– Lo de ahí dentro no tiene buena pinta. El asesino ha vuelto a usar el cuchillo en el corazón: como con Andy Anderson y Lara Gibson. Pero parece ser que morir le llevó un buen rato. Está todo bastante asqueroso. ¿Por qué no esperas fuera? Cuando te necesitemos para ojear el ordenador te lo haré saber.
– Puedo soportarlo.
– ¿Estás seguro?
– Sí.
– ¿Cuántos años? -le preguntó Bishop a Ramírez.
– ¿Te refieres al chico? Quince.
Bishop levantó una ceja mirando a Patricia Nolan y le preguntó si ella también era capaz de presenciar la carnicería.
– Está bien -contestó ella.
Entraron en el aula.
A pesar de lo mesurado de su respuesta a Bishop, Gillette quedó aturdido. Había sangre por todas partes. Una cantidad increíble de sangre: en el suelo y en las paredes, en las sillas y en los marcos, en la pizarra y en el atril. El color variaba dependiendo del material que la sangre cubriera, e iba desde un rosa brillante hasta casi el negro.
En mitad de la estancia, sobre el suelo, yacía el cadáver cubierto por una manta verde. Gillette miró a Nolan, a quien esperaba ver también horrorizada. Pero, tras haber echado una ojeada a las salpicaduras, las manchas y los charcos que había en la habitación, ella parecía estar escudriñando el aula, quizá en busca del ordenador que había que analizar.
– ¿Cómo se llama el chico? -preguntó Bishop.
– Jamie Turner -dijo una oficial del Departamento de San José.
Linda Sánchez entró en el aula y tomó aire con fuerza cuando vio el cadáver. Parecía estar decidiendo si desmayarse o no. Volvió a salir.
Frank Bishop susurraba algo a un hombre de mediana edad que vestía un jersey Cardigan y que, al parecer, era uno de los profesores, y luego fue al aula contigua a la del crimen, donde estaba sentado un quinceañero con los brazos pegados al torso y que se columpiaba adelante y atrás sobre la silla. Gillette se unió al policía.
– ¿Jamie? -preguntó Bishop-. ¿Jamie Turner?
El chico no respondió. Gillette observó que tenía los ojos muy rojos y que la piel que los rodeaba parecía inflamada.
Bishop miró a otro hombre que también se encontraba en la habitación. Era delgado y de unos veintitantos años. Estaba a un lado de Jamie y había posado una mano sobre el hombro del chico. El hombre dijo:
– Sí, éste es Jamie. Yo soy su hermano, Mark Turner.
– Booty ha muerto -susurró un dolorido Jamie que se aplicaba un paño húmedo en los ojos.
– ¿Booty?
Otro hombre (de unos treinta años y que vestía Chinos y una camisa Izod) se identificó como el administrador del colegio.
– Era el mote que el chaval le había colgado -añadió, observando la bolsa donde descansaba el cadáver-: Ya saben, al rector.
Bishop se agachó.
– ¿Cómo te encuentras, joven?
– Lo ha asesinado. Tenía un cuchillo. Lo acuchilló y el señor Boethe no paraba de gritar y de correr de un lado para otro, para escaparse. Yo… -su voz se convirtió en una cascada de sollozos. Su hermano le agarró los hombros con fuerza.
– ¿Se encuentra bien? -preguntó Bishop a una paramédica, una mujer cuya chaqueta lucía un estetoscopio y unas pinzas hemostáticas.
– Se pondrá bien -dijo ella-. Parece que el asesino le ha rociado los ojos con agua que contenía un poco de Tabasco y amoniaco. Lo justo para que le picara pero no tanto como para causarle daño.
– ¿Por qué? -preguntó Bishop.
– Me ha pillado -respondió ella, encogiéndose de hombros.
Bishop agarró una silla y se sentó.
– Lamento muchísimo lo ocurrido, Jamie. Pero es de vital importancia que nos digas lo que sabes.
Unos minutos después el chico se calmaba y les explicaba que se había escapado del colegio para ir a ver un concierto con su hermano. Pero, nada más salir por la puerta, lo agarró un hombre vestido con un uniforme como el de un operario y le roció esa cosa en los ojos. Le dijo a Jamie que era ácido y que si le conducía hasta el señor Boethe le daría un bote que contenía un antídoto. Pero que, si se negaba, el ácido le comería los ojos.
Le empezaron a temblar las manos y se echó a llorar.
– Ése es su mayor temor -dijo su hermano Mark con indignación-, quedarse ciego. El asesino lo sabía.
Bishop asintió.
– Su objetivo era el rector. Es un internado muy grande: y Phate necesitaba a Jamie para encontrar a su víctima rápidamente.
– Me dolía tanto, de verdad… Yo dije que no le iba a ayudar. No quería, no quería, lo intenté pero no pude evitarlo. Yo… -en ese momento calló.
Gillette sentía que Jamie quería trasmitir algo más pero que no se atrevía a decirlo.
Bishop asió el hombro del chico.
– Has hecho lo correcto. No te preocupes por eso. Has hecho lo que hubiera hecho yo. Dime, Jamie, ¿mandaste algún correo electrónico en el que le dijeras a alguien lo de tus planes para esta noche? Tenemos que saberlo.
El chico tragó saliva y miró al suelo.
– No te va a pasar nada, Jamie. Pierde cuidado. Sólo queremos encontrar a ese tipo.
– Supongo que a mi hermano. Y luego…
– Adelante, sigue.
– Bueno, es que creo que me conecté a la red para encontrar unas claves de acceso y alguna otra cosa. Este tipo lo habrá visto y es así como se metió en el patio.
– ¿Y cómo sabía que tienes miedo a quedarte ciego? -preguntó Bishop-. ¿Pudo leer acerca de eso en la red?
Jamie asintió de nuevo.
– Es como si hubiera forzado a Jamie para que se convirtiera en su propio Trapdoor para conseguir entrar dentro -dijo Gillette.
– Has sido muy valiente, Jamie -afirmó Bishop.
Pero nada de lo que dijeran podía consolar al chico.
Los técnicos médico-forenses se llevaron el cadáver del rector y los policías se reunieron en el pasillo, en compañía de Gillette.
Shelton comentó lo que había averiguado de los técnicos forenses:
– Los de Escena del Crimen están a dos velas. Unas cuantas docenas de huellas obvias, que piensan investigar pero que no nos sirven porque ya sabemos que se trata de Holloway. Sus zapatos no dejan una huella reconocible. Y en el aula debe de haber al menos un millón de fibras: lo bastante como para tener ocupados a los chicos del FBI por todo un año. Vaya, y han encontrado esto.
Dio un pedazo arrugado de papel a Bishop, quien se encogió de hombros y se lo pasó a Gillette. Parecían las notas del chaval, referentes a descifrar contraseñas y a desactivar la alarma de la puerta.
– Nadie sabe con certeza dónde estaba aparcado el Jaguar -les comentó Huerto Ramírez-. Y, en cualquier caso, la lluvia ha borrado las huellas de los neumáticos. Como sucede con las fibras, tenemos un millón de cosas en la carretera para analizar pero ¿quién sabe si fue el asesino quien las dejó allí o no?
– Es un hacker -dijo Nolan-. Eso significa que es un delincuente organizado. No va a andar tirando correos basura por ahí mientras anda al acecho de una nueva víctima.
– Estamos interrogando a la gente -prosiguió Ramírez-. Tim sigue pateando la acera con dos o tres agentes de la Central pero nadie parece haber visto nada.
– Vale, tomad el ordenador del chico y nos largamos -les dijo Bishop a Nolan, Sánchez y Gillette.
– ¿Dónde está? -preguntó Sánchez.
El administrador dijo que los acompañaría hasta el departamento informático del internado. Gillette volvió al aula donde se encontraba Jamie Turner y le preguntó qué ordenador había utilizado.
– El número tres -respondió el chico, y siguió aplicándose el paño húmedo sobre los ojos.
El equipo vagó por el pasillo en penumbra. Mientras caminaban, Linda Sánchez hizo una llamada desde su teléfono móvil. Así supo (según intuyó Gillette de lo que oía) que su hija aún no estaba de parto. Colgó diciendo: «Dios…».
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