Denise Mina - Muerte en el Exilio

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Laureen O'Donnell trabaja en la Casa de Acogida para Mujeres de Glasgow, donde conoce a Anne Harris, una chica que llega al centro con dos costillas rotas y en plena batalla contra el alcoholismo. Dos semanas después, el cuerpo de Anne aparece en el río, grotescamente mutilado y envuelto en una manta. Todo apunta a que el marido de Anne es el asesino, pero ¿no puede haber un culpable menos evidente?
Maureen y su amiga Leslie tratan de romper con la indiferencia que rodea el asesinato de Anne, aunque, misteriosamente, Leslie mantiene la boca bien cerrada y no cuenta todo lo que sabe. En un intento por aclarar la confusión en la que se ve sumida su vida, Maureen viaja a Londres. Sin embargo, en lugar de solucionar sus problemas, pronto se verá inmersa en un mundo de violencia y drogadicción.

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Volvió al autobús, se paseó por la hierba, se fumó el último cigarro, preguntándose qué le pasó a Ann. ¿Cómo de desesperada debió de sentirse? ¿Cuánto dinero necesitaría para correr un riesgo como aquel? Pero eso era con lo que contaba Frank Toner, con alguien lo suficientemente desesperado como para arriesgarse de aquel modo.

Williams ya se había levantado de la cama y se estaba poniendo los pantalones antes de que Hellian hubiera terminado la frase.

– … debajo del sofá que coinciden superficialmente con la sangre y el pelo de la víctima. Obviamente, no lo sabremos seguro hasta que lo analicen en el laboratorio.

Williams apoyó el teléfono en el hombro y se arrodilló, buscando los zapatos debajo de la cama. Las alfombras del hostal eran una reliquia espantosa de los años setenta: resbalaban como una caja de ceras de colores derretida y olía a perro.

– ¿Ha dicho Parlain?

– Sí, Tam, TAM, Parlain, PARLAIN. Trabaja para la familia Adams.

– Otra vez esos imbéciles. ¿Te han dicho para quién trabajaba?

– Para un tal Frank Toner, f.r.a.n…

– ¿Y ella ha comprado un billete para el autobús nocturno?

– Sí, pero no podemos confirmar que se haya subido en él. El inspector Joe McEwan la conoce y se ha ofrecido para que uno de sus oficiales vaya a echar un vistazo.

– Será mejor que vaya en ese autobús. ¿Se da cuenta de que si esto se sabe antes de que la interroguemos pueden matarla?

– No se sabrá, señor.

Maureen no podía dormir. Los cigarros y la historia de Ann la habían desvelado y tenía muchas ganas de llegar a casa, al frío, a las casas rojas y amarillas de los vecinos, al cielo grande y a los niños maleducados. Sabía quién era en Glasgow y sabía que iba a pelear hasta el último segundo y que se salvaría. Eran las cuatro y media cuando llegaron a las colinas. Laderas empinadas llenas de barro y rocas irregulares que estaban cu-biertas de nieve y, de repente, la temperatura del autobús descendió. Ella miró las cimas desnudas y vio a las familias que salían de sus casas con el rebaño de ovejas, miles de Coach and Horses por todo el mundo, auxiliando a aquellas almas que no podían volver a casa, que ni siquiera sabían dónde estaba su casa. Maureen apoyó la cabeza en la ventana y lloró por la belleza del paisaje, resoplando y cubriéndose la cara con las manos, intentando no hacer ruido. La mujer mayor estaba a su lado.

– ¿Por qué lloras? -preguntó.

Maureen respiró hondo.

– Escocia. -Señaló por la ventana-. Es tan bonita. He estado mucho tiempo fuera de casa.

– Eso está bien -dijo la mujer-. Este es el Lake District.

El autobús se adentró en un día que se resistía a amanecer, cruzó las tierras bajas y entró en el valle Clyde. Un cielo totalmente despejado de color azul eléctrico quedaba interrumpido por una gruesa nube negra y, en la sombra gris oscuro que provocaba en la tierra, estaba Glasgow, su Glasgow, y empezó a llorar otra vez.

43. Ruchill

No hacía demasiado viento en la estación. La respiración de Maureen se perdía delante de ella, arremolinándose mientras se escurría entre los demás pasajeros para recoger su bolsa del montón, la cogió y salió por las puertas automáticas. El pavimento estaba brillante y los edificios se ponían a prueba contra el frío. Una neblina blanca cubría la empinada calle y Maureen se abrió camino entre la espesa cortina cegadora, dejando huellas negras en la escarcha del suelo. Un taxi negro pasó por su lado, en dirección al centro de la ciudad y las estaciones. Ella encendió un cigarro. Le dolía la garganta y estaba hecha un desastre, pero estaba en casa. Una repentina ráfaga de nieve borró los colores de la ciudad mientras ella pasaba por debajo de Garnethill y se dirigía hacia el norte. Estuvo tentada de ir primero a su casa, para dejar la bolsa, pero estaba segura de que no volvería a salir a la calle. Maureen se envolvió la cabeza con la bufanda y siguió caminando.

Williams aparcó enfrente de la estación.

– Aquí, aquí está bien -dijo Inness-. Perfecto.

– ¿Está seguro? -dijo Williams, poniendo el freno de mano y haciendo resoplar a Bunyan-. Es una zona amarilla.

– Sí.

Cruzaron la calle y bajaron la escalera de cemento gris hasta la estación. Estaba casi vacía. Había autobuses metropolitanos de dos pisos aparcados en una hilera. Un autobús sencillo, parado delante del edificio de ventas de billetes, daba señales de vida. Un conductor con un uniforme de nailon azul marino salió de detrás del capó y volvió a desaparecer. A Williams se le pusieron los pelos de punta.

– Ya ha llegado -dijo, y se fue corriendo hacia el autobús, con la chaqueta del traje agitándose por el viento. Paró a un hombre menudo con el pelo al estilo afro-. ¿Es este el autobús de Londres?

– Sí.

– Mire, soy policía -dijo, y sacó la foto borrosa de Mau-reen O'Donnell del bolsillo-. ¿Viajaba esta mujer en el autobús?

El hombre miró la foto y llamó a su compañero para que viniera y la mirara también.

– Creo que sí -dijo el compañero.

– Sí, seguro -dijo el primer conductor, con una voz nasal-. Reconozco el pelo. Viajaba en este autobús, seguro.

– ¿Dónde está?

– ¿Cómo quiere que lo sepa?

– ¿Vio si había venido alguien a recogerla?

El hombre se encogió de hombros.

– No miro cómo se van, tenemos que sacar el equipaje.

– ¿Vio si alguien la cogía del brazo o algo así?

Los dos hombres estaban de pie, completamente apáticos, e Inness cogió a Williams por el brazo.

– Puede que se haya ido a su casa.

– ¿Sabe dónde vive?

– Sí, en la colina. A dos minutos. En lo alto de esa colina.

Fue un paseo largo. La nevada se intensificaba a medida que salía el sol, envolviendo la ciudad en una deslumbrante luz gris. Tenía nieve en las mangas y encima de los hombros, en la bufanda y en las cejas, silenciando el ruido de los coches mientras Maureen subía por Maryhill Road. Se iba enfadando más y más mientras caminaba, sudando mientras se acercaba al cruce de Ruchill. Las calles se empezaban a llenar. La tormenta de nieve paró repentinamente debajo del viejo puente del tren. Maureen siguió caminando, saliendo del refugio de calma para volver a adentrarse en la sábana blanca y a subir por la colina.

Ruchill era una zona desierta. Sólo había una hilera de edificios en la empinada calle. Detrás de ellos sólo había un descampado de diez acres, con calles que se cruzaban. Calle a calle, se habían ido derribando todos los edificios. Al otro lado de la calle había una verja con una entrada al parque, una alta colina cubierta de hierba con árboles esqueléticos y la torre del hospital. Maureen pasó de largo, obligándose a no mirarla mientras pasaba por delante del tugurio de gángsteres, y siguió adelante. El primer edificio después del hospital apareció en la esquina de la calle, una casa roja de una planta con una enorme fachada de gablete al estilo holandés.

Maureen se detuvo junto al pavimento, acalorada y temblorosa. Agitó la bufanda que llevaba en la cabeza para sacudir la nieve y levantó la mirada. La calle giraba en una curva muy cerrada y desaparecía detrás de unos arbustos. Había trozos de cristales rotos en el suelo que se le clavaban en las suelas de los zapatos, pero ella siguió caminando, dejó atrás los arbustos y siguió el camino que llevaba a la torre. Allí se reunían cada noche los gamberros. Había edificios de una planta aislados en los alrededores, con las cúpulas de madera en el suelo, quemadas y destrozadas. Había persianas venecianas colgadas abandonadas en ventanas rotas y las cortinas de ganchillo se agitaban sin ritmo en el viento. Llegó a la cima de la colina y miró el amanecer sobre la ciudad. Desde allí veía su casa.

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