Jamie Turner, arrodillándose, observó la barra de la puerta con la fijeza con la que un luchador mide a su oponente.
«ATENCIÓN: LA ALARMA SUENA CUANDO SE ABRE LA PUERTA.»
Si no podía desmontar la alarma, si ésta saltaba cuando estaba tratando de abrir la puerta, entonces se encenderían las luces brillantes de los pasillos y la policía y los bomberos estarían allí en cuestión de minutos. Él tendría que volver a su cuarto corriendo y sus planes para la noche quedarían en agua de borrajas. Desenrolló un pequeño pedazo de papel, que contenía un esquema del cableado de la alarma que el jefe de servicios de la compañía proveedora le había amablemente proporcionado (bueno, en realidad al técnico de Oakland).
Encendió una pequeña linterna y estudió el diagrama una vez más. Luego tocó el metal de la barra de la puerta para observar cómo se activaba el artefacto, dónde estaban los tornillos, cómo habían ocultado el suministro de energía. En su ágil mente, lo que vio cuadraba con el esquema que se había agenciado en la red.
Tomó aire.
Pensó en su hermano.
Jamie Turner se colocó bien las gafas para proteger sus valiosos ojos y sacó del bolsillo una funda de plástico que contenía sus herramientas, de la que escogió un destornillador de cabeza Phillips. Se dijo que tenía tiempo por delante. Que no había necesidad de darse prisa.
Listo para el rock and roll…
Capítulo 00010000 / Dieciséis
Frank Bishop aparcó el Ford azul marino de paisano frente a una modesta casa colonial construida en una bellísima parcela: estimó que no serían más de tres mil metros cuadrados, y que en esa zona costaría como un millón de dólares.
Bishop advirtió la presencia de un sedán de color claro en la vía de entrada a la casa.
Caminaron hacia el umbral y llamaron a la puerta. Abrió una apresurada mujer de unos cuarenta años vestida con vaqueros y una blusa de flores algo desteñida. De la casa salía un aroma inconfundible a carne asada y cebollas. Eran las seis de la tarde (la hora de la cena para la familia Bishop) y al detective lo invadió un ataque de hambre. Cayó en la cuenta de que no había comido nada desde la mañana.
– ¿Sí? -preguntó la mujer.
– ¿La señora Cargill?
– La misma. ¿En qué puedo servirles? -dijo ahora con cautela.
– ¿Está su marido en casa? -preguntó Bishop mostrando su placa.
– Humm. Yo…
– ¿Quién es, Kathy? -en el vestíbulo apareció un hombre rechoncho que llevaba unos Chinos y una camisa de vestir de color rosa. Tenía un escocés en la mano. Cuando vio las placas que mostraban los dos agentes lo puso fuera de su vista, sobre una bandeja de la entrada.
– Por favor, ¿podríamos hablar un segundo, señor? -dijo Bishop.
– ¿De qué se trata?
– ¿Qué está pasando, Jim?
Él la miró irritado.
– No lo sé. Si lo supiera no les habría preguntado, ¿no crees?
Ella dio un paso atrás con el rostro ceñudo.
– Sólo será un momento -dijo Bishop. Shelton y él caminaron unos metros para alejarse a una distancia discreta de la casa y allí permanecieron a la espera.
Cargill fue en busca de los detectives. Cuando ya no se les podía oír desde dentro, Bishop le preguntó:
– Usted trabaja para Internet Marketing, en Cupertino, ¿no?
– Soy el director regional de ventas. ¿Qué es esto de…?
– Tenemos motivos para creer que usted puede haber visto un vehículo que estamos tratando de localizar como parte de la investigación de un asesinato. Ayer, como a las siete de la tarde, ese coche estaba aparcado en el parking trasero del Vesta's Grill, al otro lado de la calle donde se encuentra su empresa. Y creemos que es posible que usted pudiera echarle una buena ojeada al coche.
Él negó con la cabeza.
– Nuestra directora de Recursos Humanos me preguntó al respecto. Pero no vi nada, se lo dije. Y ella ¿no se lo dijo a ustedes?
– Lo hizo, señor -dijo Bishop con rudeza-. Pero tengo motivos para pensar que no me está diciendo la verdad.
– Oiga, quién se…
– A esa hora usted había estacionado su Lexus en el aparcamiento trasero de su empresa y estaba involucrado en una actividad sexual con Sally Jacobs, del Deparmmento de Contabilidad de su empresa.
– Eso es mentira -el miedo y la impagable sorpresa en sus ojos convencieron a Bishop de que había dado en el blanco pero que Cargill decía lo que tenía que decir. Y tras haber buscado algún dato que probara su credibilidad, añadió-: Quienquiera que fuera el que dijo eso está mintiendo. Llevo diecisiete años casado. Y, vamos, con Sally Jacobs… Es la chica más fea de la planta decimosexta.
Bishop sabía que andaban contrarreloj. Recordó la descripción que le diera Wyatt Gillette del juego Access: que aquel a quien se le designaba como asesino tenía que matar a tanta gente como le fuera posible en el curso de una semana. Phate podía hallarse cerca de su próxima víctima. El detective dijo con parquedad:
– Señor, su vida privada no me preocupa. Lo que me preocupa es que ayer usted vio un coche estacionado en el aparcamiento trasero del Vesta's. Pertenece a un sospechoso de asesinato y necesito saber qué tipo de coche es.
– ¿No le he dicho que yo no estaba allí? -se obstinó Cargill, mientras miraba hacia la casa. En una ventana, se podía ver la silueta de su mujer que los espiaba camuflada tras una cortina de encaje.
– Sí que estaba -replicó un tranquilo Bishop-. Déjeme explicarle por qué lo sé.
El hombre rió con cinismo.
– Un sedán de color claro y último modelo, como su Lexus -dijo el detective-, estaba ayer en el aparcamiento trasero de Internet Marketing a la misma hora más o menos en que la víctima fue secuestrada en Vesta's. Ahora bien, sé que el presidente de su empresa anima a sus empleados a que aparquen en la parte delantera del edificio para que los clientes no se den cuenta de que la empresa ha reducido su plantilla a la mitad. Así que la única razón lógica para aparcar detrás es la de hacer algo ilícito, como consumir sustancias ilegales y/o mantener relaciones sexuales.
A Cargill se le borró la sonrisa de la boca.
– Y como es un parking de acceso restringido -prosiguió Bishop-, cualquiera que esté ahí detrás tiene que ser un empleado, y no un visitante. Le pregunté a la directora de personal cuál de sus empleados que posea un sedán de color claro tiene un problema de drogas o una aventura. Dijo que usted se veía con Sally Jacobs. Y, por cierto, todo el mundo en la empresa lo sabe.
– Son putos rumores de oficina -contestó el hombre, bajando tanto la voz que Bishop tuvo que inclinarse para poder oír lo que decía-. Eso es lo que son.
Después de veintidós años de servicio como detective, Bishop era un detector de mentiras andante. Prosiguió:
– Bueno, y si un hombre está en el aparcamiento con su querida…
– ¡Ella no es mi querida!
– … va a echar el ojo a cada coche que ande cerca para cerciorarse de que no es el de su mujer o el de un vecino. Por lo tanto, señor, usted vio el coche del asesino. ¿Qué modelo era?
– Ojalá pudiera ser de ayuda…
– No tenemos tiempo para más chorradas, Cargill -ahora le había tocado el turno a Bob Shelton, quien se dirigió a Bishop-: Vamos por Sally y la traemos aquí. A ver si los dos juntos se aclaran un poco.
Los detectives ya habían hablado previamente con Sally Jacobs (quien no era ni con mucho la chica más fea de la decimosexta planta, ni de cualquier otra planta de la empresa) y ella había confirmado su aventura con Cargill. Pero ella era soltera y además, por alguna razón indescifrable, se había enamorado de ese cretino, por lo que no estaba tan paranoica y no se había molestado en otear los alrededores del parking. Creía recordar que había un coche aparcado pero no sabía el modelo. Bishop la había creído.
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