– Yo no -insistió Moe-. Yo no.
– También era familia de alguien.
– Sí -dijo Moe, desafiándola-. Pero no mía.
Maureen se metió las manos en los bolsillos. Moe no lo sabía. No sabía lo que él le había hecho.
– ¿Tú crees que Tam mató a aquella chica por ti, verdad? Para proteger a tu hermana.
Moe se cruzó de brazos, mirando al suelo.
– Moe -dijo Maureen, pausadamente-. ¿Sabías que el tipo que le pegó la paliza y le robó la bolsa se llamaba Neil Hutton?
Moe parecía nerviosa. Sabía que algo se le venía encima pero no se imaginaba qué podía ser.
– No -dijo, al final, cambiando el peso de pierna-. No lo sabía.
– A Hutton le pegaron un tiro por traficar por su cuenta, ¿lo sabías?
Moe frunció el ceño.
– No -dijo, más tranquila-. Tampoco lo sabía.
– ¿Tam no te lo dijo?
Moe estaba asustada.
– Bueno -dijo Maureen, caminando hacia el recibidor y la puerta-, eso estuvo muy mal por parte de Tam porque él lo sabía. Debió decírtelo, ¿no crees?
Moe la siguió hasta el recibidor, confundida y ansiosa por oír el resto de la historia.
– ¿Cómo crees que Hutton supo que Ann estaría en Knutsford aquella noche? La novia de Hutton era una sosa llamada Maxine Parlain.
La expresión de Moe no cambió pero, en cambio, movió la cara hacia un lado, y así parecía más vulnerable y vieja.
– Maxine es la hermana pequeña de Tam. -Maureen hizo una pausa-. ¿Qué crees que hubiera hecho Toner si lo hubiera sabido? Si hubiera hablado con Ann, lo habría descubierto. Ella podía describirlo porque lo conocía y Toner lo hubiera reconocido. Hubiera sabido que fue Tam quien le dijo a Hutton dónde estaría Ann. Sabría que Tam lo había planeado todo.
Moe tenía los ojos rojos y Maureen vio algo que le pareció sangre en el labio.
– Si Ann se acerca alguna vez a Jimmy o a los niños, yo misma la mataré. Díselo. Y, por favor, dile que deje de cobrar el dinero de la asignación de los niños. -Maureen abrió el pestillo y la puerta-. Os jodio a las dos bien jodidas, ¿eh?
Maureen se fue por Brixton Hill. Se giró, caminando hacia atrás y observando las luces de la calle. Ya estaba oscuro y las luces ámbar de los semáforos parpadeaban. Se marchaba, se iba a casa, y ni las horribles calles ni los asquerosos edificios ni los hombres en los bares ni los hambrientos indigentes podían hacer que se quedara. Paró a un taxi.
– A Heathrow -dijo-. ¿Podemos llegar a las siete?
– Puedo llegar a las seis y media.
No sabía. Le había dando vueltas durante días. Pensaba que ya lo había decidido al llegar a casa. Le contaría a Jimmy que Ann estaba viva porque le parecía mal saberlo y no decírselo. Sin embargo ahora, en aquel ascensor orinado, había vuelto a cambiar de opinión. Recordó lo que Angus le dijo de la sangre y cómo aquella información la había perseguido durante meses. Jimmy y los niños empezaban a estabilizar sus vidas. Si se lo decía, puede que Jimmy fuera a buscarla, y Ann podría acabar acusada de asesinato junto con Tam y los otros. Sin embargo, como mínimo los niños tendrían una madre, y una madre en la cárcel sigue siendo una madre. No sabía.
Alan abrió la puerta, pero ya no jugaba a ser la víctima. Abrió la puerta firmemente, sacó la cabeza y la miró.
– ¿Qué quieres? -dijo, al cabo de un rato.
Quería decirle algo desagradable, llamarle la atención sobre sus modales o algo así, pero no tuvo valor.
– ¿Por qué llevas eso en el cuello? -dijo, mirándole el collarín.
– Me caí. ¿Está tu padre? -dijo ella.
– Sí -dijo, pero no se inmutó.
– Alan, hijo, ser maleducado no tiene nada de interesante. Ve a buscar a tu padre.
Alan miró hacia un lado, escuchando los ruidos del salón, y volvió a apretar la puerta contra su cara.
– Papá está ocupado -dijo, tranquilamente.
– Hey -Jimmy gritaba desde el salón-, ¿hay alguien en la puerta?
Alan suspiró y miró los pies de Maureen, enfadado, antes de abrir la puerta y volver a entrar en casa. Maureen escuchó que murmuraba algo mientras abría la puerta.
Jimmy estaba sentado en la silla grande, poniéndoles el pijama a los más pequeños.
– Ah -sonrió-, eres tú. Hola.
– Hola, hola a todos -dijo ella, y los niños sonrieron como si fuera Navidad y se les hubiera aparecido Papá Noel.
Jimmy dejó los jerséis y pasó por encima de las personitas que rodeaban la silla, caminó hasta Maureen con una gran sonrisa en la cara. A medida que se iba acercando, ella vio que estaba indeciso. No sabía si abrazarla o darle un beso o qué hacer. La cogió por los hombros, se puso de puntillas para superar la barrera del collarín y le dio un beso puro y casto en la mejilla.
Ella entró y lo primero que le llamó la atención fue la temperatura cálida.
– Guau -dijo, quitándose el sombrero-. ¡Qué calentito que se está aquí!
Jimmy señaló la estufa de gas que había en medio del salón. Estaba funcionando al máximo y los pequeños estaban mirando las llamas naranjas, hipnotizados como si fuera una televisión.
– ¿Qué te parece? -dijo Jimmy, sonriendo.
– Muy bien -dijo ella-. ¿De dónde la has sacado?
Jimmy movió la cabeza hacia el recibidor.
– Con el dinero que llegó por debajo de la puerta -dijo, un poco avergonzado.
– ¿Ahora cobráis por entrar, no? -dijo ella, mirando a Alan, que estaba de pie en la puerta de la cocina comiéndose un bocadillo de margarina. Le hizo un gesto con la cabeza-. ¿Todo bien, chico?
Alan parecía enfadado. Salió corriendo, pasó por su lado y subió trotando las escaleras, dejando a Jimmy moviendo la cabeza, exasperado.
– Ese mocoso -murmuró. La miró-. Se lo he dicho mil veces, te lo debemos todo a ti y a Isa y a Leslie, y aun así no se porta bien.
– Pero no nos lo debes, Jimmy, en serio. Tú eres el que hace el trabajo más duro.
Aunque parecía que no se habían movido, los bebés se habían acercado quién sabe cómo hasta el fuego. Era obvio que su padre les había dicho que no se acercaran; miraban las piernas de Jimmy por el rabillo del ojo, con la espalda recta, muy pícaros. Maureen los señaló y Jimmy se giró.
– Ni un paso más -dijo, despacio y amenazador, con la mano encima de la cabeza.
Los bebés retrocedieron, riendo y con los ojos fijos en las alegres llamas mientras se agarraban al sillón. Maureen le dijo a Jimmy que los acabara de vestir y le preguntó si le importaba si subía a hablar con Alan. Jimmy se encogió de hombros.
– No está muy ordenado -dijo.
Ella subió por la estrecha escalera hasta el frío descansillo. La puerta del lavabo estaba medio abierta. Se oía el goteo de un grifo y el aire estaba invadido por un olor a moho enfermizamente dulce. En la puerta había una pegatina de Radio One y se veía luz por debajo. Maureen llamó a la puerta. Alan le dijo que no podía entrar pero ella abrió la puerta y le dijo que había subido hasta allí para ver su habitación. Él no contestó. En la puerta se mezclaban el olor a pipí de bebés y el olor a moho. Abrió un poco la puerta y miró en el interior. Había dos camas literas sin hacer, una a cada lado de la habitación, dejando entre ellas un escaso espacio de cincuenta centímetros. El pasillo estaba lleno de zapatos y ropa, juguetes de segunda mano rotos y restos de mantas viejas. Alan estaba sentado con las piernas cruzadas en la litera de abajo que quedaba frente a la puerta, observando la puerta como un preso enfadado. Maureen debió de habérselo pensado dos veces antes de entrar.
– ¿Estás bien, hijo?
– No me llames «hijo» -dijo él furioso pero hablando en voz baja para que Jimmy no lo oyera-. No soy tu hijo. Mi madre está muerta.
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