Jeffery Deaver - La estancia azul

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Jeffery Deaver explora en La Estancia Azul el siniestro territorio del suspense en la red. El asesino del relato responde al apodo de Phate, pero su verdadero nombre es Jon Patrick Holloway. Aparentemente no es más que un hacker, un inofensivo pirata informático. Pero su mente perversa ha ideado un programa llamado Trapdoor, el cual le permite asaltar los ordenadores de sus víctimas potenciales, apoderarse de todos los archivos que contienen información de carácter personal y, de este modo, iniciar un juego macabro cuyo objetivo final es la eliminación del usuario elegido. Para atrapar a este peligroso psicópata, la policía recurre a la ayuda de Wyatt Gillette, un hacker experto que cumple un año de condena en la cárcel por un delito informático menor. Es preciso actuar deprisa, pues los terribles asesinatos se suceden uno tras otro, y nadie en la red está a salvo.

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«Bulgaria», pensó Bishop cínicamente. ¿Qué clase de caso era ése?

– Déjeme hacerle una pregunta, señor -le decía el detective al guardia de seguridad-. ¿Cómo es que se fijó en el coche?

– ¿Cómo dice?

– Es un aparcamiento. Lo natural es que los coches estén aquí. ¿Por qué se fijó en el sedán?

– Bueno, lo cierto es que no es natural que los coches aparquen ahí detrás. Es el único que he visto en algún tiempo -miró a su alrededor y, una vez se hubo cerciorado de que no había nadie más, añadió-: Oigan, la compañía no marcha muy bien que digamos, la plantilla se ha quedado en cuarenta personas. Hace un año aquí había casi doscientas. Así que todos pueden aparcar delante, y lo prefieren. De hecho, el presidente los invita a hacerlo para que no parezca que la empresa está en las últimas -bajó la voz-. Si quieren la verdad, esta mierda del punto-com de Internet no es la gallina de los huevos de oro que dicen. Yo mismo ando buscándome otro trabajo, en Costco: en el sector minorista, allí sí que hay trabajos con futuro.

«Vale», se dijo a sí mismo Frank Bishop, mientras miraba el Vesta's Grill. «Piensa en esto: un coche estaba aquí cuando no había necesidad de aparcar en este lado. Haz algo con eso.»

Tuvo un asomo de pensamiento pero lo desechó.

Le dieron las gracias al guardia y volvieron hacia el coche por un sendero de gravilla que desembocaba en un parque que rodeaba el edificio.

– Una pérdida de tiempo -dijo Shelton.

Pero no hacía otra cosa que afirmar una gran verdad, pues la mayor parte de cualquier investigación no es sino una pérdida de tiempo, y no parecía desencantado por ello.

«Piensa», se repetía Bishop en silencio.

Haz algo con eso.

Era la hora de la retirada y se encontraron con algunos empleados que transitaban por ese mismo atajo hasta el aparcamiento delantero. Bishop vio que delante de ellos caminaba un ejecutivo de unos treinta años junto a una joven vestida con un traje recto. Iban riéndose y en un abrir y cerrar de ojos desaparecieron tras unos arbustos de lilas. Entre las sombras se abrazaron y se besaron con pasión.

Esa relación le trajo a la mente a su propia familia y Bishop se preguntó cuánto tiempo vería a su esposa y a su hijo la semana próxima. Sabía que no sería mucho.

Y, como suele suceder a veces, en su mente emergieron dos pensamientos que dieron lugar a un tercero.

Haz algo…

Se paró de pronto.

… con eso.

– Vamos -dijo Bishop y comenzó a correr de vuelta por donde habían venido. Estaba mucho más delgado que Shelton pero no en mejor forma, y resopló mientras regresaba al edificio de oficinas, y entretanto la camisa se le salía de nuevo con entusiasmo.

– ¿A qué viene tanta prisa? -jadeó su compañero.

Pero el detective no respondió. Corrió por el vestíbulo de Internet Marketing de vuelta al Departamento de Recursos Humanos. Hizo caso omiso de la secretaria, quien se había levantado sobresaltada por su irrupción turbulenta, y abrió la puerta del despacho de la directora de Recursos Humanos, donde ella hablaba con un joven, quizá concretando una entrevista fuera de horas de trabajo.

– Detective -dijo la sorprendida mujer, viendo la alarma en los ojos del policía-, dígame qué pasa.

Bishop hizo un esfuerzo por recuperar el aliento.

– Tengo que hacerle un par de preguntas sobre sus empleados -miró al joven-. Y mejor que sea en privado.

– ¿Podría perdonarnos, por favor? -le dijo ella al joven que tenía enfrente, quien se largó de la oficina con timidez.

Shelton se encargó de cerrar la puerta.

– ¿Qué quiere saber? ¿Algo sobre el personal?

– Dejémoslo en algo personal.

Capítulo 00001111 / Quince

Ésta es tierra de logros, ésta es tierra de plenitud.

Esta es la tierra del rey Midas, donde nace el oro, aunque no gracias a los astutos trucos de Wall Street o a la musculosa industria del Medio Oeste, sino gracias a la más pura imaginación.

Esta es la tierra donde hay secretarias y conserjes millonarios gracias a las stock options , y donde otros pasan la noche subidos en el autobús de la línea 22 (entre San José y Menlo Park): ellos, como un tercio de los «sin techo» de la zona, tienen trabajos de jornada completa, pero no pueden permitirse pagar un millón de dólares por un pequeño búngalo ni trescientos mil dólares al mes por un apartamento.

El condado de Santa Clara, ese verde valle con unas dimensiones de cuarenta kilómetros por dieciséis, era conocido como «El valle del gozo en el corazón», aunque la dicha a la que hacía referencia este sobrenombre acuñado años atrás era culinaria y no tecnológica. Los albaricoques, las ciruelas, las nueces y las cerezas crecían en abundancia en esa tierra fértil situada a ochenta kilómetros al sur de San Francisco. El valle habría seguido unido a la agricultura, como otras partes de California (como Castroville y sus alcachofas o Gilroy y sus ajos), de no haber sido por la decisión de un hombre impulsivo llamado David Starr Jordán, presidente de la Universidad de Stanford, que estaba alojada en el corazón del valle de Santa Clara. Jordán decidió arriesgarse a invertir un poco de dinero en un invento casi desconocido de Lee De Forrest.

El tubo de audion del inventor no era como el fonógrafo ni como el motor de combustión interna. Era una innovación de esas que la gente normal no entiende y, de hecho, al público no le importó un comino cuando salió a la luz. Pero Jordán y otros ingenieros de Stanford creyeron que el invento tendría varias aplicaciones prácticas y en poco tiempo se vio que habían dado totalmente en el clavo: el audion fue el primer tubo electrónico de vacío y en última instancia hizo posible la aparición de la radio, de la televisión, del radar, los monitores médicos, los sistemas de navegación y por fin de los mismos ordenadores.

Una vez que se descubrió el potencial del pequeño audion, nada volvió a ser lo mismo en este valle fértil y plácido.

La Universidad de Stanford se convirtió en caldo de cultivo de ingenieros electrónicos, muchos de los cuales permanecieron en la zona tras graduarse: por ejemplo, David Packard y William Hewlett. También Russell Varían y Philo Farnsworth, cuya investigación nos dio la primera televisión, el radar y las tecnologías microondas. Los primeros ordenadores como el ENAC o el Univac fueron inventos de la costa Este, pero sus limitaciones (el tamaño inmenso y el intenso calor provocado por los tubos de vacío) hicieron que aquellos innovadores se mudaran a California, donde las empresas estaban realizando muchos avances en torno a un pequeño dispositivo conocido como el semiconductor, mucho menor y más frío y eficaz que los tubos. Desde ese mismo instante el Mundo de la Máquina dio un acelerón como el de una nave espacial: desde IBM hasta el PARC de Xerox, hasta el Instituto de Investigación de Stanford, hasta Intel, hasta Apple, hasta el millar de empresas punto-com repartidas hoy en día por este exuberante paisaje.

Silicon Valley…

Y ahora Phate conducía por el corazón mismo de esta tierra prometida (esta vez lo hacía en la hora punta vespertina ), por el sureste de la autopista 280, en dirección a la Academia St. Francis para su cita con Jamie Turnen.

En el reproductor del Jaguar sonaba otra grabación de una obra de teatro: esta vez se trataba de Hamlet, en versión de Lawrence Olivier.

Mientras recitaba las frases al unísono con el actor, Phate dejó la autopista en la salida de San José y cinco minutos después pasaba frente al imponente edificio colonial español que albergaba la Academia St. Francis. Eran las 5.15 y tenía más de una hora para echarle un vistazo a la estructura.

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