– No se lo dirás a nadie, ¿verdad? -dijo, un tanto despreocupada.
Sin embargo, Maureen no podía mentirle.
– No te mates con ese dinero.
– Por favor, no se lo digas a nadie -le susurró al oído-. Frank no sabe que yo estaba allí. Se enfadará mucho. Sólo soy un pez pequeño. -Volvió a relajar la barbilla y levantó la mirada. Al menos ella se había mantenido al margen mientras las otras, tan malas como niñas asustadas, torturaban y quemaban a Ann hasta matarla.
– No te preocupes -dijo Maureen-. No se lo diré a Frank.
Cuando salieron del banco, Elizabeth se despidió y se perdió entre el gentío. Maureen observó el meneo de su delgada espalda, con el pelo recogido y metido dentro del jersey, y se sintió exhausta. Había muchísima gente por la calle. No tenía la sensación de haberse encontrado con nada diabólico. Era tan normal, tan dentro de lo que ella conocía. No podía desmarcarse de Elizabeth o de cualquiera de aquellos muertos de hambre que se ayudaban entre sí, mientras una madre de cuatro críos se moría desangrada en un sofá.
Encendió un cigarro, inhalando mientras se pasaba la lengua por el corte de la mejilla. Quería contárselo a alguien que no pudiera haberlo hecho, visto u oído sin sentirse diferente y aislado. La policía. Quería contárselo a la policía.
– Perdone. -Detuvo a un hombre que pasaba por la calle y pudo ver cómo miraba los moretones del cuello y olía el whisky en el aliento-. ¿Sabe si hay una comisaría por aquí cerca?
– Sí -dijo-, por esa calle hacia abajo, pasando por debajo del puente, la tercera calle a la derecha. Canterbury Crescent. -Tenía un acento africano y en sus ojos amarillos y marrones se reflejaba la lástima por Maureen. Ella miró hacia el puente-. ¿Quiere que la acompañe? -preguntó él.
– No -dijo Maureen, sonriendo como si nada, como si hubiera perdido al perro-. Estoy… La encontraré sola, gracias.
Ya había cruzado el puente cuando cayó en la cuenta de algo. No podía ir a la policía y darles su nombre. Si entraba en la comisaría y les decía que había descubierto a una banda de asesinos, no la dejarían volver a casa con Liam, la retendrían allí horas y horas. Si no se iba de Londres ahora no volvería nunca a casa, y el dinero de Douglas no duraría para siempre. Sabía qué lugar ocupaba aquí, junto a Elizabeth y los hombres de las aceras, asustada como ellos, deambulando por las calles, otra chica en busca de diversión que se rasca las costras detrás de las rodillas. Subió por Electric Avenue y siguió las vías del tren hasta Coldharbour Lane, en dirección a las cabinas de teléfonos que había delante del Ángel. Entró en un quiosco para comprarse una tarjeta de diez libras.
– Maureen -dijo Martha con tono de reproche-. Liam estaba muy preocupado. Se ha ido al aeropuerto. No llevaba tu número de busca encima y contaba con encontrarte allí.
– ¿A qué hora es el avión?
– A las siete y media. Será mejor que vayas para allí si quieres llegar a tiempo.
– Adiós, Martha -dijo Maureen, porque no podía darle las gracias como Dios manda, y colgó.
Hugh McAskill no estaba en su despacho. El hombre que cogió el teléfono lo buscó por la oficina. Al otro lado de la línea, Maureen oía las risas de unos hombres y gente que pasaba caminando, y veía cómo su saldo se reducía en dos libras y medias. El hombre volvió al despacho de Hugh; Maureen lo oía resoplar y hablar con alguien junto al teléfono. Tardó veinte peniques en volver a coger el teléfono.
– Siento el retraso -dijo-. Hoy ya no va a volver. ¿Puedo ayudarla?
– Bueno -dijo Maureen, hablando deprisa, acabo de tomar una copa con alguien que me ha confesado que presenció un asesinato y no sé qué hacer.
– ¿Dónde está?
– En Londres.
– ¿El asesinato sucedió en Londres?
– Sí.
– Entonces -el hombre parecía totalmente desinteresado-, ha llamado a la división equivocada. ¿Ha llamado al Departamento de Crímenes, o a la policía de Londres?
– De acuerdo, ahora lo haré -dijo Maureen, sorprendida por su caballerosa falta de interés-. Gracias, de todos modos.
– De nada, adiós -dijo él, y colgó.
Llamó a información para pedir el número y luego llamó a New Scotland Yard. Le dijo a la telefonista que tenía información sobre el asesinato de Ann Harris y la pusieron en una línea de espera. Una voz de pito le dijo que estaba a la espera de que algún aparato quedase desocupado y que su llamada sería atendida en la mayor brevedad posible. No contestaba nadie. La voz volvió a decir lo mismo unas cuantas veces, tantas como una libra y media de su saldo, y cada vez daba paso a la señal del teléfono. Cuando, al final, cogieron el teléfono, un hombre muy amable le pidió su nombre y su dirección. Maureen no quería involucrarse, sólo quería darles la información e irse al aeropuerto a encontrarse con Liam.
– Marian Thatcher -dijo-. Vivo en Argyle Street, encima de Brixton Hill.
– ¿Qué número?
– Seis, tres, uno -dijo ella, sonando segura de sí misma.
– Bien, Marian, ¿por qué no viene a comisaría y nos cuenta lo que sucedió?
– Mire, tengo niños pequeños, no puedo dejarlos aquí. ¿No puedo decírselo por teléfono y vienen después a interrogarme?
El policía hizo una pausa.
– Mmm, de acuerdo, hagámoslo así. ¿Qué sucedió?
– Se me está acabando el dinero. ¿Me llamará usted?
– ¿No puede venir…?
Se cortó la comunicación y ella se quedó escuchando el tono de línea. Maureen miró la hora. Eran las seis menos veinte y le dolía mucho la garganta. Denunciar a alguien no debería ser tan difícil. Marcó el 999.
– ¿Bomberos, ambulancia o policía?
– Policía -dijo, intentando que sonara urgente.
La operadora le dijo a la policía que la persona llamaba desde una cabina y les dio el número.
– ¿Diga, cuál es la naturaleza de su emergencia?
– Hay una mujer llamada Ann Harris, está retenida en el apartamento seis tres dos de Argyle Street en Brixton Hill. Creo que van a matarla.
– ¿Quién va a matarla?
– Tam Parlain, Elizabeth, Heidi y Susan. Está en el sofá, van a tirarla al río.
– ¿Cómo se llama?
– Por favor, ayúdenla.
– Necesito su nombre.
– Marian Thatcher.
– ¿Y su dirección?
– Seis tres uno de Argyle Street, encima de Brixton Hill. Tam Parlain va a llamar a dos de sus amigos, a un tipo gordo y a otro que se llama Andy para que la pongan en un colchón y la tiren al río.
– Oiga, su nombre no coincide con la dirección que me ha dado.
Maureen colgó y salió de la cabina. Liam estaría de los nervios. Salió a la acera y paró un taxi negro. Se había olvidado de las cámaras de vigilancia que había encima de la calle, vigilándola, manteniéndola limpia.
Maureen observó la pequeña hilera de tráfico delante del taxi y vio que el taxímetro iba subiendo. Los ojos del taxista se cruzaron con los de ella en el retrovisor. Había intentado iniciar una conversación y sólo consiguió sacarle que iba a Glasgow porque vivía allí, antes de que a Maureen le empezara a doler mucho la garganta, y la conversación se acabó ahí.
– Hay mucho tráfico -dijo él, en voz alta por encima del ruido del motor, con los ojos sonrientes-. Cada vez se circula peor en Londres.
– ¿Estaremos allí a las siete y media?
– No lo sé. Lo intentaré. Pero, para ser honesto, a esta hora nunca se sabe.
Se iba a casa e iba a pelear antes del último grito. Dio unos golpecitos a la bolsa de ciclista, que estaba junto a ella en el asiento. Sabía lo que iba a hacer. Ruchill ya no le daba miedo.
El taxi entró en la terminal uno a las siete y veinte. Maureen le dio sesenta libras al taxista y subió corriendo la escalera mecánica, empujando a grupos de turistas con todo su equipaje. Le dolía el cuello cada vez que subía un escalón. No vio ninguna señal pero entró por un pasillo y se encontró delante de la puerta de embarque de la British Airways. Había una cola larga siguiendo el zig-zag marcado por una goma roja. La recorrió toda, mirando detrás de la gente, buscando a Liam. No estaba allí. Llegó a la puerta y tuvo que hacer cola para hablar con la señorita del mostrador.
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