Denise Mina - Muerte en el Exilio

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Laureen O'Donnell trabaja en la Casa de Acogida para Mujeres de Glasgow, donde conoce a Anne Harris, una chica que llega al centro con dos costillas rotas y en plena batalla contra el alcoholismo. Dos semanas después, el cuerpo de Anne aparece en el río, grotescamente mutilado y envuelto en una manta. Todo apunta a que el marido de Anne es el asesino, pero ¿no puede haber un culpable menos evidente?
Maureen y su amiga Leslie tratan de romper con la indiferencia que rodea el asesinato de Anne, aunque, misteriosamente, Leslie mantiene la boca bien cerrada y no cuenta todo lo que sabe. En un intento por aclarar la confusión en la que se ve sumida su vida, Maureen viaja a Londres. Sin embargo, en lugar de solucionar sus problemas, pronto se verá inmersa en un mundo de violencia y drogadicción.

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– No -dijo ella, encendiendo la tetera-, se equivoca. No fue nada interesante.

– Mientras estuvo allí…

– No estoy respondiendo preguntas sobre mi vida. Respondo preguntas sobre la muerte de Ann Harris y sobre lo que pasó en Londres, no sobre mí.

Williams señaló a Inness.

– Mi colega me ha dicho que su hermano era traficante de drogas. ¿Tenía alguna relación con Frank Toner?

– No. Ninguna.

– Pero es interesante, ¿no cree? Que encontráramos un montón de drogas en casa de Tam Parlain y que su hermano se dedicara a traficar. ¿Por eso fue a Londres?

Si no hubiera ido a Ruchill, ella misma habría pensado que aquello era raro. Le habría dado vueltas pero ahora estaba segura de todo. La tetera empezó a sacar vapor y se apagó sola.

– Esta vista es magnífica -suspiró Bunyan. Los hombres la miraron. Estaba sentada, con la mano apoyada en la mesa y un cigarro entre los dedos. Tenía una sonrisa en los labios y estaba mirando hacia el perfil norte de la ciudad y la torre en llamas-. Magnífica.

– Nos quedaremos las cartas -dijo Inness, dando un paso al frente, reafirmando su autoridad.

Maureen se giró hacia él.

– Oiga -dijo-, ¿ve esas cartas? Él quería que yo se las diera. Quiere que piensen que está loco para poder conseguir una reducción de la condena en un edificio de seguridad menor.

– ¿De veras? -Inness lanzó una mirada maliciosa a Williams-. ¿Así que ahora es médico?

Maureen lo odiaba con todas sus fuerzas.

– ¿Ha oído hablar del estudio Rosenhad de 1971? -dijo ella, y esperó, obligándolo a decirlo.

– No -dijo él, al final.

– Aquella gente fue a varios manicomios y dijeron que oían voces. Su comportamiento era normal aparte de las afirmaciones retrospectivas. Estaban mintiendo, no les pasaba nada.

– ¿Entonces por qué lo hicieron?

– Por el estudio -dijo Maureen, con paciencia-. A todos les diagnosticaron esquizofrenia y todo lo que hicieron a partir de aquel momento lo achacaban a su enfermedad; se tomaban notas para el estudio, los observaban a ellos y a los demás pacientes, la gente preguntaba por su caso. A algunos los tuvieron allí días, a algunos incluso semanas. Los únicos que sabían que aquellas personas no estaban locas eran los demás pacientes. Yo soy un caso diagnosticado de enfermedad mental -miró a Williams, que se estaba mordiendo el labio inferior y escuchando-, y puedo decirles que a Angus Farrell no le pasa nada.

Williams levantó las cejas y le sonrió a Inness.

– Una señorita lista -dijo.

Inness no sonrió.

Ya se iban. Inness estaba haciendo muy bien su papel de policía agradecido por su ayuda, pero a él no le gustaba Maureen y a ella no le gustaba Inness, y para los dos fue muy difícil disimularlo.

– Adiós -dijo Inness-. Estoy seguro de que nos veremos muy pronto.

La miró despectivamente y se fue hacia las escaleras, saliendo antes de que dijera algo de lo que después pudiera arrepentirse, dejando a Maureen y a Williams solos.

Williams parecía muy divertido con la situación.

– Digamos que no es usted muy de su agrado.

– Conflicto de personalidades.

– Pero sí que es de mi agrado -dijo él-. ¿No piensa volver a irse de la ciudad, verdad?

– No -dijo ella sonriendo-. No durante una larga temporada.

– Volveremos mañana para llevarla a Carlisle. ¿Le va bien hacia las doce?

– Sí.

– Vaya a hacerse una radiografía -dijo Williams, girándose y señalándole el cuello-. Por aquí hay pequeños huesos.

– Sí -dijo ella, rozándose el cuello-, seguro que no es nada.

– De acuerdo, pues -dijo Hugh. El aliento le olía a té amargo-. Ya nos veremos.

– Cuídate, Hugh -dijo ella, intentando levantar la cara para mirarlo sin doblar el cuello.

– Ve a hacerte una radiografía.

– Lo haré, Hugh, lo haré.

Los observó mientras bajaban la escalera. La mujer rubia inglesa iba la última, mirando a Maureen mientras desaparecían por el hueco de las escaleras. Sonrió y levantó la mano, cerrando los dedos contra la palma, como si se estuviera despidiendo de una niña pequeña.

Maureen llamó al número del teléfono móvil que tenía.

– Oh, Mauri, por Dios, jamás en mi vida había pasado tanto miedo. -Leslie hizo una pausa y Maureen escuchó el ruido que hacía al darle una calada al cigarro.

– ¿Te han dejado en libertad?

– Sí y estoy en casa, y Jimmy también, gracias a Dios. Se lo han dicho al comité de Hogar Seguro. Me van a despedir pero no me importa. No me importa en absoluto. -Cammy llamó a Leslie impaciente para que fuera. Leslie suspiró y se apartó el teléfono para hablar con él-. Estoy hablando por teléfono, Cameron. Espérate, ¿quieres?

– Bueno -dijo Maureen-, han encontrado sangre y cabellos en casa de alguien, así que supongo que retirarán los cargos.

– Nunca habían tenido un caso con pies y cabeza. Fue ridículo desde el principio -dijo Leslie, y se dio cuenta de cómo sonaba lo que estaba diciendo-. Estaba rodeada de órdenes judiciales, pero no tuve miedo, no. Pongamos un negocio juntas ahora que las dos estamos libres.

Maureen se rió, contenta de que Leslie volviera a ser la misma de siempre.

– ¿Un negocio? ¿De qué?

– Vigilando las calles -dijo Leslie-. Yo conduzco.

– Es una locura. No creo que las calles hagan nada malo.

– Maureen -dijo Leslie, seria-. Hacer juegos de palabras provoca cáncer.

45. Equal

En el Equal Café servían comidas. Oficinistas hambrientos y estudiantes de la escuela de arte se mezclaban en las mesas negras y doradas de fórmica, comiéndose los bollos y sorbiendo té de los vasos de cristal ahumado. Maureen y Liam encontraron una mesa vacía al fondo del café. Estaba debajo de un techo inclinado de pino barato, de modo que en el asiento de Maureen sólo podía sentarse un enano jorobado. Clientes que habían pasado por allí antes habían dejado su nombre grabado en la madera. La camarera de mediana edad que se acercó a su mesa cojeaba mucho, y todavía era peor cuando tenía que devolver un pedido o alguien pedía algo muy sofisticado. También parecía que tenía hongos en un pie porque llevaba una zapatilla sin la parte del talón.

– Hola -asintió Liam.

– ¿Qué queréis?

– Dos desayunos del día -dijo él-. Yo tomaré té con el mío. ¿Mauri?

Maureen estaba cansada y quería un café pero se imaginó que le traerían un vaso de agua manchada de café.

– Yo también tomaré té.

La camarera se paró en la mesa de al lado para tomar nota a un hombre de negocios que comía solo.

– Siento lo de Martha -dijo Liam, mirando a la camarera y asintiendo, como si sus disculpas fueran una conclusión satisfactoria por todo el asunto.

Maureen se reclinó en la silla, indignada. Se golpeó el cuello lleno de moretones con el techo de pino y volvió a sentarse hacia delante.

– Liam, ¿qué vas a hacer con Lynn?

– No tiene por qué saberlo -dijo, repentinamente-. ¿Qué te pasó en Londres?

– Oye, no puedes perseguirla para que vuelva contigo y luego hacer cosas como esa. No puedes tratarla así. Lynn es demasiado buena para ti, siempre lo ha sido.

Liam se giró hacia ella, exasperado.

– ¿Y qué esperas que haga? -dijo, molesto sin ningún motivo, porque era él quien lo había hecho mal.

– Bueno -dijo ella, en un tono sarcástico-. Empieza por no tirarte a otras mujeres.

– Oye, si no fuera por ti, no lo habría hecho. Sólo fui a Londres a buscarte. Fuiste tú quien insistió en pasar la noche allí.

El hombre de negocios se movió en la silla, haciendo ver que no escuchaba pero disfrutando con cada palabra.

– Eh -dijo ella-, no me eches a mí la culpa, fuiste tú quien liberó las ganas de joder.

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