La autopista dejó la ciudad a sus espaldas y entró en un paisaje gris y plano que llegaba hasta el horizonte, bordeado por pueblos difuminados y pequeñas carreteras secundarias. Maureen dobló las piernas contra el pecho y se envolvió en el sucio abrigo, que ya no era demasiado bueno para ella ni para el autobús, y miró por la ventana la triste costa suburbana de Inglaterra.
Joe McEwan llevaba once horas trabajando y no se encontraba demasiado bien. Bebía mucho café y fumaba veinticinco cigarros diarios, o al menos eso pensaba su médico. Ya no había casi nadie en la comisaría; sólo quedaban los adictos al trabajo y los divorciados. La investigación del caso Hutton no llegaba a una conclusión satisfactoria. Ninguna de las pruebas que habían conseguido era fiable. Testigos aterrados cambiaban sus declaraciones, de una estúpida mentira pasaban a otra todavía más estúpida, y habían invertido en ese caso el presupuesto de las próximas tres semanas. Los rumores y las declaraciones de los testigos habían indicado el lugar donde lo habían cogido, el nombre del bar donde lo habían matado, el nombre del conductor y, por implicación, el nombre del jefe que había ordenado el asesinato. Incluso sabían el nombre del tipo que había robado el taxi. Lo único que la policía no tenía era ni una sola prueba fiable, ni un testigo serio. Innes abrió la puerta con el pie y entró en la comisaría. Estaba muy sonriente, los grandes dientes medio escondidos detrás del bigote, su entusiasmo contrastaba con la apatía de los demás. Vio a McEwan y casi cruzó corriendo la sala hasta su despacho.
– Mire el correo electrónico -dijo, haciéndole una señal para que fuera hasta el ordenador mientras él encendía el sistema y encontraba lo que estaba buscando-. Mire esto.
Era un mensaje de la policía de Londres. El texto relataba que seguían la pista de una mujer escocesa llamada Marian Thatcher. Había llamado al 999 y había dado información detallada importante acerca del asesinato de Ann Harris. Desde la misma cabina, alguien había llamado instantes antes a la comisaría de Stewart Street pero puede que no hubiera ninguna relación entre las dos llamadas. Habían seguido al taxi y la mujer había intentado, sin éxito, conseguir un billete de avión para Glasgow. Inness abrió un documento adjunto y se abrió una foto en color desde la parte de arriba de la pantalla. Tres segundos más tarde, McEwan estaba sonriendo. Era una foto desenfocada de Maureen O'Donnell saliendo de una cabina y parando un taxi.
– ¿Qué, eh? -sonrió Inness-. Se lo dije.
– Genial -dijo McEwan, sonriendo, y se encendió un cigarro de enhorabuena.
Ya era tarde y Maureen se despertó con los primeros dolores en el cuello. Miró a su alrededor y vio la carretera gris y las luces rojas de los coches y la mujer mayor sentada al otro extremo del asiento mirando por la ventana. Eran las tres y pronto pararían para descansar. Podría fumarse un cigarro. Miró por la ventana la fría noche y pensó en todos aquellos que iban a Londres y nunca volvían. En los pobres hombres y mujeres que iban a buscar trabajo y un futuro más brillante y en los chalados como ella, que iban a arreglar el mundo y seperdían por el camino. Notó un golpe en el codo y, cuando se giró, se encontró con que la mujer mayor le ofrecía un vaso de zumo de naranja. Le dio las gracias, pero ya había vuelto a su sitio, y ya volvía a estar mirando por la ventana. Maureen se lo bebió y el zumo ácido se llevó el sabor a cigarros mustios y a sangre y a leche blanca.
El autobús se metió en una salida de la autopista sin reducir la velocidad y llegó al aparcamiento a ochenta por hora. Los pasajeros, asustados, se irguieron, miraron por la ventana, agarrados al asiento de delante. El autobús frenó y se paró. Maureen se levantó y se fue directa hacia la puerta. Cuando puso el pie en el suelo ya tenía un cigarro en la boca y lo estaba encendiendo. Llenó los pulmones vacíos.
Hacía frío y mucho viento, como mandaba en Escocia, le tembló la nariz y sintió un cosquilleo en la piel. Caminó despacio hacia la estación de servicio, quedándose descolgada del resto de pasajeros, tomándose tiempo para disfrutar del clima, fumando y dejando que el viento se llevara la ceniza. Las puertas automáticas se abrieron y Maureen se encontró con un letrero dándole la bienvenida a la estación de servicio de Knutsford. El nombre le recordaba a Ann, pero no sabía por qué.
Fue al baño y se lavó la cara y las manos, pensando en Moe, en Tam y en Elizabeth. Aún no sabía qué papel tenía Moe en toda la película. Se miró el cuello en el espejo. Las marcas rojas se estaban volviendo de color azul oscuro. El pulgar de Frank Toner había quedado perfectamente marcado en el lado derecho de su pequeño cuello. Se acordó. Aquí fue donde Ann bajó del autobús y no volvió a subir. Posiblemente conoció a alguien y se fue a dar una vuelta, pero si llevaba drogas no habría actuado de un modo tan despreocupado. Casi como un acto reflejo, Maureen metió la mano en el bolsillo, sacó la fotocopia arrugada de Ann y se fue a la tienda. Había dos personas en el mostrador pero las dos habían empezado después de Navidad. Eran nuevas. Mientras pensaba lo imprudente que era dejar a dos personas nuevas a cargo de la tienda, Maureen se fue al restaurante. Se detuvo y vio que había cámaras de vigilancia por todas partes. Podían haber dejado tranquilamente a los dos principiantes a cargo de la deuda de Brasil y no habría pasado nada. En el vestíbulo vio la señal de una pizzería. Giró la esquina y se encontró con una cafetería con sillas y mesas rojas de plástico. Una camarera de unos cincuenta años estaba limpiando las mesas con más cuidado del que se merecían.
– Perdone -dijo Maureen, con una voz más ronca que antes-. ¿Lleva mucho tiempo trabajando aquí?
– Sí, cinco meses.
– Estoy intentando averiguar qué le pasó a una amiga mía que viajaba en el autobús nocturno hacia Glasgow. Hace un mes, se bajó para estirar las piernas y no volvió al autobús.
– Es verdad -dijo, doblando el paño-. Ya me acuerdo.
Maureen sacó la fotocopia y se la enseñó.
– Sí, me acuerdo -asintió la mujer-. ¿No fue terrible? Nos quedamos todos muy impresionados.
Maureen estaba sorprendida de que las noticias de la muerte de Ann hubieran llegado hasta Knutsford.
– ¿Cómo ha oído hablar de eso?
– Porque la vi, cariño. La vi salir del lavabo y cómo la metían en una ambulancia. Fue muy triste. Nos quedamos todos helados.
– ¿En una ambulancia?
– Sí, la atracaron, en los lavabos de señoras. Le dieron una paliza. Le robaron la bolsa.
– ¿La bolsa?
– Sí, la bolsa de mano. No la encontramos hasta al cabo de media hora. Los que lo hicieron ya debían de estar muy lejos.
La bolsa de Ann. Iba a todas partes con ella, por miedo a que se la robaran, llamando la atención allí donde iba. Si Tam Parlain le dijo a Maxine cuándo iba a llegar el paquete, puede que Hutton la estuviera esperando en la estación de servicio, vigilándola, esperando para hacer lo que hacía mejor: aniquilar al más débil. Debían de saber que bajaría del autobús y que viajaría con una bolsa valorada en miles de libras. Parlain y Maxine actuaban por cuenta propia, uniéndose a Hutton en contra de su propia familia y Toner. Toner debía de saber que Maxine vivía con Hutton y debió descubrir lo que habían hecho antes de que Hutton apareciera muerto en un rincón misterioso. Elizabeth le había dicho que Toner quería hablar con Ann, y Senga le había dicho a Leslie que Ann reconoció la foto de Toner en el periódico. Parlain había matado a Ann para que no hablara. Pobre Ann. Toner no la podía proteger aquí, puede que en Glasgow y en Londres, sí, pero no en aquella jungla. Puede que todavía tuvieran las cintas de las cámaras de seguridad y, si ya no las tenían, la ambulancia tuvo que registrarlo en algún sitio.
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