Minette Walters - La Ley De La Calle

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Acid Row es una barriada de viviendas baratas. Una tierra de nadie donde reina la miseria, ocupada por madres solteras y niños sin padre, y en la que los jóvenes, sometidos a la droga, son dueños de las calles. En este clima enrarecido se presenta la doctora Sophie Morrison para atender a un paciente. Lo que menos podía imaginar es que quien había requerido sus servicios era un conocido pederasta. Acaba de desaparecer una niña de diez años y el barrio entero parece culpar a su paciente, de modo que Sophie se encuentra en el peor momento y en el lugar menos indicado. Oleadas de rumores sin fundamento van exaltando los ánimos de la multitud, que no tarda en dar rienda suelta a su odio contra el pederasta, las autoridades y la ley. En este clima de violencia y crispación, Sophie se convierte en pieza clave del desenlace del drama.
Minette Walters toma en esta novela unos acabados perfiles psicológicos, al tiempo que denuncia la dureza de la vida de los sectores más desfavorecidos de la sociedad británica. Aunque su sombría descripción de los hechos siempre deja un lugar a la esperanza…
«La ley de la calle resuena como la sirena de la policía en medio de la noche. Un thriller impresionante.» Daily Mail
«Impresionante. Walters hilvana magistralmente las distintas historias humanas con la acción. Un cóctel de violencia terrorífico y letal.» The Times
«Una lectura apasionante, que atrapa, cuya acción transcurre a un ritmo vertiginoso… Una novela negra memorable.» Sunday Express
«Un logro espectacular.» Daily Telegraph

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Sophie miró el reloj. Hacía dos horas que había acabado su turno, pero Humbert Street estaba a la vuelta de la esquina. Era una de las calles transversales que unían las dos vías de acceso a la urbanización, Bassindale Row y Forest Road. Trazó mentalmente el recorrido que debía realizar. Girar a la izquierda al final de Glebe para enfilar Bassindale North, luego a la derecha para entrar en Humbert Street y otra vez a la derecha hasta el final de Forest South. Estaría a mitad de camino de casa. No se retrasaría mucho, suponiendo que la visita no se prolongara demasiado.

– ¿Dónde está John?

– En Western Avenue. A veinte minutos.

– Vale. -Sophie se apoyó el móvil en la barbilla y cogió un bolígrafo-. Dame otra vez el nombre y la dirección. -Anotó los datos en su bloc de notas-. ¿Por qué crees que la ambulancia no habrá aparecido?

– Porque no dan abasto, supongo. Cada vez tardan más en llegar.

Con aire distraído, Sophie se metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó el aerosol tóxico, que se le estaba clavando en el muslo.

– A ver si ha habido un accidente o algo así -se preguntó guardando el aerosol en el maletín-. Antes he visto a un montón de gente pululando por el colegio.

– Pues no he oído nada.

– Vale. Te echaré la culpa si llego tarde y Bob se enfada.

– Siempre lo haces -repuso Jenny alegremente antes de colgar.

›Mensaje de la policía a todas las comisarías

›28/07/01

›14.15

›Urbanización Bassindale

›Ocupantes del 105 de Carpenter Road informan de una concentración de gente en el patio de Glebe School

›Rumor de que una niña que concuerda con la descripción de Amy fue vista en Humbert Street anoche

›Posible objetivo: Milosz Zelowski, nº 23 de Humbert Street

›Zelowski no responde al teléfono

›Situación inestable

›LÍNEAS DE EMERGENCIA AL LÍMITE DE SU CAPACIDAD

›28/07/01

›14.17

›Urbanización Bassindale

›MÁXIMA URGENCIA

›Se cree que la agente Hanson se encuentra en Bassindale

›NO RESPONDE

›LÍNEAS DE EMERGENCIA AL LÍMITE DE SU CAPACIDAD

›28/07/01

›14.23

›Helicóptero de la policía listo para despegar

Capítulo 9

Sábado, 28 de julio de 2001.

Nº 23 de Humbert Street. Urbanización Bassindale

El hombre se parapetó tras la puerta entreabierta y masculló una serie de disculpas por llamar al médico un sábado por la tarde. Su padre tenía problemas respiratorios, explicó señalando con la cabeza hacia el interior de la casa. Hablaba en voz baja, de modo que la joven doctora se vio obligada a inclinarse y logró captar algo sobre «un ataque de pánico» y «los asmáticos son las reinas del drama». Se trataba de una descripción denigrante para referirse a un hombre, y Sophie supuso que el hijo susurraba para evitar que el padre oyera sus palabras.

A sus espaldas, en la calle bañada por el sol, un niño gritó: «¡Eh, vosotros, psicópatas asquerosos! ¡Anda y que os den por el culo!», pero aquellas expresiones estaban a la orden del día en Acid Row, sobre todo en boca de los niños, y Sophie las pasó por alto. Aparte de la presencia de un puñado de críos en la acera de enfrente, había encontrado la calle desierta a su llegada, y su única preocupación era despachar aquella última visita lo antes posible. Atravesó el umbral y aguardó a que la puerta de entrada se cerrara tras ella.

El hombre tenía una palidez enfermiza en la penumbra del vestíbulo, donde su rostro pendía como una luna en medio de las sombras. Reacia a mirarlo a la cara, Sophie echó un vistazo al pasillo, sin percatarse así del modo en que él la analizaba. A él le pareció menuda y delgada como una preadolescente y se encogió contra la pared en un intento desesperado por evitar su contacto. ¿Por qué habrían enviado a una mujer? Sophie aguardó, dándole la espalda, a que le indicara adónde debía dirigirse, pero el hombre estaba cohibido ante la estrechez de sus caderas y la trenza brillante que colgaba entre sus omóplatos. Resultaría fácil confundirla con una niña de no ser por la seguridad de su porte o la expresión adulta de su mirada cuando se volvió hacia él con impaciencia y le pidió que le mostrara el camino.

– Ustedes son pacientes nuevos -le recordó-. No sé en qué habitación se encuentra su padre.

El hombre abrió una puerta a la derecha, donde las cortinas estaban corridas y una lámpara de mesa ofrecía una luz escasa. El aire era fétido, cargado del olor corporal del anciano con exceso de peso que yacía en un sofá. El hombre respiraba con dificultad, resollando del esfuerzo que hacía para que le entrara algo de aire por la garganta medio obstruida, y tenía una expresión de pánico en los ojos, que parecían salírsele de las órbitas ante el miedo de que cada aliento fuera el último. ¡Por Dios!, pensó Sophie con impaciencia. ¿Acaso el hijo era subnormal? ¿O un parricida? Bien sabe Dios que no hacía falta ser Einstein para darse cuenta de que pedir a un asmático que respirara metido en un horno no era buena idea.

Sophie se acuclilló junto al sofá.

– Estoy aquí para ayudarle, señor Hollis -dijo con tono alentador tras depositar el maletín en el suelo y soltar los cierres-. Soy la doctora Sophie Morrison. Se va a poner bien. -Tras hablar de aquel modo al padre para aliviar su miedo e inyectar una dosis de normalidad en una situación anormal, indicó con gesto enérgico al hijo que descorriera las cortinas-. Necesito más luz, señor Hollis, y quizá podría abrir las ventanas para que entrara un poco de aire fresco.

El padre levantó una mano angustiada en señal de protesta.

– No le gusta que la gente mire por las ventanas desde fuera -explicó el hijo encendiendo la luz del techo-. Así le entró el ataque… al ver una cara asomada a la ventana. -El hijo hablaba con tono vacilante, como si no estuviera seguro de hasta qué punto debía dar información-. Tiene un inhalador -comentó a la doctora, y señaló un tubo de plástico azul que el padre tenía en el puño-, pero cuando se pone así no sirve para nada. No puede aguantar la respiración lo suficiente para que los fármacos le hagan efecto. -Llegaba a oler la fragancia de la piel de ella por encima del hedor que desprendía el cuerpo sin lavar de su padre. Albaricoque, pensó.

– ¿Cuánto tiempo lleva así? -preguntó Sophie tocando el rostro del anciano. Pese al calor que hacía en la estancia, notó su piel fría y húmeda; se arrodilló junto al sofá y alargó el brazo para sacar el estetoscopio del maletín.

– Una hora, y a ratos. Empezaba a calmarse justo cuando los niños se pusieron a gritar. -El hijo se interrumpió en seco.

– ¿Se ha quejado de dolores en el pecho o en el brazo izquierdo?

– No.

– ¿Cuándo utilizó por última vez el inhalador?

– Cuando estaba más calmado. Hace treinta minutos, diría yo.

– ¿Algún otro medicamento? ¿Sedantes? ¿Tranquilizantes? ¿Ansiolíticos?

El hijo negó con la cabeza.

El anciano llevaba puesta una camisa blanca holgada que alguien -era de suponer que el hijo- había tenido la sensatez de desabrochar, de modo que el pecho, peludo y rollizo, quedaba al descubierto. Pensando no sin ironía en lo inapropiado de ciertos roces con el cuerpo del paciente, Sophie le aflojó la cinturilla de los pantalones para que el diafragma tuviera más espacio y, acto seguido, colocó el estetoscopio entre los rizos del torso. Era como oír el latido de un corazón junto a un martillo neumático. Lo único que lograba captar eran los silbidos de la garganta. Sophie sonrió ante la mirada aterrorizada del anciano.

– ¿Cuál es su nombre de pila?

– Franek. Es polaco.

– ¿Entiende el inglés?

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