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Minette Walters: La Ley De La Calle

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Minette Walters La Ley De La Calle

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Acid Row es una barriada de viviendas baratas. Una tierra de nadie donde reina la miseria, ocupada por madres solteras y niños sin padre, y en la que los jóvenes, sometidos a la droga, son dueños de las calles. En este clima enrarecido se presenta la doctora Sophie Morrison para atender a un paciente. Lo que menos podía imaginar es que quien había requerido sus servicios era un conocido pederasta. Acaba de desaparecer una niña de diez años y el barrio entero parece culpar a su paciente, de modo que Sophie se encuentra en el peor momento y en el lugar menos indicado. Oleadas de rumores sin fundamento van exaltando los ánimos de la multitud, que no tarda en dar rienda suelta a su odio contra el pederasta, las autoridades y la ley. En este clima de violencia y crispación, Sophie se convierte en pieza clave del desenlace del drama. Minette Walters toma en esta novela unos acabados perfiles psicológicos, al tiempo que denuncia la dureza de la vida de los sectores más desfavorecidos de la sociedad británica. Aunque su sombría descripción de los hechos siempre deja un lugar a la esperanza… «La ley de la calle resuena como la sirena de la policía en medio de la noche. Un thriller impresionante.» Daily Mail «Impresionante. Walters hilvana magistralmente las distintas historias humanas con la acción. Un cóctel de violencia terrorífico y letal.» The Times «Una lectura apasionante, que atrapa, cuya acción transcurre a un ritmo vertiginoso… Una novela negra memorable.» Sunday Express «Un logro espectacular.» Daily Telegraph

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Segundos más tarde irrumpió en el salón.

– ¿Dónde está Amy? -inquirió.

– Ni idea -contestó Barry con despreocupación, y volvió a subir el volumen-. Fuera, supongo.

– ¿Cómo que «fuera»?

– Pues fuera… fuera… Que no está dentro. ¡Joder! ¿Eres tonta o qué?

Laura le arrebató el mando a distancia de la mano y apagó la tele.

– ¿Dónde está Amy? -preguntó a Kimberley con tono de exigencia.

La chica se encogió de hombros.

– ¿En casa de Patsy? -aventuró Kimberley con una entonación ascendente.

– A ver, ¿está o no está allí?

– ¿Cómo voy a saberlo? Ni que me llamara cada hora para mantenerme informada. -La expresión de pánico de la mujer la disuadió de seguir bromeando-. Pues claro que está.

Barry se removió con incomodidad en el sofá y Laura se volvió hacia él.

– ¿Qué? -inquirió.

– Nada. -Barry se encogió de hombros-. No es culpa nuestra que no quiera quedarse con nosotros.

– Si no fuera porque pago a Kimberley para que la cuide, no para que la mande con una amiga cada día.

La muchacha la miró con malicia.

– Ya, bueno, Amy no es el angelito que crees y, aparte de atarla, no puedo hacer mucho por retenerla aquí. Ya va siendo hora de que te enteres, joder. Ha ido a casa de Patsy desde que acabaron las clases, y la mayoría de las tardes vuelve solo unos minutos antes que tú. Es para descojonarse oír las chorradas que dices. -Kimberley pasó a imitar con tono afectado el habla más culta de Laura-. ¿Has sido buena chica, cariño? ¿Has practicado ballet? ¿Es de tu agrado el libro que estás leyendo? Cielo mío… tesoro… pichoncito de mamaíta. -Se señaló la boca abierta con dos dedos-. Joder, me dan ganas de vomitar.

Debía de estar mal de cabeza para dejar a Amy con ellos…

– Bueno, al menos ella tiene una madre -espetó Laura-. ¿Dónde está la tuya, Kimberley?

– Eso no es asunto tuyo, maldita sea.

La ira hizo que Laura se ensañara.

– Pues claro que es asunto mío. Yo no estaría aquí si ella no os hubiera abandonado para tener críos con otro. -Los ojos le centelleaban-. No es que la culpe por marcharse. ¿Qué crees que se siente cuando te conocen como la madre de Miss Peggy y Jabba el Hutt?

– ¡Zorra!

Laura soltó una risita.

– Lo mismo digo. Pero yo al menos soy una zorra delgada. ¿Qué me dices de ti?

– Déjala en paz -exclamó Barry enfadado-. No puede evitar pesar lo que pesa. Es una falta de educación llamarla Miss Peggy.

– ¡Una falta de educación! -repitió incrédula-. Dios mío, pero si ni siquiera sabes lo que significa eso. «Comida» es la única palabra que entiendes, Barry. Esa es la razón por la que tú y Kimberley pesáis tanto. -Laura recalcaba con sarcasmo las palabras-. Y claro que podríais evitarlo. Si emplearais algo de energía en poner un poco de orden de vez en cuando tendríais una excusa. -Laura señaló enfadada los platos sucios con el dedo-. Pero os pasáis el día poniéndoos morados y después os retiráis caminando como patos mareados del abrevadero, como si un criado fuera detrás de vosotros ordenándolo todo. ¿Quiénes os creéis que sois?

Se había prometido a sí misma que no haría aquello. Las críticas eran corrosivas, minaban la autoestima y acababan con la confianza. En los escasos momentos de acuerdo entre ella y su esposo -recuerdos ya remotos-, Martin lo había definido como una enfermedad. La crueldad se lleva en la sangre, decía. Es como un virus herpes, que permanece latente durante un tiempo hasta que se dispara el gatillo.

– Estamos mi casa. Puedo hacer lo que me dé la gana -replicó Barry con furia, mientras arañaba la moqueta con los pies tratando de hallar un asidero para levantarse del sofá.

No quedaba claro qué intenciones tenía, pero resultaba gracioso observarlo. Y más gracioso aún cuando Laura posó una mano burlona en su frente y lo empujó hacia atrás.

– Mírate -dijo Laura con cara de asco cuando Barry cayó contra los cojines-. Estás tan gordo que no puedes ni ponerte de pie.

– Le has pegado -acusó Kimberley con tono triunfal-. Llamaré al teléfono del menor… Así aprenderás.

– ¡Venga ya, no seas infantil! -replicó Laura con desdén volviéndose hacia ella-. No le he pegado, le he empujado, y si alguien te hubiera enseñado a hablar como es debido entenderías la diferencia. Y eso de que «así aprenderás» tiene tanto sentido como que Barry diga que esta es «su casa».

Se produjo una ráfaga de aire perceptible cuando Kimberley se levantó de la silla y agarró a la mujer de la blusa.

Laura tuvo la reacción instintiva de darle una buena bofetada e ingeniárselas para que la soltara, pero tras una fracción de segundo de odio recíproco reconocido por ambas tuvo la sensatez de salir corriendo.

– ¡Zorra! ¡zorra! -bramó la joven hecha una furia mientras la perseguía por el pasillo en dirección a la cocina-. ¡Voy a matarte por esto!

Laura dio un portazo y apoyó el hombro contra la puerta para que no pasara Kimberley, con el corazón a punto de salirle por la boca. ¿Acaso estaba mal de la cabeza? En cuestión de volumen la chica le daba mil vueltas, pero Laura empleó todas sus fuerzas para impedir que girara el picaporte, apostando a que Miss Peggy tendría los dedos resbaladizos de atiborrarse de patatas fritas. Aun así, fue una guerra de desgaste que no llegó a su fin hasta que los paneles inferiores de la puerta empezaron a agrietarse con la arremetida de las botas de Kimberley, y Barry gritó que su padre le sacaría las tripas si volvía a romperla.

Laura fue relajando con cautela la mano apretada en torno al picaporte al notar que cedía la presión desde el otro lado. Apoyó la espalda contra la madera y respiró hondo unas cuantas veces para tranquilizarse.

– Barry tiene razón -le advirtió-. Greg acaba de pintar la puerta de nuevo después de la última vez que os peleasteis y la emprendisteis a golpes con ella.

– ¡Cierra el pico, zorra! -rugió la chica dando un último golpazo de abatimiento con el puño recio-. Si eres tan jodidamente perfecta, ¿por qué te llama tu hija «hija de puta»? Piénsalo la próxima vez que gimas de placer cuando mi padre saque su patética picha. Joder, hasta tu hija sabe que te lo tiras solo para tener un techo bajo el que dormir.

Laura cerró los ojos recordando las carcajadas de Martin la primera vez que Amy utilizó aquella expresión. «Qué fina la boca de la niña», se había burlado Martin.

– Un alquiler sale caro -murmuró Laura-. ¿Por qué sino iba a estar yo aquí?

Kimberley debía de tener la oreja pegada a la puerta fina como el papel, ya que a través de ella se percibía cada matiz de su voz.

– Le contaré a papá lo que has dicho.

– Adelante. -Laura estiró el brazo hacia el teléfono de pared, pero al tener la espalda apoyada contra la puerta no podía llegar a tocarlo con los dedos. ¿Por qué no le habría dicho Amy que iba a casa de Patsy…? ¿La utilizaría de refugio?-. Pero no se enfadará conmigo, Kimberley; se enfadará contigo. Tu padre se quedó tan solo cuando tu madre se marchó que se habría llevado a la cama a una abuela desdentada si hubiera dado con una dispuesta a ello. ¿De parte de quién crees que se pondrá si me echas a la fuerza?

– De mi parte y de la de Barry cuando le cuente que lo utilizas.

– No seas imbécil -dijo Laura con tono cansino-. Es un hombre. No le importa un carajo por qué me acuesto con él mientras siga haciéndolo.

– ¡Más quisieras tú! -se mofó la joven.

– ¿Cuántas mujeres han pasado por aquí, Kimberley?

– Un huevo -respondió Kimberley con tono triunfal-. Nos quedamos contigo solo porque te bajaste las bragas por él.

– ¿Y cuántas volvieron por segunda vez?

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