. Que su tranquilidad está en juego y que tiene que moverse para desarrollarse personalmente.
T-R-A-N-Q-U-I-L-I…
Bishop sacudió la cabeza:
– Te estaba hablando como si tú fueras uno de sus colegas del bar, y no un niño. Y no su propio hijo. Eso es muy malo.
– Me dijo que tomar la decisión le había costado mucho, pero que le parecía lo adecuado y me preguntó si me alegraba por él.
– ¿Te preguntó eso?
Gillette asintió.
– No me acuerdo de lo que dije. Y luego dejamos el restaurante y comenzamos a andar por la calle y debió de observar que yo estaba enfadado porque vio una tienda y me dijo: «Venga, hijo, entra aquí y compra lo que te dé la gana».
– Un premio de consolación.
Gillette se rió y dijo:
– Eso es, exactamente. La tienda era Radio Shack. Así que entré y eché una ojeada. No veía nada, estaba dolido y confuso, tratando de no echarme a llorar. Escogí lo primero que vi: un Trash-80.
– ¿Un qué?
– Un Trash-80. Uno de los primeros ordenadores personales.
L-O Q-U-E T-E D-É L-A G-A-N-A…
– Me lo llevé a casa y esa misma noche empecé a jugar con él. Luego oí que llegaba mi madre y ella y él tuvieron una gran pelea y luego él se largó y eso fue todo.
L-A E-S-T-A-N-C-I-A A-Z…
Gillette sonrió; sus dedos tecleaban.
– ¿Ese artículo que escribí? ¿«La Estancia Azul»?
– Lo recuerdo -dijo Bishop-. Significa el ciberespacio.
– También significa otra cosa -dijo Gillette lentamente.
A-Z-U-L…
– ¿Qué?
– Ya he dicho que mi padre estuvo en las fuerzas aéreas. Y, cuando yo era un crío, él y algunos de sus amigos militares se emborrachaban y cantaban a voz en grito el himno de las fuerzas aéreas, La salvaje distancia azul . Bueno, cuando se fue yo seguí escuchando esa canción en mi cabeza, una y otra vez, sólo que cambié «distancia» por «estancia», La salvaje estancia azul , porque él ya no estaba. Porque lo suyo sólo había sido una estancia pasajera -Gillette tragó saliva con fuerza. Alzó la vista-. Estúpido, ¿no?
Pero Bishop no parecía pensar que hubiera nada estúpido en todo aquello. Con una voz llena de simpatía que lo convertía en un hombre de familia, preguntó:
– ¿Has sabido algo de él? ¿O has oído algo sobre su paradero?
– No. No tengo ni idea -Gillette se rió-: De vez en cuando pienso en rastrearlo.
– Serías bueno encontrando a gente en la red.
Gillette asintió.
– Pero no creo que lo haga.
Movía los dedos con furia. Tenía las puntas tan insensibles por los callos que no podía sentir el frío de la lata de soda mientras tecleaba en el metal.
A-L-L-Á V-A-M-O-S A L-A…
– Pero aún es mejor: aprendí Basic, el lenguaje de programación, cuando tenía nueve o diez años, y me pasaba horas escribiendo programas. Los primeros hacían que el ordenador hablara conmigo. Yo tecleaba «Hola», y el ordenador contestaba: «Hola, Wyatt. ¿Cómo estás?». Y entonces yo tecleaba «Bien», y el ordenador preguntaba: «¿Qué has hecho hoy en el colé?». Intenté que la máquina dijera las cosas que me diría un padre de verdad. Llegaba a casa del colegio -prosiguió el hacker- y me pasaba tardes y noches frente al ordenador. A veces ni iba al colegio. Mi madre tampoco paraba mucho en casa. Ella nunca lo supo.
L-O Q-U-E T-E D-É L-A G-A-N-A…
– En cuanto a esos correos electrónicos que mi padre envió al juez, y esos faxes de mi hermano para que me fuera a vivir con él a Montana, y esos informes de los psicólogos acerca de la provechosa vida familiar que tenía y de que mi padre era el mejor… Yo los escribí, todos ellos.
– Lo siento -dijo Bishop.
– Hey, sobreviví. No tiene importancia.
– Lo más seguro es que sí la tenga -respondió Bishop con suavidad.
Estuvieron en silencio unos minutos. Luego el detective se levantó y empezó a fregar los platos. Gillette le ayudó y charlaron de temas intrascendentes: de la orquídea de Bishop, de la vida en San Ho, cosas así. Bishop terminó su cerveza y miró al hacker con timidez.
– ¿Por qué no la llamas?
– ¿Llamar? ¿A quién?
– A tu esposa. ¿Por qué no?
– Es tarde -replicó Gillette.
– Pues la despiertas. No se va a morir. Ni tampoco parece que tengas nada que perder -dijo Bishop, acercándole el teléfono al hacker.
– ¿Qué debería decir? -levantó el auricular con dudas.
– Ya pensarás en algo -miró las manos del hacker -. Imagínate que estás mecanografiando algo. Perdona: quería decir «tecleando».
– No sé…
– ¿Sabes su número? -preguntó el policía.
Gillette marcó los dígitos de memoria y con rapidez, para no echarse atrás, y mientras tanto pensaba: ¿Qué pasa si responde su hermano? ¿Qué pasa si contesta su madre? ¿Qué pasa si…?».
– ¿Hola?
Se le trabó la garganta.
– ¿Hola? -repitió Elana.
– Soy yo.
Hubo una pausa en la que, indudablemente, ella miró la hora. No obstante, no le hizo ningún comentario sobre lo tarde que llamaba.
¿Por qué no decía nada?
¿Por qué no era él?
– Quería llamarte. ¿Encontraste el módem? Lo dejé en el buzón.
Ella no respondió en ese momento. Y luego dijo:
– Estoy en la cama.
Un pensamiento abrasador: ¿estaba sola en la cama? ¿Estaba con Ed? ¿En la casa de sus padres? Pero dejó a un lado sus celos y preguntó con suavidad:
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